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»Padar acabó encontrándonos. Apareció en la puerta y… me obligó a regresar a casa. Me puse histérica. Grité. Vociferé. Le dije que lo odiaba…

»Regresé a casa y… -estaba llorando-. Perdóname. -Oí que dejaba el auricular. Se sonó-. Lo siento -prosiguió con voz ronca-. Cuando volví a casa, me encontré con que mi madre había sufrido un ataque, tenía el lado derecho de la cara paralizado y… me sentí culpable. No se lo merecía.

»Padar preparó nuestro traslado a California poco después.

Siguió un silencio.

– ¿Cómo estáis ahora tú y tu padre? -le pregunté.

– Siempre hemos tenido nuestras diferencias, y todavía las tenemos, pero le agradezco que viniera a por mí aquel día. Creo de verdad que me salvó. -Hizo una pausa-. Bueno, ¿te molesta lo que te he contado?

– Un poco -contesté.

Le debía la verdad. No podía mentirle y decirle que mi orgullo, mi iftikhar, no estaba en absoluto dolido por el hecho de que hubiera estado con un hombre mientras yo nunca me había llevado a una mujer a la cama. Me molestaba un poco, pero había reflexionado sobre ello antes de pedirle a Baba que fuera de khastegari. Y la pregunta que acudía siempre a mi cabeza era la siguiente: ¿cómo puedo yo, de entre todas las personas del mundo, castigar a alguien por su pasado?

– ¿Te molesta lo bastante como para que cambies de idea?

– No, Soraya. Ni mucho menos. Nada de lo que has dicho cambia nada. Quiero que nos casemos.

Ella estalló en lágrimas.

La envidiaba. Su secreto estaba fuera. Lo había dicho. Le había hecho frente. Abrí la boca y estuve a punto de explicarle cómo había traicionado a Hassan, mentido y destruido una relación de cuarenta años entre Baba y Alí. Pero no lo hice. Sospechaba que había muchos aspectos en los que Soraya Taheri era mucho mejor persona que yo. La valentía era tan sólo uno de ellos.

13

Cuando a la tarde siguiente llegamos a casa de los Taheri para el lafz, la ceremonia del compromiso, tuve que aparcar el Ford en la acera de enfrente, pues la suya estaba ya atestada de coches. Yo llevaba el traje azul marino que me había comprado el día anterior, después de acompañar a Baba a casa, finalizado el khastegari. Me ajusté el nudo de la corbata en el retrovisor.

– Estás khoshteep -dijo Baba-. Muy guapo.

– Gracias, Baba. ¿Te encuentras bien? ¿Te sientes con fuerzas?

– ¿Con fuerzas? Es el día más feliz de mi vida, Amir -dijo con una sonrisa cansada.

Desde la puerta se oían las conversaciones, las risas y la música afgana de fondo. Me pareció que se trataba de un ghazal clásico interpretado por Ustad Sarahang. Toqué el timbre. Una cara se asomó entre las cortinas del recibidor y desapareció de inmediato.

– ¡Ya están aquí! -oí que anunciaba una voz femenina.

El parloteo se interrumpió y alguien apagó la música.

Kanum Taheri abrió la puerta.

– Salaam alaykum -gritó. Vi que se había hecho la permanente y lucía para la ocasión un elegante vestido negro hasta los tobillos. Se le humedecieron los ojos en cuanto puse el pie en el vestíbulo-. Apenas has entrado en casa y ya estoy llorando, Amir jan -dijo. Le estampé un beso en la mano, como Baba me había enseñado la noche anterior.

Nos condujo por un pasillo totalmente iluminado hasta el salón. De las paredes de paneles de madera colgaban fotografías de gente que se convertiría en mi nueva familia: una joven Kanum Taheri con el cabello rizado y el general, con las cataratas del Niágara como telón de fondo; Kanum Taheri, con un vestido sin costuras, y el general, con chaqueta ceñida con grandes solapas y corbatín, luciendo la totalidad de su pelo negro; Soraya a punto de subir a una montaña rusa de madera, saludando con la mano y sonriente, y con el sol centelleando en los hierros plateados que llevaba en los dientes. Una fotografía del general, uniformado de pies a cabeza, dando la mano al rey Hussein de Jordania. Un retrato del sha Zahir.

El salón estaba ocupado por cerca de dos docenas de invitados sentados en sillas colocadas junto a la pared. Todo el mundo se puso en pie en cuanto Baba entró. Dimos la vuelta a la habitación, Baba delante, lentamente, y yo detrás de él, estrechando manos y saludando a los invitados. El general, siempre con su traje gris, y Baba se abrazaron y se dieron amables golpecitos en la espalda. Intercambiaron sus «salaams» en voz baja y en tono respetuoso.

El general me saludó y luego se separó de mí a la distancia de un brazo, como diciendo: «Ésta es la manera correcta, la manera afgana de hacerlo, bachem.» A continuación, nos dimos tres besos en la mejilla.

Tomamos asiento en la abarrotada estancia. Baba y yo, el uno junto al otro, enfrente del general y su esposa. La respiración de Baba era algo irregular y a cada paso se secaba el sudor de la frente y la cabeza con el pañuelo. Se dio cuenta de que yo estaba mirándolo y consiguió esbozar una sonrisa forzada.

– Estoy bien -murmuró.

Siguiendo la tradición, Soraya no estaba presente.

Después de unos momentos de charla frívola, el general tosió para aclararse la garganta. El salón se quedó en silencio y todo el mundo bajó la vista en señal de respeto. El general miró a Baba.

Baba tosió también. Cuando empezó, no podía terminar las frases sin detenerse a respirar.

– General sahib, Kanum Jamila jan…, con gran humildad mi hijo y yo… hemos venido hoy a vuestra casa. Sois… gente honorable…, de familias distinguidas y con reputación y… un linaje orgulloso. Sólo vengo con un supremo ihtiram… y mis mayores respetos para vosotros, los nombres de vuestras familias y el recuerdo… de vuestros antepasados. -Dejó de hablar. Cogió aire. Se secó la frente-. Amir jan es mi único hijo…, mi único varón, y ha sido un buen hijo para mí. Espero que demuestre… ser merecedor de vuestra bondad. Os pido que nos honréis a Amir jan y a mí… y aceptéis a mi hijo en el seno de vuestra familia.

El general asintió educadamente.

– Nos honra dar la bienvenida a nuestra familia al hijo de un hombre como tú -dijo-. Tu reputación te precede. En Kabul yo era un humilde admirador tuyo y sigo siéndolo. Nos sentimos honrados de que tu familia y la mía se unan.

»En cuanto a ti, Amir jan, te doy la bienvenida a mi casa como a un hijo, como al esposo de mi hija, que es el noor de mis ojos. Tu dolor será nuestro dolor, tu alegría la nuestra. Espero que llegues a considerarnos a Khala Jamila y a mí como unos segundos padres, y rezo por tu felicidad y la de nuestra encantadora Soraya. Ambos tenéis nuestras bendiciones.

Todo el mundo aplaudió y después las cabezas se volvieron en dirección al pasillo. Llegaba el momento que yo había estado esperando.

Soraya apareció vestida con un maravilloso vestido tradicional afgano de color vino. Era de manga larga y llevaba adornos dorados. Baba me cogió la mano y me la apretó. Kanum Taheri lloraba a lágrima viva. Soraya se aproximó lentamente, seguida por una procesión de mujeres jóvenes de su familia.

Le besó a mi padre las manos. Por fin se sentó a mi lado, sin levantar la vista.

Los aplausos crecieron.

•••

Conforme a la tradición, la familia de Soraya debía celebrar la fiesta de compromiso, el Shirini-khori, o ceremonia de «comer los dulces». Luego vendría un período de compromiso que se prolongaría durante unos cuantos meses y finalmente llegaría la boda, que pagaríamos Baba y yo.

Llegamos al acuerdo de que Soraya y yo renunciaríamos al Shirini-khori. Todo el mundo conocía el motivo, así que nadie lo mencionó: que a Baba le quedaban pocos meses de vida.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos de la boda, Soraya y yo nunca salimos solos… Se consideraba inapropiado. Aún no estábamos casados y ni siquiera habíamos tenido un Shirini-khori. Así que tuve que contentarme con cenas en casa de los Taheri en compañía de Baba. Yo me sentaba a la mesa enfrente de Soraya imaginándome cómo sería sentir su cabeza apoyada en mi pecho y oler su cabello. Besarla. Hacerle el amor.

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