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Baba se gastó treinta y cinco mil dólares, prácticamente los ahorros de toda su vida, en el awroussi, la ceremonia de la boda. Alquiló un gran salón de banquetes afgano de Fremont (conocía de Kabul a su propietario, y éste le hizo un sustancioso descuento). Baba pagó las chilas, nuestros anillos de boda y la sortija de brillantes que yo escogí. Me compró el esmoquin y el vestido tradicional de color verde para el nika, la ceremonia del juramento.

De todos los frenéticos preparativos que acabaron en la noche de bodas (la mayoría, por suerte, llevados a cabo por Kanum Taheri y sus amigas), recuerdo únicamente algunos fragmentos.

Recuerdo nuestro nika. Nos sentamos en torno a una mesa. Soraya y yo íbamos vestidos de verde, el color del Islam, aunque también de la primavera y de los nuevos proyectos. Yo llevaba el traje tradicional, y Soraya, la única mujer en la mesa, lucía un vestido de manga larga e iba cubierta con un velo. Estaban también Baba, el general Taheri, de esmoquin, y varios tíos de Soraya. Ella y yo manteníamos los ojos bajos, solemnemente respetuosos; sólo de vez en cuando nos lanzábamos miradas furtivas. El mullah interrogó a los testigos y leyó el Corán. A continuación, pronunciamos los juramentos y firmamos los certificados. Un tío de Soraya que vivía en Virginia, Sharif jan, hermano de Kalium Taheri, se puso en pie y tosió para aclararse la voz. Soraya me había contado que llevaba más de veinte años viviendo en Estados Unidos. Era un hombre bajito, con cara de pájaro y cabello encrespado. Trabajaba para el INS y su esposa era norteamericana. Además, escribía poesía, y nos leyó un largo poema dedicado a Soraya que había garabateado en un papel de carta del hotel.

– ¡Wah wah, Sharif jan! -exclamaron todos cuando finalizó.

Luego me recuerdo vestido de esmoquin dirigiéndome al escenario con Soraya de la mano. Mi futura esposa llevaba un pari blanco con velo. Baba cojeaba a mi lado; el general y su esposa avanzaban junto a su hija. Una procesión de tíos, tías y primos seguía nuestro paso por el salón, partiendo en dos el mar de invitados que aplaudían y pestañeaban ante los flashes de las cámaras. Un primo de Soraya, el hijo de Sharif jan, sostenía un Corán sobre nuestras cabezas mientras avanzábamos lentamente. La canción de boda, Ahesta boro, resonaba en los altavoces, la misma canción que cantaba el soldado ruso en el puesto de control de Mahipar la noche en que Baba y yo abandonamos Kabul:

Convierte la mañana en una llave y arrójala al pozo,
ve despacio, encantadora luna, ve despacio.
Deja que el sol de la mañana se olvide de salir por el este,
ve despacio, encantadora luna, ve despacio.

Recuerdo estar sentado en el sofá que había en el escenario como si de un trono se tratara. La mano de Soraya unida a la mía, mientras nos observaban cerca de trescientas caras. Hicimos el Ayena Masshaf, nos entregaron un espejo y nos cubrieron la cabeza con un velo, de modo que sólo pudiéramos ver nuestra imagen reflejada en él. Cuando vi la cara sonriente de Soraya en el espejo, cobijado por la intimidad momentánea del velo, le susurré por primera vez que la quería. Un sofoco, rojo como la henna, le tiñó las mejillas.

Recuerdo bandejas llenas de colorido con chopan kabob, sholeh-goshti y arroz salvaje. Recuerdo hombres empapados en sudor bailando el tradicional attan en círculo, saltando, girando cada vez más rápido al ritmo enfebrecido de la tabla, hasta quedar agotados. Recuerdo haber deseado que Rahim Kan estuviese allí.

Y recuerdo haberme preguntado si también Hassan se habría casado. Y de haberlo hecho, ¿qué cara habría visto bajo el velo? ¿Qué manos pintadas de henna habría tomado entre las suyas?

Hacia las dos de la mañana la fiesta se trasladó del salón de banquetes al piso de Baba. Volvió a correr el té y la música sonó hasta que los vecinos llamaron a la policía. Más tarde, cuando faltaba menos de una hora para que saliese el sol y se habían marchado finalmente todos los invitados, Soraya y yo nos acostamos por vez primera. Había pasado mi vida rodeado de hombres. Aquella noche descubrí la ternura de una mujer.

Fue Soraya quien sugirió trasladarse a vivir con Baba y conmigo.

– Pensaba que querías que tuviésemos nuestra propia casa -le dije.

– ¿Con Kaka jan enfermo como está? -Sus ojos me decían que aquélla no era manera de empezar un matrimonio. La besé.

– Gracias.

Soraya se dedicó a cuidar de mi padre. Le preparaba las tostadas y el té por la mañana y lo ayudaba a subir y a bajar de la cama. Le daba los analgésicos, le lavaba la ropa y por la tarde le leía la sección internacional del periódico. A menudo le cocinaba su plato favorito, patatas shorwa -aunque él apenas comía unas pocas cucharadas-, y todos los días le llevaba a dar un breve paseo alrededor de la manzana. Y cuando quedó postrado en cama, le cambiaba de lado cada hora para que no se llagara.

Un día llegué a casa después de comprar en la farmacia las pastillas de morfina de Baba. Nada más cerrar la puerta, vi de reojo que Soraya ocultaba rápidamente algo debajo de las sábanas de Baba.

– ¡Lo he visto! ¿Qué estabais haciendo vosotros dos? -pregunté.

– Nada -respondió Soraya sonriendo.

– Mentirosa. -Levanté las sábanas de Baba-. ¿Qué es esto? -inquirí, aunque lo supe tan pronto como tuve en mis manos mi cuaderno de piel. Recorrí con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Recordé los fuegos artificiales de la noche en que Rahim Kan me lo regaló, la noche de mi decimotercer cumpleaños, los silbidos y las explosiones de los cohetes que formaban ramilletes rojos, verdes y amarillos.

– No puedo creer que puedas escribir así -me dijo Soraya.

Baba levantó la cabeza de la almohada.

– Se lo he dado yo. Espero que no te importe.

Le devolví el cuaderno a Soraya y salí de la habitación. Baba odiaba verme llorar.

Un mes después de la boda, los Taheri, Sharif, su esposa Suzy y varios tíos de Soraya fueron a cenar a nuestro piso. Soraya preparó sabzi challow (arroz blanco con espinacas y cordero). Después de cenar tomamos té verde y jugamos a las cartas repartidos en grupos de cuatro. Soraya y yo jugamos con Sharif y Suzy en la mesita de centro, junto al sofá donde estaba tumbado Baba, cubierto con una manta de lana. Me observaba bromear con Sharif, nos observaba a Soraya y a mí entrelazando los dedos, me observaba cuando le retiré de la cara un mechón de cabello. Yo veía su sonrisa interior, ancha como los cielos de Kabul en las noches en que los álamos se estremecen y el sonido de los grillos inunda los jardines.

Antes de medianoche, Baba nos pidió que lo ayudáramos a acostarse. Soraya y yo pasamos sus brazos por nuestros hombros y enlazamos las manos detrás de su espalda. Cuando lo acostamos, le dijo a Soraya que apagase la luz de la mesilla. Luego nos pidió que nos agachásemos y que le diéramos un beso.

– Te traeré la morfina y un vaso de agua, Kaka jan -dijo Soraya.

– Esta noche no -replicó él-. Esta noche no tengo dolor.

– De acuerdo -dijo ella. Le tapó con la manta y cerramos la puerta.

Baba nunca despertó.

En los alrededores de la mezquita de Hayward ya no quedaban plazas libres de aparcamiento. En el campo de hierba rala que había detrás del edificio, coches y vehículos todoterreno aparcaban en filas improvisadas. La gente se veía obligada a desplazarse cuatro o cinco manzanas al norte para encontrar un hueco.

La zona de hombres de la mezquita consistía en una gran sala cuadrada cubierta de alfombras afganas y cojines dispuestos en hileras. Los hombres entraron en fila, después de dejar los zapatos en la entrada, y se sentaron con las piernas cruzadas en los cojines. Un mullah cantó al micrófono suras del Corán. Yo me senté junto a la puerta, el lugar tradicionalmente destinado a la familia del fallecido. El general Taheri se sentó a mi lado.

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