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Otro cliché del que se habría mofado mi profesor de Creación Literaria: de tal palo, tal astilla. Pero era cierto, ¿o no? Ahora resultaba que Baba y yo éramos mucho más parecidos de lo que jamás hubiera imaginado. Ambos habíamos traicionado a personas que habrían dado su vida por nosotros. Y con eso, fui consciente de que Rahim Kan me había hecho viajar hasta allí no sólo para expiar mis pecados, sino también los de Baba.

Rahim Kan había dicho que yo siempre había sido demasiado duro conmigo mismo. Sin embargo, yo me hacía el siguiente planteamiento: era cierto que yo no tenía la culpa de que Alí hubiese pisado una mina, y tampoco había llamado a los talibanes para que entraran en casa y mataran a Hassan… Pero había sido mi sentimiento de culpa lo que había provocado que Hassan y Alí abandonaran la casa. ¿Tan inverosímil era imaginar que las cosas podrían haber sido de otra manera si yo hubiera obrado de otro modo? Tal vez Baba los hubiera llevado con nosotros a América. Tal vez Hassan hubiera tenido su propia casa, un trabajo, una familia, una vida en un país donde a nadie le importara que fuese un hazara, donde la mayoría de la gente ni siquiera sabe qué es un hazara. Tal vez no. Pero tal vez sí.

«No puedo ir a Kabul -le había dicho a Rahim Kan-. Tengo una esposa en América, un hogar, una carrera y una familia.» Pero ¿cómo podía hacer las maletas y volver a casa cuando había sido yo, con mi actitud, quien le había negado a Hassan la posibilidad de disfrutar de todas esas cosas?

Deseaba que Rahim Kan no me hubiese llamado. Deseaba que me hubiese permitido vivir en mi ignorancia. Pero me había llamado. Y lo que me había revelado Rahim Kan lo cambiaba todo. Me había hecho ver que toda mi vida, desde mucho antes de aquel invierno de 1975, ya desde la época en que la mujer hazara me crió, había sido un círculo de mentiras, traiciones y secretos.

«Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho.

Una forma de cerrar el círculo.

Con un pequeño. Un huérfano. El hijo de Hassan, que estaba en algún lugar de Kabul.

•••

En el trayecto de vuelta al apartamento de Rahim Kan a bordo de un rickshaw me acordé de cuando Baba me decía que mi problema era que siempre había tenido a alguien que luchara por mí. Ahora tenía treinta y ocho años. El cabello empezaba a clarear y a tiznarse de gris, y me había descubierto pequeñas patas de gallo en los ojos. Era mayor, pero quizá todavía no tanto como para empezar a luchar por mi cuenta. Baba había mentido respecto a muchos asuntos, pero no acerca de ése.

Miré de nuevo la cara redonda que aparecía en la fotografía, la forma en que le daba el sol. La cara de mi hermano. Hassan me había querido, me había querido como nadie me había querido o me querría jamás. Se había ido, pero una pequeña parte de él seguía con vida. Estaba en Kabul.

Esperando.

Encontré a Rahim Kan rezando el namaz en un rincón de la habitación. Era sólo una silueta oscura que se arqueaba hacia el este, perfilada sobre un cielo rojo sangre. Aguardé a que terminara.

Entonces le dije que me iba a Kabul, que la mañana siguiente avisase a los Caldwell.

– Rezaré por ti, Amir jan -afirmó.

19

Una vez más, el mareo en el coche. En el momento en que pasamos junto al cartel acribillado por las balas donde se leía «El paso de Khyber le da la bienvenida», mi boca comenzó a segregar saliva. Sentí que algo en el interior de mi estómago se revolvía y se agitaba. Farid, el chófer, me lanzó una mirada gélida que no mostraba la más mínima empatía.

– ¿Podría bajar mi ventanilla? -le pregunté.

Encendió un cigarrillo y lo colocó entre los dos dedos que le quedaban en la mano izquierda. Con sus ojos negros fijos en la carretera, se encorvó, cogió el destornillador que llevaba entre los pies y me lo pasó. Lo inserté en el pequeño orificio donde un día había habido una manivela y comencé a darle vueltas para bajar mi ventanilla.

Farid me lanzó una nueva mirada de desprecio, esa vez con una hostilidad apenas disimulada, y siguió fumando su cigarrillo. Desde que habíamos salido del fuerte de Jamrud apenas había pronunciado una docena de palabras.

– Tashakor -murmuré.

Incliné la cabeza para asomarme por la ventanilla y dejar que el aire fresco de la tarde me diese en la cara. El paisaje de las tierras tribales del paso de Khyber, que serpenteaba entre precipicios de esquistos y piedra caliza, era como lo recordaba… Baba y yo habíamos cruzado aquel terreno abrupto en 1974. Las montañas, áridas e imponentes, se intercalaban con profundas gargantas y culminaban en picos dentados. En las cimas de los riscos se veían viejas fortalezas, murallas de adobe derrumbadas. Intenté mantener los ojos fijos en la cumbre nevada del Hindu Kush, en el lado norte, pero cuando parecía que mi estómago se estabilizaba un poco, el camión aceleraba bruscamente o derrapaba en una curva, provocándome nuevas oleadas de náuseas.

– Prueba con un limón.

– ¿Qué?

– Un limón. Es bueno para el mareo -me dijo Farid-. Siempre que hago este viaje traigo uno.

– No, gracias -repliqué.

La simple idea de añadirle acidez a mi estómago me provocó más náuseas. Farid se rió con disimulo.

– Ya sé que no es tan elegante como la medicina americana… Sólo es un viejo remedio que me enseñó mi madre.

Me arrepentí de echar por tierra una oportunidad de caldear la situación.

– En ese caso, tal vez deberías dármelo. -Cogió una bolsa de papel que llevaba en el asiento trasero y extrajo de ella medio limón. Le di un mordisco y esperé unos minutos-. Tenías razón. Me encuentro mejor -mentí.

Como afgano que soy, sabía que era mejor ser mentiroso que descortés. Me obligué a sonreír débilmente.

– Es un viejo truco watani, no hacen falta medicinas elegantes -comentó.

Su tono rozaba la mala educación. Sacudió la ceniza del cigarrillo y se regaló una mirada de satisfacción por el espejo retrovisor. Era un tayik, un hombre larguirucho y moreno con la cara curtida por la intemperie, espaldas anchas y un cuello largo interrumpido por una sobresaliente nuez que asomaba por detrás de la barba cuando volvía la cabeza. Iba vestido prácticamente como yo, aunque más bien al revés: un manto de lana burdamente tejido sobre un pirhan-tumban gris y un chaleco. Se tocaba la cabeza con un pakol de color marrón que llevaba ligeramente ladeado, como el héroe tayik Ahmad Shah Massoud, a quien los tayik conocían como el León del Panjsher.

Fue Rahim Kan quien me había presentado a Farid en Peshawar. Me dijo que tenía veintinueve años, a pesar de que su cara, cansada y arrugada, parecía la de un hombre veinte años mayor. Había nacido en Mazar-i-Sharif y vivido allí hasta que su padre trasladó a la familia a Jalalabad cuando él tenía diez años. A los catorce, él y su padre se unieron a la yihad para luchar contra los shorawi. Habían combatido en el valle del Pajsher durante dos años hasta que el fuego lanzado desde un helicóptero hizo trizas a su padre. Farid tenía dos esposas y cinco hijos. «Tenía siete», me había dicho Rahim Kan con tristeza en la mirada. Por lo visto, unos años atrás había perdido a sus dos hijas menores cuando estalló una mina en las afueras de Jalalabad, la misma que le dejó sin dedos en los pies y se llevó tres de la mano izquierda. Después de aquello, se trasladó con sus esposas y sus hijos a Peshawar.

– Puesto de control -gruñó Farid.

Me hundí un poco en mi asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando olvidar por un instante la sensación de náusea. Pero no había motivo de alarma. Dos soldados paquistaníes se acercaron a nuestro maltrecho Land Cruiser, revisaron superficialmente su interior y nos indicaron con la mano que siguiéramos adelante.

Farid era lo primero que aparecía en la lista de preparativos que hicimos Rahim Kan y yo, una lista que incluía cambiar dólares por kaldar y billetes afganos, mis prendas de vestir y mi pakol (por irónico que parezca, nunca lo había llevado mientras viví en Afganistán), la fotografía de Hassan y Sohrab y, por último, quizá lo más importante: una barba postiza negra y larga hasta el pecho, al gusto de la shari'a. O, al menos, de la versión talibán de la shari'a o Ley Islámica. Rahim Kan conocía a un tipo en Peshawar especializado en tejerlas. A veces las hacía para los periodistas occidentales que cubrían la guerra.

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