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A través de la puerta abierta veía los coches que iban llegando. La luz del sol centelleaba en los parabrisas. Dejaban a los pasajeros, hombres con traje oscuro y mujeres vestidas de negro y con la cabeza cubierta con las tradicionales hijabs blancas.

Mientras las palabras del Corán resonaban en la sala, yo pensaba en la vieja historia de Baba luchando contra un oso negro en Baluchistán. Baba se había pasado la vida luchando contra osos. Perdiendo a su joven esposa. Criando él solo a un hijo. Abandonando su querido país, su watan. Pobreza. Indignidad. Al final, había llegado el oso al que no podía derrotar. Había perdido, sí, pero había sido él quien había establecido las reglas.

Al final de cada ronda de oraciones, los grupos de dolientes formaban una fila y me daban el pésame. Yo les estrechaba las manos sumisamente. A muchos de ellos apenas los conocía. Sonreía educadamente, les daba las gracias por sus buenos deseos y escuchaba lo que tuvieran que decir sobre Baba.

– …me ayudó a construir la casa en Taimani…

– …bendito sea…

– …no tenía a nadie a quien acudir y me prestó…

– …me encontró un trabajo…, apenas me conocía…

– …como un hermano para mí…

Escuchándolos, pensé en cuánto de lo que yo era había sido definido por Baba y por la impronta que él había dejado en la vida de la gente. Durante toda mi vida, yo había sido «el hijo de Baba». Y se había ido. Baba ya no volvería a enseñarme el camino; tendría que encontrarlo por mi cuenta.

Pensarlo me aterrorizaba.

Antes, en la pequeña zona del cementerio dedicada a los enterramientos musulmanes, había visto como metían a Baba en la fosa. El mullah y otro hombre entablaron una discusión sobre cuál era el ayat más apropiado del Corán para recitar en el cementerio. La situación se habría puesto fea si no hubiera intervenido el general Taheri. El mullah eligió finalmente un ayat y lo recitó, siendo víctima de las miradas desagradables del otro hombre. Observé cómo arrojaban la primera palada de tierra sobre la tumba. Luego me fui. Me dirigí al lado opuesto del cementerio y me senté a la sombra de un arce rojo.

Los últimos dolientes presentaron sus respetos y la mezquita se quedó vacía, a excepción del mullah, que estaba desconectando el micrófono y envolviendo su Corán en una tela verde. El general y yo salimos al exterior, al sol de última hora de la tarde. Bajamos las escaleras, pasamos junto a pequeños grupos de hombres que fumaban. Oí fragmentos de las conversaciones, un partido de fútbol que se celebraría el siguiente fin de semana en Union City, un nuevo restaurante afgano en Santa Clara… La vida continuaba ya, y dejaba a Baba atrás.

– ¿Cómo estás, bachem? -me preguntó el general Taheri.

Apreté los dientes. Me mordí sin conseguir que emergieran las lágrimas que habían estado amenazándome el día entero.

– Voy a buscar a Soraya -dije.

– De acuerdo.

Me dirigí a la zona de mujeres de la mezquita. Soraya estaba en las escaleras junto a su madre y un par de señoras que reconocí vagamente del día de la boda. Le hice una señal. Ella le dijo algo a su madre y se acercó a mí.

– ¿Podemos dar un paseo? -inquirí.

– Claro. -Me dio la mano.

Caminamos en silencio por un zigzagueante sendero de gravilla flanqueado por una hilera de arbustos bajos. Nos sentamos en un banco y observamos a una pareja de ancianos que estaban arrodillados junto a una tumba situada unas cuantas hileras más allá. En ese momento, depositaban un ramo de margaritas sobre la lápida.

– ¿Soraya?

– ¿Sí?

– Voy a echarlo de menos.

Me puso la mano en el regazo. La chila de Baba brillaba en su dedo anular. Detrás de ella, alejándose por Mission Boulevard, veía a todos los que habían asistido al funeral. Pronto nos marcharíamos también nosotros, y, por primera vez, Baba se quedaría completamente solo.

Soraya me atrajo hacia ella y por fin llegaron las lágrimas.

Soraya y yo no pasamos por el período de compromiso y, por esa razón, prácticamente todo lo que conocía sobre los Taheri lo supe después de entrar en la familia como casado. Supe, por ejemplo, que el general sufría una vez al mes migrañas cegadoras que le duraban casi una semana. Cuando aparecían los dolores de cabeza, el general entraba en su dormitorio, se desnudaba, apagaba la luz, cerraba la puerta con llave y no volvía a salir hasta que el dolor había remitido. Nadie tenía permiso para entrar, ni siquiera para llamar a la puerta. Finalmente, acababa saliendo, una vez más vestido con su traje gris, con olor a sueño y a sábanas y con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Supe por Soraya que él y Kanum Taheri dormían en habitaciones separadas desde que ella podía recordar. Supe también que era quisquilloso, por ejemplo cuando probaba el qurma que su esposa le servía. Resoplaba y lo empujaba para que se lo retirase. «Te prepararé otra cosa», decía Kanum Taheri, pero él la ignoraba, ponía cara larga y comía pan con cebolla. Soraya se enfadaba y su madre lloraba. Soraya me explicó que su padre tomaba antidepresivos. Supe que había mantenido a su familia gracias a la beneficencia y que en Estados Unidos nunca había trabajado; prefería aceptar los cheques en metálico que emitía el gobierno antes que degradarse con un trabajo inapropiado para un hombre de su categoría… Consideraba el mercadillo como una afición, una forma de relacionarse con sus compañeros afganos. El general creía que, tarde o temprano, Afganistán sería liberado, la monarquía restablecida y volverían a reclamar sus servicios. Por eso cada día se vestía con el traje gris, observaba el reloj de bolsillo y esperaba.

Supe que Kanum Taheri (a quien ahora llamaba Khala Jamila) había sido famosa en Kabul por su encantadora voz. A pesar de no haber cantado nunca como profesional, tenía talento para ello… Supe que era capaz de cantar canciones folklóricas, ghazals, incluso raga, normalmente de dominio exclusivo de los hombres. Pero por más que al general le gustara escuchar música (de hecho, tenía una considerable colección de cintas de ghazals clásicos interpretados por cantantes afganos e hindúes), consideraba que era mejor dejar su interpretación en manos de artistas de reputación inferior. Una de las condiciones que impuso el general al contraer matrimonio fue que ella nunca cantara en público. Soraya me explicó que su madre había querido cantar en la ceremonia de nuestra boda, una única canción, pero el general le lanzó una de sus miradas, con lo que el asunto quedó zanjado. Khala Jamila jugaba a la lotería una vez por semana y veía el programa de Johnny Carson todas las noches. Pasaba los días en el jardín, cuidando sus rosas, sus geranios, sus patateras y sus orquídeas.

Cuando me casé con Soraya, las flores y Johnny Carson pasaron a ocupar un lugar menos destacado. Yo era la nueva ilusión en la vida de Khala Jamila. A diferencia de los modales reservados y diplomáticos del general (él nunca me corregía cuando me dirigía a él como «general sahib»), Khala Jamila no guardaba como un secreto lo mucho que me adoraba. En primer lugar, escuché su impresionante lista de enfermedades, algo a lo que el general hacía oídos sordos desde hacía mucho tiempo. Soraya me contó que desde que su madre había sufrido el ataque, cada palpitación que sentía en el pecho era un infarto, cada articulación dolorida, el principio de una artritis reumatoide, y cada contracción en el ojo, un nuevo ataque. Recuerdo la primera vez que Khala Jamila me mencionó que tenía un bulto en la garganta.

– Mañana no iré a la universidad y la acompañaré al médico -le dije, a lo que el general me sonrió y repuso:

– Entonces será mejor que cuelgues los libros, bachem. Los cuadros médicos de tu Khala son como las obras de Rumi: llegan por volúmenes.

Pero no era tan sólo que hubiera encontrado a alguien dispuesto a escuchar sus monólogos sobre enfermedades. Yo creía firmemente que, aunque hubiera cogido un rifle y cometido una masacre, habría seguido disfrutando de su amor inquebrantable. Porque había liberado su corazón de la peor enfermedad. La había liberado del mayor miedo de cualquier madre afgana: que ningún khastegar honorable pidiera la mano de su hija. Que su hija se hiciera mayor sola, sin marido, sin hijos. Toda mujer necesitaba un marido. Aunque silenciara sus canciones.

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