– Veo que, después de todo, esto puede acabar resultando divertido -dijo riendo con disimulo-. Hay cosas que los traidores como tú nunca comprenden.
– ¿Como qué?
A Assef se le contrajo la frente.
– Como el orgullo que se siente por la gente, por las costumbres, por el idioma. Afganistán es como una mansión preciosa llena de basura, y alguien tiene que sacarla fuera.
– ¿Era eso lo que hacías en Mazar, yendo de puerta en puerta? ¿Sacar la basura?
– Precisamente.
– En Occidente existe una expresión para eso -dije-. Lo llaman limpieza étnica.
– ¿De verdad? -La cara de Assef se iluminó-. Limpieza étnica. Me gusta. Me gusta cómo suena.
– Lo único que yo quiero es al niño.
– Limpieza étnica -murmuró Assef, saboreando las palabras.
– Quiero al niño -repetí.
Los ojos de Sohrab me miraron un instante. Eran ojos de cordero degollado. Llevaban incluso el rímel… Recordé entonces cómo el día del Eid de qorban, en el jardín de casa, el mullah pintaba con rímel los ojos del cordero y le daba un terrón de azúcar antes de cortarle el cuello. Creí ver una súplica en los ojos de Sohrab.
– Explícame por qué -dijo Assef. Cogió con los dientes el lóbulo de la oreja del muchacho y lo soltó. Le caían gotas de sudor por la frente.
– Eso es asunto mío.
– ¿Qué quieres hacer con él? -me preguntó. Luego dejó escapar una sonrisa coqueta-. O hacerle…
– Eso es repugnante.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has probado?
– Quiero llevármelo a un lugar mejor.
– Explícame por qué.
– Eso es asunto mío -insistí. No sabía qué era lo que me impulsaba, lo que me daba valor para mostrarme tan seco, tal vez el hecho de saber que iba a morir igualmente.
– Me pregunto -dijo Assef- por qué has venido hasta aquí, Amir, por qué has hecho un viaje tan largo por un hazara. ¿Por qué estás aquí? ¿Cuál es la verdadera razón por la que has venido?
– Tengo mis motivos.
– Muy bien, pues -dijo Assef con una sonrisa de sarcasmo.
Dio un empujón en la espalda a Sohrab, que fue a chocar contra la mesa, volcándola. Sohrab cayó de bruces sobre las uvas que se habían esparcido por el suelo y se manchó de morado la camisa. Las patas de la mesa, cruzadas por el anillo de bolas de acero, quedaron apuntando hacia el techo.
– Llévatelo -repuso Assef. Ayudé a Sohrab a incorporarse y sacudí los trozos de uva que se le habían quedado pegados en los pantalones como percebes a las rocas-. Venga, llévatelo -añadió Assef señalando la puerta.
Le di la mano a Sohrab. Era pequeña; la piel, seca y callosa. Sus dedos se movieron y se entrelazaron con los míos. Vi de nuevo a Sohrab en la fotografía, cómo su brazo se sujetaba a la pierna de Hassan, cómo su cabeza descansaba en la cadera de su padre. Ambos estaban sonrientes. Mientras atravesamos la habitación sonaron las campanillas.
Llegamos hasta la puerta.
– Naturalmente -dijo Assef a nuestras espaldas-, no he dicho que podías llevártelo gratis.
Yo me volví.
– ¿Qué quieres?
– Debes ganártelo.
– ¿Qué quieres?
– Tú y yo tenemos un asunto pendiente -dijo Assef-. Lo recuerdas, ¿verdad?
¡Cómo no iba a recordarlo! Yo nunca olvidaría el día siguiente al golpe de Daoud Kan. Desde entonces, siempre que oía mencionar el nombre de Daoud Kan veía a Hassan apuntando a Assef con su tirachinas y diciéndole que, si se movía, tendrían que llamarle Assef el tuerto en lugar de Assef Goshkhor. Recuerdo la envidia que había sentido yo ante la valentía de Hassan. Assef se había echado atrás, prometiendo que se vengaría de los dos. Había mantenido su promesa con Hassan. Y ahora me tocaba el turno a mí.
– Está bien -dije, sin saber qué otra cosa podía decir. No estaba dispuesto a suplicar, pues lo único que habría conseguido sería dulcificarle aún más el momento.
Assef reclamó de nuevo la presencia de los guardias en la habitación.
– Escuchadme bien -les dijo-. Ahora voy a cerrar la puerta porque quiero saldar un pequeño asunto que tengo pendiente con este hombre. Oigáis lo que oigáis, ¡no paséis! ¿Me habéis oído? ¡No quiero que entréis!
Los guardias hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza. Miraron primero a Assef y luego a mí.
– Sí, agha Sahib.
– Cuando todo haya terminado, sólo uno de los dos saldrá con vida de esta habitación -añadió Assef-. Si es él, se habrá ganado su libertad y lo dejaréis ir libremente, ¿me habéis comprendido?
El guardia mayor cambió el peso del cuerpo a la otra pierna.
– Pero agha Sahib…
– ¡Si es él, lo dejaréis ir! -vociferó Assef.
Los dos hombres se encogieron de hombros y movieron la cabeza afirmativamente. Cuando se volvieron para irse, uno de ellos se dirigió hacia Sohrab.
– Que se quede -dijo Assef. Sonrió-. Que mire. A los niños les van muy bien las lecciones.
Cuando los guardias desaparecieron, Assef dejó el rosario y hurgó en el bolsillo interior de su chaleco negro. No me sorprendió en absoluto lo que extrajo de él: una manopla de acero inoxidable.
Lleva gomina en el pelo y por encima de sus gruesos labios luce un bigote a lo Clark Cable. La gomina ha traspasado el gorro de quirófano de papel verde originando una mancha oscura que tiene la forma de África. Recuerdo eso de él. Eso y la medalla de oro que cuelga de su cuello moreno. Me observa fijamente, habla muy deprisa en un idioma que no comprendo, urdu, creo. Mis ojos siguen fijos en su nuez, que sube y baja, sube y baja; quiero preguntarle su edad (parece muy joven, como un actor de una telenovela extranjera), pero lo único que soy capaz de murmurar es: «Creo que le di una buena zurra. Creo que le di una buena zurra.»
No sé si le di a Assef una buena zurra. No lo creo. ¿Cómo podía haberlo hecho? Era la primera vez que me peleaba con alguien. No había dado un solo puñetazo en toda mi vida.
Mi recuerdo de la pelea con Assef es increíblemente vívido a fragmentos: recuerdo a Assef poniendo música antes de ponerse la manopla de acero. La alfombra de oración, la que tenía el dibujo de una Meca oblonga, se soltó de la pared en un momento determinado y aterrizó sobre mi cabeza; el polvo que levantó me hizo estornudar. Recuerdo a Assef lanzándome uvas a la cara, sus gruñidos entre dientes relucientes de saliva, sus ojos inyectados en sangre con pupilas que giraban sin parar. En cierto momento el turbante se le cayó al suelo y debajo de él asomaron mechones de cabello rubio y rizado que le llegaban hasta el hombro.
Y el final, naturalmente. Eso sigo viéndolo con una claridad meridiana. Y siempre será así.
Lo que recuerdo básicamente es lo siguiente: su manopla de acero brillando a la luz del atardecer; lo fría que resultaba en los primeros golpes y lo rápido que mi sangre la hizo entrar en calor. Que me arrojaron contra la pared, y el pinchazo en la espalda provocado por un clavo que en su día habría sujetado algún cuadro. Los gritos de Sohrab. Tabla, armonio, una dil-roba. Que me lanzaron contra la pared nuevamente. Que la manopla me destrozaba la mandíbula. Los golpes entre los propios dientes, tener que tragármelos, pensar en las innumerables horas que había pasado aplicándome hilo dental y cepillándolos. Que me tiraran una vez más contra la pared. Tendido en el suelo, la sangre del labio superior, partido, manchaba la alfombra de color malva, el dolor me desgarraba el vientre, me preguntaba cuándo sería capaz de respirar de nuevo. El sonido de mis costillas partiéndose como las ramas de los árboles que Hassan y yo rompíamos para convertirlas en espadas y luchar como Simbad en aquellas viejas películas. Sohrab gritando. Mi cara golpeando la esquina de la mesita del televisor. De nuevo el sonido de algo partiéndose, esta vez justo debajo del ojo izquierdo. Música. Sohrab gritando. Dedos que me tiraban del pelo hacia atrás, el centelleo del acero inoxidable. Ahí estaba. De nuevo aquel sonido de algo partiéndose, en ese momento en la nariz. Morder de dolor, percatarme de que mis dientes no encajaban como antes. Patadas. Sohrab gritando.