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No sé en qué momento empecé a reírme, pero lo hice. Reír dolía, me dolían la mandíbula, las costillas, la garganta. Pero reía y reía. Y cuanto más reía, más fuerte me pateaba, me pegaba, me arañaba.

– ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -vociferaba Assef a cada golpe que asestaba. La saliva que escupió al hablar me fue a parar a un ojo. Sohrab gritaba-. ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -bramaba Assef.

Otra costilla rota, esta vez una de la izquierda. Lo que me resultaba tan divertido era que, por primera vez desde el invierno de 1975, me sentía en paz. Me reía porque me daba cuenta de que, en algún escondrijo recóndito de mi cabeza, había estado esperando desde entonces que llegara ese momento. Recordaba el día en que, en la colina, le lancé granadas a Hassan para provocarlo. Él se limitó a permanecer inmóvil, sin hacer nada, mientras el jugo rojo le traspasaba la camisa como si de sangre se tratara. Luego me arrebató una granada de la mano y se la aplastó contra la frente. «¿Estás satisfecho ahora? -murmuró entre dientes-. ¿Te sientes mejor?» Pero no me sentía satisfecho ni mejor. Sin embargo, ahora sí. Tenía el cuerpo roto (hasta qué punto sólo lo descubriría posteriormente), pero me sentía curado. Curado por fin. Reí.

Y luego el final. Eso me lo llevaré a la tumba.

Yo estaba en el suelo, riendo, y Assef montado a horcajadas sobre mi pecho. Su rostro era una máscara de locura enmarcada por mechones de cabello enmarañado que se balanceaban a escasos centímetros de mi cara. Me sujetaba el cuello con la mano que tenía libre. La otra, la de la manopla de acero, la tenía levantada por encima del hombro. Alzó aún más el puño y lo levantó para asestarme un nuevo golpe.

En ese momento se oyó una voz fina que decía:

– Bas.

Los dos miramos.

– Por favor, no más.

Recordé lo que había dicho el director del orfanato cuando nos abrió la puerta a mí y a Farid. ¿Cómo se llamaba? ¿Zaman? «Es inseparable de ese artilugio -había dicho-. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.»

– No más.

Por sus mejillas rodaban dos manchurrones de rímel mezclados con lágrimas que se confundían con el colorete. Le temblaba el labio inferior y tenía la nariz llena de mocos.

– Bas -gimoteó.

Tenía la mano levantada por encima del hombro y sujetaba con ella el receptáculo del tirachinas, situado en el extremo de la banda elástica, que estaba completamente tensa hacia atrás. En el receptáculo había algo brillante y amarillo. Pestañeé para retirar la sangre que me anegaba los ojos y vi que se trataba de una de las bolas de acero del anillo que formaba la base de la mesa. Sohrab apuntaba con el tirachinas a la cara de Assef.

– No más, agha. Por favor -dijo con voz ronca y temblorosa-. Deja de hacerle daño.

Assef movió la boca sin articular palabra. Luego empezó a decir algo y se interrumpió.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó finalmente.

– Para, por favor -dijo Sohrab. Sus ojos verdes estaban empañados de lágrimas que se mezclaban con rímel.

– Deja eso, hazara -dijo Assef entre dientes-. Déjalo o lo que estoy haciéndole a él será un cariñoso tirón de orejas comparado con lo que te haré a ti.

Las lágrimas estallaron por fin. Sohrab sacudió la cabeza.

– Por favor, agha -repitió-. Para.

– Deja eso.

– No le hagas más daño.

– Déjalo.

– Por favor.

– ¡Déjalo!

– Bas.

– ¡Déjalo! -Assef me soltó del cuello y gritó a Sohrab con todas sus fuerzas.

Cuando Sohrab soltó el receptáculo, el tirachinas emitió un silbido. Después fue Assef quien gritó. Se llevó la mano al lugar donde su ojo izquierdo había estado hacía sólo un instante. La sangre rezumaba entre sus dedos. Sangre y algo más, algo blanco con aspecto de gelatina. «Eso es lo que se llama líquido vítreo -pensé con claridad-. Lo he leído en alguna parte. Líquido vítreo.»

Assef cayó rodando sobre la alfombra, gritando, sin despegar la mano de la cuenca ensangrentada.

– ¡Vámonos! -exclamó Sohrab. Me dio la mano y me ayudó a ponerme en pie. Cada centímetro de mi apaleado cuerpo gemía de dolor. Detrás de nosotros, Assef seguía chillando.

– ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaba.

Abrí la puerta tambaleándome. Los guardias abrieron los ojos de par en par al verme y me pregunté qué aspecto tendría. Cada vez que respiraba me dolía el estómago. Uno de los guardias dijo algo en pastún y entraron en la habitación donde Assef seguía gritando.

– ¡Fuera!

– Bia -dijo Sohrab, tirándome de la mano-. ¡Vámonos!

Avancé dando tumbos por el pasillo, cogido de la manita de Sohrab. Miré por última vez por encima del hombro. Los guardias estaban agachados sobre Assef, haciéndole algo en la cara. Entonces lo comprendí: la bola de acero seguía clavada en la cuenca vacía de su ojo.

Con el mundo entero girando a mi alrededor, bajé las escaleras apoyándome en Sohrab. Los gritos de Assef continuaban arriba; eran los gritos de un animal herido. Salimos al exterior, a la luz de día, yo con el brazo por encima del hombro de Sohrab. Entonces vi a Farid, que corría hacia nosotros.

– Bismillah! Bismillah! -exclamó.

Los ojos se le salieron de las órbitas al ver mi aspecto. Cogió mi brazo, se lo pasó por el hombro y me llevó corriendo al todo-terreno. Creo que grité. Me fijé en que sus sandalias avanzaban pesadamente por el pavimento y golpeaban sus talones callosos y negros. Me dolía respirar. Luego me encontré mirando el techo del Land Cruiser en el asiento trasero, la tapicería beis arrancada, escuchando el «ding, ding, ding» que advertía de una puerta abierta. Oí pasos acelerados alrededor del todoterreno. Farid y Sohrab intercambiaron unas palabras rápidas. Las puertas del todoterreno se cerraron y el motor cobró vida. El coche avanzó a trompicones y sentí una mano diminuta sobre mi frente. Oía voces en la calle, y a alguien que gritaba. Vi árboles que desfilaban borrosos a través de la ventanilla. Sohrab sollozaba. Farid seguía repitiendo: «Bismillah! Bismillah

Fue entonces cuando perdí el conocimiento.

23

Las caras asomaban entre la neblina, permanecían allí, se desvanecían. Miraban con atención, me hacían preguntas. Todos me hacían preguntas. ¿Sé quién soy? ¿Me duele en algún sitio? Sé quien soy y me duele por todas partes. Quiero decírselo, pero hablar me produce dolor. Lo sé porque hace algún tiempo, tal vez hace un año, tal vez dos, tal vez diez, intenté hablar con un niño que llevaba colorete en las mejillas y los ojos tiznados de negro. El niño. Sí, lo veo en este momento. Nos encontramos en el interior de algún tipo de vehículo, el niño y yo, y no creo que sea Soraya quien esté al volante porque Soraya no conduce tan rápido. Quiero decirle algo a ese niño… Parece muy importante que lo haga. Pero no recuerdo lo que quiero decirle, ni por qué es tan importante. Tal vez lo que quiero decirle es que deje de llorar, que todo irá bien a partir de ahora. Tal vez no. Por alguna razón que no comprendo quiero darle las gracias al niño.

Caras. Todos llevan gorros verdes. Aparecen y desaparecen de mi vista. Hablan muy deprisa y usan palabras que no comprendo. Oigo otras voces, otros sonidos, pitidos y alarmas. Y más caras. Me miran con atención. No recuerdo ninguna de ellas, excepto la que lleva gomina en la cabeza y el bigote a lo Clark Gable, el que tiene en el gorro una mancha oscura con la forma de África. El señor Estrella de Telenovela. Es gracioso. Quiero reír. Pero reír también me duele.

Me desvanezco.

•••

Dice que se llama Aisha, «como la mujer del profeta». Su cabello canoso está peinado con raya en medio y recogido en una cola de caballo; en la nariz lleva prendido un adorno que tiene forma de sol. Sus gafas bifocales le hacen los ojos más grandes. También va vestida de verde y tiene las manos suaves. Ve que la miro y sonríe. Dice algo en inglés. Algo se me clava en un lado del pecho. Me desvanezco.

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