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Cruzamos el río y nos dirigimos hacia el norte a través de la transitada plaza de Pastunistán. Baba solía llevarme allí al restaurante Khyber a comer kabob. El edificio seguía en pie, pero las puertas estaban cerradas con candado, las ventanas destrozadas y en el cartel faltaban las letras «K» y «R».

Había un cadáver delante del restaurante. Lo habían ahorcado. Era un hombre joven. Estaba colgado del extremo de una viga, tenía la cara hinchada y azul y las prendas que había vestido el último día de su vida estaban hechas jirones y ensangrentadas. Parecía que nadie advertía su presencia.

Atravesamos la plaza sin cruzar palabra y nos encaminamos hacia el barrio de Wazir Akbar Kan. Por dondequiera que mirase veía una nube de polvo cubriendo la ciudad. Varias manzanas al norte de la plaza de Pastunistán, Farid señaló a dos hombres que charlaban animadamente en una concurrida esquina. Uno de ellos cojeaba de una pierna. La otra estaba amputada por debajo de la rodilla. En las manos sujetaba una pierna ortopédica.

– ¿Sabes qué están haciendo? Regatear el precio de la pierna.

– ¿Está vendiéndole su pierna?

Farid hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– En el mercado negro puede obtenerse un buen dinero por ella. El suficiente para alimentar a los hijos durante dos semanas.

•••

Me sorprendió que la mayoría de las casas del barrio de Wazir Akbar Kan siguieran conservando los tejados y las paredes en pie. De hecho, estaban en bastante buen estado. Por encima de los muros seguían asomando árboles y las calles no estaban ni mucho menos tan llenas de cascotes como las de Karteh-Seh. Señales de tráfico medio borradas, algunas torcidas y acribilladas por las balas, seguían indicando las direcciones.

– Esto no está tan mal -comenté.

– No es de sorprender. La gente importante vive ahora aquí.

– ¿Los talibanes?

– También ellos -dijo Farid.

– ¿Quién más?

Entramos en una calle ancha con las aceras bastante limpias y flanqueada a ambos lados por casas rodeadas de muros.

– Los que están detrás de los talibanes. Los auténticos cerebros de este gobierno, si quieres llamarlo así: árabes, chechenos, pakistaníes -añadió Farid, que luego señaló hacia el noroeste-. En esa dirección está la calle Quince. Se llama Sa-rak-e-Mehmana. Calle de los Invitados. Así es como los llaman, invitados. Creo que algún día estos invitados se les mearán en la alfombra.

– ¡Creo que ya lo tengo! ¡Allí! -exclamé, indicando el punto que solía servirme de referencia cuando era pequeño.

«Si algún día te pierdes -me decía Baba- recuerda que nuestra calle es la que tiene una casa de color rosa al final.» En los viejos tiempos, la casa de color rosa con tejado inclinado era la única casa de ese color en todo el vecindario. Y seguía siéndolo.

Farid entró por esa calle. Enseguida vi la casa de Baba.

Encontramos la tortuguita entre los escaramujos del jardín. No sabemos cómo ha llegado hasta aquí, pero nos entusiasma la idea de cuidar de ella. Le pintamos el caparazón de color rojo, idea de Hassan, una idea estupenda: de esa manera, nunca la perderemos entre los matorrales. Nos imaginamos que somos un par de exploradores intrépidos que han descubierto un monstruo gigante prehistórico en alguna selva lejana y lo han sacado a la luz para que el mundo lo vea. La colocamos en el carro de madera que Alí le construyó a Hassan el invierno pasado para su cumpleaños y nos imaginamos que es una jaula de acero gigantesca. ¡Contemplen esta monstruosidad que despide fuego por la boca! Desfilamos por la hierba tirando del carro, rodeamos los manzanos y los cerezos, que se convierten en rascacielos que se alzan hacia las nubes. Miles de cabezas se asoman por las ventanas para contemplar el espectáculo que se produce en la calle. Atravesamos el pequeño puente semicircular que Baba ha construido cerca de un grupo de higueras: el puente se convierte en un gran puente colgante que une ciudades; y el pequeño estanque que hay debajo de él se transforma en un mar encrespado. Sobre los robustos pilotes del puente estallan fuegos artificiales y soldados armados que parecen cables de acero extendidos hacia el cielo nos saludan desde ambos lados. La tortuguita da vueltas como una pelota en la carretilla, la arrastramos por el puente semicircular de ladrillo rojo y seguimos camino hasta las verjas de hierro forjado, devolviendo los saludos de los líderes mundiales, que se ponen en pie y aplauden. Somos Hassan y Amir, aventureros famosos y los mayores exploradores del mundo, y estamos a punto de recibir una medalla de honor por nuestra valiente hazaña…

Con mucha cautela, avancé por el camino. Entre los ladrillos del pavimento, descoloridos por el sol, crecían matas de malas hierbas. Me detuve junto a las verjas de la entrada sintiéndome como un extraño. Empujé con las manos los barrotes oxidados y recordé las miles de veces que de pequeño había cruzado esas mismas verjas corriendo por cuestiones que no tenían ahora la menor importancia y que tan trascendentales se me antojaban entonces. Entré.

El camino que iba desde las verjas hasta el jardín, donde Hassan y yo nos caímos multitud de veces el verano en que aprendimos a montar en bicicleta, no parecía ni tan ancho ni tan largo como lo recordaba. El asfalto estaba resquebrajado y entre las grietas asomaban más matojos de malas hierbas. Habían talado prácticamente todos los álamos a los que Hassan y yo trepábamos para deslumbrar con espejos a los vecinos. Los que todavía quedaban en pie no tenían hojas. La pared del maíz enfermo seguía aún en pie, aunque junto a ella no había maíz, ni sano ni enfermo. La pintura empezaba a desconcharse y había zonas donde había desaparecido del todo. El césped había adquirido el mismo tono gris marronáceo que la nube de polvo que flotaba sobre la ciudad. Por todas partes estaba salpicado de zonas peladas de tierra donde no crecía nada.

En el camino había un Jeep aparcado, lo que aumentaba la sensación de extrañeza: era el Mustang negro de Baba el que debía estar allí. Durante años, los ocho cilindros del Mustang cobraron vida allí todas las mañanas, despertándome del sueño. Vi que debajo del Jeep había una mancha de aceite que había ensuciado el camino como si de una enorme imagen del test de Rorschach se tratara. Más allá del Jeep se veía una carretilla vacía. No había ni rastro de los rosales que Baba y yo plantamos en el lado izquierdo del camino, sólo tierra, que cubría también parte del asfalto. Y malas hierbas.

Farid tocó la bocina dos veces.

– Deberíamos irnos, agha. Llamaremos la atención -me dijo.

– Dame sólo un minuto más -repliqué.

Incluso la casa estaba lejos de ser la enorme mansión de color blanco que recordaba de mi infancia. Parecía más pequeña. El tejado estaba hundido y el enlucido descascarillado. Las ventanas del salón, el vestíbulo y el baño de invitados estaban rotas, tapadas de cualquier manera con plásticos transparentes o tablas de madera claveteadas en los marcos. La pintura, de un blanco deslumbrante en su día, había quedado reducida a un gris fantasmagórico y en ciertas zonas había desaparecido por completo, dejando al descubierto los ladrillos, dispuestos en hileras. Las escaleras de la entrada estaban desmoronadas. Como tantas cosas en Kabul, la casa de mi padre era la imagen del esplendor caído.

Encontré la ventana de mi dormitorio: segundo piso, tercera ventana hacia el sur de la escalinata principal. Me puse de puntillas, pero detrás de la ventana no vi otra cosa que sombras. Veinticinco años antes, yo estaba detrás de aquella misma ventana. Una lluvia torrencial mojaba los cristales y mi aliento los empañaba. Desde allí había visto a Hassan y a Alí cargar sus pertenencias en el maletero del coche de mi padre.

– Amir agha -me dijo de nuevo Farid.

– Ya voy -respondí yo.

Era una locura, pero deseaba entrar. Quería subir los peldaños de la escalinata de la entrada, donde Alí nos obligaba a Hassan y a mí a despojarnos de las botas de nieve. Quería entrar en el vestíbulo, oler la piel de naranja que Alí echaba en la estufa para que se quemara con serrín. Sentarme en la mesa de la cocina, tomar el té con una rebanada de naan, escuchar a Hassan entonar antiguas canciones hazaras…

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