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– Existe sólo lo que hacemos y lo que no hacemos -dije.

Rahim Kan se echó a reír.

– Acabas de hablar igual que tu padre. Lo echo mucho de menos. Pero es la voluntad de Dios, Amir jan. Créeme. -Hizo una pausa-. Además, hay otra razón por la que te he pedido que vengas. Quería verte antes de irme, sí, pero hay algo más.

– Dime.

– Ya sabes que durante muchos años viví en casa de tu padre después de que os marchaseis…

– Sí.

– No estuve solo. Hassan estuvo viviendo conmigo.

– ¡Hassan! -exclamé con un suspiro.

¿Cuándo había sido la última vez que había pronunciado su nombre? Las púas espinosas de la culpabilidad volvían a acecharme una vez más, como si al pronunciar su nombre hubiese roto un hechizo y las hubiera liberado para que me atormentaran de nuevo. De pronto, el ambiente del pequeño piso de Rahim Kan se tornó sofocante, excesivamente cargado con los olores de la calle.

– Pensé en escribirte y contártelo, pero no estaba seguro de que quisieras saberlo. ¿Me equivocaba?

La verdad era «No». La mentira era «Sí». Me decidí por la solución intermedia.

– No lo sé.

Tosió de nuevo y escupió sangre en el pañuelo. Cuando agachó la cabeza para escupir, observé unas costras inflamadas de color miel en su nuca.

– Te he hecho venir porque quiero pedirte algo. Quiero pedirte que hagas algo por mí. Pero antes de hacerlo, quiero contarte algunas cosas sobre Hassan. ¿De acuerdo?

– Sí -murmuré.

– Quiero contártelo todo. ¿Me escucharás?

Moví la cabeza en un gesto de asentimiento.

Entonces Rahim Kan dio un nuevo sorbo a su té, apoyó la cabeza en la pared y empezó a hablar.

16

Hubo muchas razones por las que me desplacé a Hazarajat en 1986 con el objetivo de encontrar a Hassan. La más importante de ellas, que Alá me perdone, era que estaba solo. Por aquel entonces, la mayoría de mis amigos y familiares o bien habían muerto o habían huido del país hacia Pakistán o Irán. Apenas conocía ya a nadie en Kabul, la ciudad donde había vivido toda mi vida. Todos habían huido. Si paseaba por el barrio de Kateh-Parwan, donde solían ponerse los vendedores de melones -¿lo recuerdas?-, ya no reconocía a nadie. No tenía a nadie a quien saludar, nadie con quien sentarme para tomar un chai, nadie con quien compartir historias, sólo soldados roussi patrullando por las calles. De modo que, al final, dejé de salir a pasear por la ciudad. Pasaba los días en la casa de tu padre, arriba, en el despacho, leyendo los viejos libros de tu madre, escuchando las noticias, viendo la propaganda comunista que emitían por televisión. Luego rezaba el namaz, me cocinaba cualquier cosa, comía, leía un poco más, volvía a rezar y me acostaba. Al día siguiente, me levantaba, rezaba y volvía a hacer otra vez lo mismo.

Y con mi artritis, me resultaba cada día más complicado mantener la casa. Me dolían las rodillas y la espalda… Cuando me levantaba por la mañana, necesitaba como mínimo una hora para deshacerme de la rigidez de las articulaciones, sobre todo en invierno. No quería que la casa de tu padre cayera en decadencia; todos nos lo habíamos pasado muy bien en aquella casa Tantos recuerdos, Amir jan… No estaba bien… Tu padre había diseñado personalmente la casa; había significado mucho para él; además, yo le había prometido que cuidaría de ella cuando él y tú huisteis a Pakistán. Sólo quedábamos la casa y yo… Yo hacía lo que podía, intentaba regar los árboles con frecuencia, cortar el césped, cuidar las flores, reparar cosas, pero había dejado de ser una persona joven.

De todos modos, habría podido arreglármelas. Al menos durante un tiempo más. Pero cuando me llegó la noticia del fallecimiento de tu padre… sentí, por vez primera, una soledad terrible en aquella casa. Un vacío horrible.

Así que un día llené el Buick de gasolina y me dirigí a Hazarajat. Recordaba que, cuando Alí se despidió de la casa, tu padre me había contado que él y Hassan se habían trasladado a un pequeño pueblo situado en las afueras de Bamiyan. Yo sabía que Alí tenía un primo allí. Lo que no sabía era si Hassan seguiría allí ni si alguien lo conocería y podría decirme su paradero. Al fin y al cabo, habían pasado diez años desde que Alí y Hassan habían abandonado la casa de tu padre. En 1986, Hassan sería un hombre adulto, tendría veintidós o veintitrés años…, si es que seguía con vida. Los shorawi, que se pudran en el infierno por hacer lo que hicieron con nuestros watan, mataron a tantos jóvenes… Bueno, eso no es necesario que te lo cuente.

Pero, con la ayuda de Dios, lo encontré allí. Me costó muy poco, me limité a formular unas cuantas preguntas en Bamiyan y la gente me indicó el pueblo. No me acuerdo de cómo se llamaba, ni siquiera si tenía un nombre. Pero recuerdo que era un día de verano abrasador y que llegué hasta allí por un camino de tierra, lleno de baches, con nada alrededor excepto unos arbustos chamuscados por el sol, troncos de árboles torcidos y llenos de espinas y hierba seca de color pajizo. Pasé junto a un asno muerto que estaba pudriéndose junto al camino. Luego, después de una curva, en medio de aquella tierra desolada, apareció un grupo de casas de adobe. Más allá de ellas no había más que el cielo y unas montañas serradas como dientes.

La gente de Bamiyan me había dicho que lo encontraría fácilmente porque vivía en la única casa del pueblo que tenía un jardín vallado. El muro de adobe, bajo y plagado de agujeros, rodeaba la totalidad de una casita que en realidad era poco más que una cabaña. En la calle había unos niños descalzos que jugaban a golpear una pelota de tenis rota con un palo. En cuanto me detuve y apagué el motor, se pararon a mirarme. Llamé a la puerta de madera y pasé a un jardín donde no se veía más que unas cuantas fresas secas y un limonero pelado. A la sombra de una acacia había un tandoor y un hombre agachado junto a él que en ese momento colocaba la masa sobre una gran espátula de madera y la aplastaba contra las paredes del tandoor. Al verme soltó la masa. Tuve que pedirle que parara de darme besos en las manos.

– Deja que te vea -dije, y él dio un paso hacia atrás.

Estaba altísimo… Yo me ponía de puntillas y no le llegaba ni a la barbilla. El sol de Bamiyan le había curtido la piel y la tenía más oscura de lo que yo la recordaba; había perdido algunos dientes. En la barbilla le asomaba algún pelo. Por lo demás, tenía los mismos ojos verdes rasgados, la cicatriz en el labio superior, la cara redonda, la sonrisa amable. Lo habrías reconocido, Amir jan. Estoy seguro.

Entramos en la casa. En un rincón había una joven mujer hazara de piel clara cosiendo un chal. Era evidente que estaba embarazada.

– Es mi esposa, Rahim Kan -dijo Hassan con orgullo-. Se llama Farzana jan.

Era una mujer tímida, así que se dirigió a mí cortésmente en un tono de voz apenas más elevado que un susurro y no levantó sus preciosos ojos avellana para que no se cruzaran con los míos. Pero, por el modo en que miró a Hassan, bien podría haberse dicho que estaba sentado en el trono de la antigua ciudadela de Teherán, Ark.

– ¿Cuándo llegará el bebé? -pregunté una vez que todos nos instalamos.

Las paredes de la habitación eran de adobe y no había más mobiliario que una alfombra vieja, unos cuantos platos, un par de colchones y una linterna.

– Inshallah, este invierno -contestó Hassan-. Rezo para que sea chico y pueda llevar el nombre de mi padre.

– Hablando de Alí, ¿dónde está?

Hassan bajó la vista. Me explicó que Alí y su primo, el antiguo propietario de la casa, habían tropezado con una mina antipersonas dos años atrás, en las afueras de Bamiyan. Ambos murieron en el acto. Una mina antipersonas. ¿Existe una manera más afgana de morir, Amir jan? Y por alguna estrambótica razón, estuve al instante completamente seguro de que había sido la pierna derecha de Alí, la pierna castigada por la polio, la que lo había traicionado y pisado la mina. Sentí una profunda tristeza al enterarme de la muerte de Alí. Tú padre y yo nos criamos juntos, como bien sabes, y recuerdo siempre a Alí a su lado. Recuerdo cuando éramos pequeños, el año en que Alí contrajo la polio y estuvo al borde de la muerte. Tu padre pasaba el día dando vueltas por la casa, llorando.

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