Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El hombre del hoyo había quedado reducido a un amasijo de sangre y pedazos de tela. Tenía la cabeza doblada hacia delante, con la barbilla tocando el pecho. El talibán con las gafas de John Lennon jugueteaba con una piedra en las manos mientras observaba a un hombre que estaba agachado junto al hoyo. Éste presionaba el extremo de un estetoscopio contra el pecho de la víctima. Luego se retiró el estetoscopio de los oídos y sacudió la cabeza negativamente en dirección al talibán de las gafas de sol. La multitud protestó.

John Lennon se dirigió de nuevo hacia el montículo.

Cuando todo hubo terminado, y después de que, sin ningún tipo de ceremonia, cargaran en las dos camionetas los cadáveres ensangrentados, aparecieron varios hombres con palas y rellenaron rápidamente los agujeros. Uno de ellos intentó tapar las grandes manchas de sangre removiendo la tierra con el pie. Unos minutos más tarde, los equipos salían de nuevo al terreno de juego. Comenzaba la segunda parte.

La reunión quedó concertada para las tres de aquella misma tarde. Me sorprendió la inmediatez de la cita. Esperaba retrasos, como mínimo un interrogatorio, tal vez la inspección de nuestros documentos. Pero Farid me recordó lo poco oficiales que incluso los asuntos oficiales seguían siendo en Afganistán: lo único que tuvo que hacer fue decirle a uno de los talibanes del látigo que teníamos un asunto personal que tratar con el hombre de blanco. Farid y él intercambiaron unas palabras. El tipo del látigo asintió con la cabeza y gritó algo en pastún a un joven que había al lado del terreno de juego, el cual, a su vez, corrió hacia la portería sur, donde el talibán de las gafas de sol continuaba charlando con el mullah rechoncho que había ofrecido el sermón. Hablaron los tres y vi que el tipo de las gafas de sol miraba hacia arriba. Asintió con la cabeza y le dijo algo al oído al mensajero. Y el joven nos transmitió el mensaje.

Todo arreglado entonces. A las tres en punto.

22

Farid condujo el Land Cruiser por el camino de acceso a un caserón de Wazir Akbar Kan. Aparcó a la sombra de unos sauces que asomaban por encima de los muros que rodeaban una propiedad en la calle Quince, Sarak-e-Mehmana. La calle de los Invitados. Apagó el motor y permanecimos un minuto sentados, sin movernos, escuchando el tintineo que producía el motor al enfriarse, sin decir nada. Farid cambió de posición y jugueteó con las llaves que seguían colgando del contacto. Adiviné que estaba preparándose para decirme algo.

– Supongo que debo aguardarte en el coche -dijo finalmente con un tono que sonaba como a disculpa. No me miró-. Ahora es asunto tuyo. Yo…

Le di un golpecito en el brazo.

– Has hecho mucho más de lo que debías por lo que te he pagado. No espero que me acompañes.

Aunque deseaba no haber tenido que entrar solo. A pesar de todo lo que había aprendido de Baba, deseaba que en aquel momento hubiese estado a mi lado. Baba habría irrumpido por la puerta y exigido ver al responsable del lugar, y se habría meado en las barbas de cualquiera que se interpusiese en su camino. Pero hacía tiempo que Baba había muerto y se encontraba enterrado en la zona afgana de un pequeño cementerio de Hayward. Hacía un mes, Soraya y yo habíamos depositado un ramo de margaritas y freesias en su tumba. Ahora estaba solo.

Salí del coche y me encaminé hacia las enormes puertas de madera de la entrada. Llamé al timbre, pero no oí ningún sonido (la corriente eléctrica aún no se había restablecido) y tuve que llamar a la puerta con los nudillos. Un instante después escuché voces lacónicas al otro lado y aparecieron unos hombres armados con Kalashnikovs.

Miré de reojo a Farid, que estaba sentado al volante del coche, y gesticulé con la boca, sin hablar: «Volveré», aunque no estaba en absoluto seguro de si sería así.

Los hombres armados me cachearon de pies a cabeza, me palparon las piernas, me tocaron las ingles. Uno de ellos dijo algo en pastún y ambos rieron entre dientes. Cruzamos unas verjas. Los dos guardias me escoltaron a través de un césped bien cuidado; pasamos junto a una hilera de geranios y arbustos plantados junto a una pared. En el extremo del jardín había un antiguo pozo manual. Recordé que la casa de Kaka Homayoun en Jalalabad tenía un pozo de agua parecido a ese… Las gemelas, Fazila y Karima, y yo lanzábamos guijarros en su interior y escuchábamos el «plinc».

Subimos unos peldaños y entramos en un edificio grande y con escaso mobiliario. Atravesamos el vestíbulo (en una de las paredes había colgada una gran bandera afgana), me condujeron a la planta superior y me hicieron pasar a una habitación en la que había un par de sofás gemelos de color verde menta y un gran televisor en un rincón. De una de las paredes colgaba una alfombra de oración adornada con una Meca ligeramente oblonga. El mayor de los dos hombres utilizó el cañón de su arma para indicarme el sofá. Yo me senté y ellos abandonaron la habitación.

Crucé las piernas. Las descrucé. Permanecí sentado con las manos sudorosas apoyadas en las rodillas. ¿Parecería que estaba nervioso si adoptaba aquella posición? Uní las manos, pero decidí que esa pose era peor, así que me limité a cruzar los brazos sobre el pecho. Notaba que la sangre me palpitaba en las sienes. Me sentía amargamente solo. Los pensamientos me daban vueltas en la cabeza, pero no quería pensar en nada, porque la parte juiciosa de mi persona sabía que me había metido en una verdadera locura. Me encontraba a miles de kilómetros de distancia de mi esposa, sentado en una habitación donde me sentía como en una celda, esperando la llegada de un hombre al que había visto asesinar a dos personas aquel mismo día. Era una locura. Peor aún, era una irresponsabilidad. Existía una posibilidad muy real de que acabara convirtiendo a Soraya en biwa, viuda, a los treinta y seis años de edad. «Éste no eres tú, Amir -decía una parte de mí-. Eres un cobarde. Así te hicieron. Y eso no es tan malo, porque, al fin y al cabo, lo cierto es que nunca te has engañado a ese respecto. Ser cobarde no tiene nada de malo mientras vaya acompañado de la prudencia. Pero cuando el cobarde deja de recordar quién es…, que Dios lo ayude.»

Junto al sofá había una mesita de centro. Tenía la base en forma de X y unas bolas de acero del tamaño de una nuez adornaban el anillo donde se cruzaban las patas metálicas. Yo había visto antes una mesa igual que ésa. ¿Dónde? Y entonces me acordé: en la casa de té de Peshawar, la noche que salí a dar una vuelta. Sobre la mesa, un bol con racimos de uvas negras. Arranqué una y me la metí en la boca. Tenía que distraerme con algo, cualquier cosa, para silenciar la voz de mi cabeza. La uva era dulce. Comí otra sin saber que sería el último alimento sólido que comería en mucho tiempo.

Se abrió la puerta y aparecieron de nuevo los dos hombres armados y, entre ellos, el talibán alto vestido de blanco, todavía con las gafas oscuras de John Lennon. Tenía el aspecto de un fornido gurú místico del movimiento New Age.

Tomó asiento delante de mí y descansó las manos en los reposabrazos. Permaneció en silencio durante un buen rato, mirándome, tamborileando con una mano en la tapicería, y con la otra pasando las cuentas de un rosario azul turquesa. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro del que colgaba un reloj de oro. Observé que en la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Encontré malsanamente fascinante que no se hubiese cambiado de ropa después de las ejecuciones realizadas a primera hora de aquel mismo día.

De cuando en cuando, dejaba flotar la mano libre y golpeaba algo en el aire con sus gruesos dedos. Realizaba movimientos lentos, de arriba abajo, de izquierda a derecha, como si estuviese acariciando una mascota invisible. Una de las mangas se le bajó y observé que tenía unas marcas en el antebrazo… Las mismas que había visto en algunos vagabundos que vivían en los mugrientos callejones de San Francisco.

61
{"b":"113528","o":1}