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Tomamos asiento en unas colchonetas que había en el suelo, enfrente de la ventana que dominaba la ruidosa calle de abajo. La luz del sol entraba sesgada y dibujaba un triángulo de luz sobre la alfombra afgana que cubría parte del suelo. Había dos sillas plegables apoyadas en una pared y un pequeño samovar de cobre en la esquina opuesta de la estancia. Serví té para los dos.

– ¿Cómo me has encontrado? -le pregunté.

– No es difícil encontrar a gente en América. Compré un mapa de Estados Unidos y pedí información en diversas ciudades del norte de California -dijo-. Resulta maravillosamente extraño verte como un hombre adulto.

Sonreí y puse tres terrones de azúcar en mi té. A él le gustaba negro y amargo, recordaba.

– Creo que Baba no te lo dijo, pero me casé hace quince años.

La verdad era que, por aquel entonces, el cáncer que atacaba el cerebro de Baba hacía que se olvidara de las cosas.

– ¿Estás casado? ¿Con quién?

– Se llama Soraya Taheri -Pensé en ella, que estaría en casa preocupada por mí. Me alegré de que no estuviese sola.

– Taheri… ¿De quién es hija? -Cuando se lo conté, se le iluminaron los ojos-. Oh, sí, ya me acuerdo. ¿No estaba el general Taheri casado con la hermana de Sharif jan? ¿Cómo se llamaba…?

– Jamila jan.

– Balay!-dijo, sonriendo-. Conocí a Sharif jan en Kabul, hace mucho tiempo, antes de que se fuera a América.

– Trabaja desde hace muchos años en el INS. Lleva muchos casos de afganos.

– Haiii -replicó con un suspiro-. ¿Tenéis hijos Soraya jan y tú?

– No.

– Oh. -Sorbió su té y ya no preguntó más. Rahim Kan era una de las personas con mayor instinto que he conocido.

Le expliqué muchas cosas sobre Baba, su trabajo, el mercadillo y cómo, al final, murió feliz. Le hablé de mis estudios, de mis libros (cuatro novelas publicadas hasta aquel momento). Sonrió y dijo que jamás había tenido dudas a ese respecto. Le conté que había escrito varios relatos breves en el cuaderno con tapas de piel que me había regalado, pero no se acordaba de él.

Inevitablemente, la conversación desembocó en el tema del movimiento talibán.

– ¿Es tan malo como dicen? -inquirí.

– No, es peor. Mucho peor. No te permiten ser humano. -Señaló una cicatriz sobre el ojo derecho que recortaba un camino sinuoso a través de una poblada ceja-. En mil novecientos noventa y ocho estaba presenciando un partido de fútbol en el Ghazi Stadium. Kabul contra Mazar-i-Sharif, creo. Por cierto, a los jugadores les habían prohibido jugar en pantalón corto. Una indecencia, supongo. -Soltó una carcajada de agotamiento-. Pues bien, el Kabul metió un gol y un hombre que estaba a mi lado lo celebró a gritos. De pronto, un joven barbudo que patrullaba por los pasillos, no tendría más de dieciocho años, vino hacia mí y me dio un golpe en la frente con la culata de su Kalashnikov. «¡Vuelve a hacerlo y te cortaré la lengua, viejo burro!», me dijo. -Rahim Kan se rascó la cicatriz con un dedo nudoso-. Yo podía ser su abuelo y allí estaba, sentado, con la sangre cayéndome a borbotones por la cara y pidiéndole perdón a aquel hijo de perra.

Le serví otro té. Rahim Kan me contó más cosas. La mayoría las sabía, algunas no. Me contó que, tal y como habían acordado con Baba, había vivido en casa de mi padre hasta 1981. Eso lo sabía. Baba le había «vendido» la casa a Rahim poco antes de que huyéramos de Kabul. Tal y como lo veía Baba en aquella época, los problemas de Afganistán eran sólo una interrupción temporal de nuestra forma de vida; los días de fiestas en la casa de Wazie Akbhar Kan y los picnics en Paghman volverían, con toda seguridad. Por eso le había dejado la casa a Rahim Kan, para que la guardara hasta que llegara ese día.

Rahim Kan me explicó cómo, cuando la Alianza del Norte asumió el mando de Kabul entre 1992 y 1996, las diferentes facciones reclamaron distintas partes de la ciudad.

– Si ibas de la zona del Shar-e-Nau a Kerteh-Parwan para comprar una alfombra, te arriesgabas a ser víctima de la bala de un francotirador o a que te volase la cabeza un misil… Eso si conseguías superar todos los controles, claro. Prácticamente se necesitaba un visado para moverse de un barrio a otro. De modo que la gente no se movía y se limitaba a rezar para que el siguiente misil no cayera en su casa.

Me contó que la gente practicaba agujeros en las paredes de sus casas para desplazarse de boquete en boquete y así evitar el peligro de las calles. En algunas zonas, la gente se desplazaba a través de túneles subterráneos.

– ¿Por qué no huiste? -le pregunté.

– Kabul era mi hogar. Y sigue siéndolo -añadió bruscamente-. ¿Recuerdas la calle que iba desde tu casa hasta la Qish-la y los barracones militares que había cerca de la escuela de enseñanza media de Istiqlal?

– Sí.

Era el atajo para ir al colegio. Recordé el día en que Hassan y yo pasamos por allí y los soldados se burlaron de la madre de Hassan. Después, en el cine, Hassan había llorado y yo le había rodeado el hombro con mi brazo.

– Cuando los talibanes aplastaron y expulsaron de Kabul a la Alianza, bailé literalmente en la calle -dijo Rahim Kan- Y, créeme, no era el único. La gente lo celebraba en Chaman, en Deh-Mazang, por todas partes daban la bienvenida a los talibanes, subían a sus tanques y posaban para hacerse fotos con ellos. La gente estaba cansada de las continuas batallas, de los misiles, de los tiroteos, de las explosiones, cansada de ver a Gulbuddin y sus secuaces disparar contra cualquier cosa que se moviera. La Alianza hizo más daño a Kabul que los shorawi. Destruyeron el orfanato de tu padre, ¿lo sabías?

– ¿Por qué? ¿Por qué tenían que destruir un orfanato?

Recordé el día de la inauguración, cuando el viento se llevó volando el sombrero de mi padre. Todo el mundo se reía, luego se pusieron en pie y aplaudieron cuando Baba terminó el discurso. Y ahora el edificio había quedado reducido a otro montón de escombros. Todo el dinero que Baba había gastado, todas aquellas noches sudando con los bocetos, todas las visitas a la obra para asegurarse de que cada ladrillo, cada viga y cada pieza eran colocados donde debían…

– Daños colaterales -dijo Rahim Kan-. No puedes imaginarte, Amir jan, lo que fue escudriñar los escombros de aquel orfanato. Había restos de niños…

– Así que cuando llegaron los talibanes…

– Eran héroes -concluyó Rahim Kan.

– Paz, por fin.

– Sí, la esperanza es una cosa extraña. Paz, por fin. Pero ¿a qué precio?

En aquel momento le sobrevino a Rahim Kan un violento ataque de tos que sacudió su cuerpo de un lado a otro. Cuando escupió en el pañuelo, vi inmediatamente que se teñía de rojo. Pensé que era un momento tan bueno como cualquier otro para hacer frente a la tensión que se mascaba entre nosotros.

– ¿Cómo estás? -le pregunté-. Quiero decir de verdad, ¿cómo estás?

– Muriéndome… -respondió con un gorjeo. Otro ataque de tos. Más sangre en el pañuelo. Se secó la boca y con la manga traspasó el sudor de la frente de una sien a la otra. Me miró de reojo, asintió con la cabeza y supe que acababa de leer la siguiente pregunta que yo tenía en mente-. Me queda poco tiempo -respiró.

– ¿Cuánto?

Se encogió de hombros y tosió de nuevo.

– No creo que llegue a ver el final de este verano.

– Permite que te lleve a casa conmigo. Puedo encontrarte un buen médico. Descubren nuevos tratamientos constantemente. Hay fármacos nuevos y tratamientos experimentales, podríamos intentarlo… -Estaba divagando y lo sabía. Pero era mejor que llorar, que era lo que, de todos modos, probablemente acabaría haciendo. Rió entre dientes, dejando con ello a la vista la ausencia de los incisivos inferiores. Era la risa más agotada que había oído en mi vida.

– Ya veo que América te ha infundido el optimismo que tan grande la ha hecho. Eso está muy bien. Los afganos somos gente melancólica, ¿verdad? Nos sumimos con excesiva frecuencia en el ghamkhori y sentimos lástima por nosotros mismos. Nos rendimos a la pérdida, al sufrimiento, lo aceptamos como un hecho de la vida, lo vemos incluso como necesario. «Zendagi migzara», decimos, la vida continúa. Pero en este caso no me rindo al destino, yo soy un hombre pragmático. He visitado a varios médicos buenos y todos me han dado la misma respuesta. Confío y creo en ellos. Existe una cosa que es la voluntad de Dios.

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