Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Señaló una hilera de camas situada junto a la pared.

– No tenemos camas suficientes, ni colchones. Y lo que es peor, no disponemos de mantas suficientes. -Nos mostró a una niña que saltaba a la cuerda con otras dos-. ¿Veis a esa niña? El invierno pasado los niños tuvieron que compartir mantas, y su hermano murió de frío. -Siguió caminando-. La última vez que lo comprobé, nos quedaba en el almacén arroz para menos de un mes, y cuando se termine, los niños tendrán que comer pan y té en el desayuno y en la cena. -Me di cuenta de que no hizo ninguna mención a la comida del mediodía. Se detuvo y se volvió hacia mí-. Nos tienen abandonados, casi no hay comida, ni ropa, ni agua limpia. Lo que hay de sobra son niños que han perdido su infancia. Y lo trágico es que éstos son los afortunados. Estamos muy por encima de nuestra capacidad; todos los días tengo que decir que no a madres que me traen a sus hijos -Se acercó un paso hacia mí-. ¿Dices que hay esperanza para Sohrab? Rezo para que no me mientas, agha. Pero… tal vez sea demasiado tarde.

– ¿A qué te refieres?

Zaman apartó la vista.

– Seguidme.

Lo que pasaba por despacho del director consistía en cuatro paredes desnudas y agrietadas, una esterilla en el suelo, una mesa y dos sillas plegables. Cuando Zaman y yo tomamos asiento, vi una rata gris que asomaba la cabeza por una madriguera excavada en la pared y atravesaba corriendo la estancia. Me encogí cuando me olió los zapatos, y luego los de Zaman, para acabar escurriéndose por la puerta abierta.

– ¿A qué te referías con demasiado tarde? -le pregunté.

– ¿Queréis un poco de chai? Puedo prepararlo.

– Nay, gracias. Preferiría que hablásemos.

Zaman se recostó en su silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Lo que tengo que contarte no es agradable. Sin mencionar que puede resultar muy peligroso.

– ¿Para quién?

– Para ti. Para mí. Y, naturalmente, para Sohrab si no es ya demasiado tarde.

– Necesito saberlo -afirmé.

Zaman movió la cabeza.

– Como quieras. Pero primero quiero hacerte una pregunta: ¿hasta qué punto deseas encontrar a tu sobrino?

Pensé en las peleas callejeras en las que nos habíamos metido de pequeños, en las veces en que Hassan salía en mi defensa, dos contra uno, a veces tres contra uno. Yo retrocedía y me quedaba observando; sentía tentaciones de entrar en la pelea, pero siempre me detenía antes de hacerlo, siempre me contenía por alguna razón.

Miré hacia el pasillo y vi a un grupo de niños que bailaban en círculo. Una niña pequeña, con la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla, permanecía sentada en un colchón infestado de ratas y observaba, sonriendo y aplaudiendo junto con los demás niños. Vi que Farid miraba también, con su mano igualmente amputada colgando a un lado. Me acordé de los hijos de Wahid y… entonces comprendí una cosa: que no abandonaría Afganistán sin encontrar a Sohrab.

– Dime dónde está -le exigí.

La mirada de Zaman cayó sobre mí. Entonces asintió con la cabeza, cogió un lápiz y lo volteó entre los dedos.

– Mantén mi nombre al margen de todo esto.

– Lo prometo.

Dio golpecitos a la mesa con el lápiz.

– A pesar de tu promesa, creo que lo lamentaré, pero quizá esté bien así. Yo ya estoy maldito de todas formas. Pero si puedes hacer algo por Sohrab… Te lo diré porque creo en ti. Tienes la mirada de un hombre desesperado. -Permaneció un buen rato en silencio-. Hay un oficial talibán -murmuró- que nos visita cada mes o cada dos. Trae dinero, no mucho, pero es mejor que nada. -Su mirada nerviosa cayó sobre mí y luego me rehuyó-. Normalmente se lleva a una niña. Pero no siempre.

– ¿Y tú lo permites? -intervino Farid a mi espalda. Estaba dando la vuelta a la mesa, acercándose a Zaman.

– ¿Qué otra alternativa tengo? -respondió éste apartándose de la mesa.

– Eres el director -dijo Farid-. Tu trabajo consiste en cuidar de estos niños.

– No puedo hacer nada para detenerlo.

– ¡Estás vendiendo niños! -rugió Farid.

– ¡Farid, siéntate! ¡Suéltalo! -exclamé.

Pero era demasiado tarde. Porque Farid saltó encima de la mesa de repente. La silla de Zaman salió volando en cuanto Farid cayó sobre él y lo tiró al suelo. El director se revolvía debajo de Farid y profería gritos sofocados. Con las piernas empezó a patalear sobre un cajón abierto de la mesa y cayeron en el suelo hojas de papel.

Di la vuelta a la mesa corriendo y comprendí por qué los gritos de Zaman sonaban de aquella manera: Farid estaba estrangulándolo. Agarré a Farid por los hombros con ambas manos y tiré con fuerza, pero me apartó de un empujón.

– ¡Ya es suficiente! -vociferé. Pero Farid tenía la cara encendida, los labios apretados, gruñía.

– ¡Voy a matarlo! ¡No puedes detenerme! ¡Voy a matarlo! -decía con desprecio.

– ¡Apártate de él!

– ¡Voy a matarlo! -Algo en el tono de su voz me decía que si yo no hacía algo rápidamente estaba a punto de presenciar por vez primera un asesinato.

– Los niños están mirando, Farid. Están mirando -dije. Noté los músculos de su espalda tensos bajo la presión de mi mano, y por un instante pensé que no dejaría de apretar el cuello de Zaman. Entonces se volvió y vio a los niños. Estaban en silencio junto a la puerta, cogidos de las manos; algunos lloraban. Noté cierta relajación en los músculos de Farid. Soltó las manos y se puso en pie. Miró a Zaman y le escupió en la cara. Se dirigió hacia la puerta y la cerró.

Zaman se enderezó, se limpió los labios ensangrentados con la manga y se secó la saliva que tenía en la mejilla. Tosiendo y jadeando, se encasquetó el gorro, se puso las gafas, vio que tenía los dos cristales rotos y se las quitó. Hundió la cara entre las manos. Nadie dijo nada durante mucho rato.

– Se llevó a Sohrab hace un mes -murmuró finalmente Zaman, sin retirar todavía las manos de la cara.

– ¿Y tú te consideras director? -dijo Farid.

Zaman bajó las manos.

– Llevan seis meses sin pagarme. Estoy sin nada porque he gastado todos los ahorros de mi vida en este orfanato. He vendido todo lo que tenía y todo lo que heredé para sacar adelante este lugar dejado de la mano de Dios. ¿Crees que no tengo familia en Pakistán y en Irán? Podría haber huido como todo el mundo. Pero no lo hice. Me quedé. Me quedé por ellos. -Señaló hacia la puerta-. Si le niego un niño, se lleva diez. De modo que le permito que se lleve uno y que Alá nos juzgue. Me trago mi orgullo y me quedo con su maldito y asqueroso… dinero sucio. Luego voy al bazar y compro comida para los niños.

Farid bajó la vista.

– ¿Qué les sucede a los niños que se lleva? -le pregunté.

Zaman se frotó los ojos con dos dedos.

– A veces regresan.

– ¿Quién es él? ¿Cómo podemos encontrarlo? -inquirí.

– Id mañana al estadio Ghazi. Lo veréis durante el intermedio. Es el único que lleva gafas de sol negras. -Cogió sus gafas rotas y las giró-. Ahora quiero que os marchéis. Los niños están asustados.

Nos acompañó hasta la salida.

Cuando arrancamos el todoterreno, vi a Zaman por el retrovisor, de pie junto al umbral de la puerta. Lo rodeaba un grupo de niños que se agarraban al dobladillo de su camisola. Vi que se había puesto las gafas rotas.

57
{"b":"113528","o":1}