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Su piel tenía un tono mucho más pálido que la de los otros dos hombres, era casi cetrina, y en su frente, justo en el filo del turbante negro, brillaban diminutas gotas de sudor. La barba, que le llegaba hasta el pecho, como a los demás, era también de un color más claro, como de un rubio sucio.

– Salaam alaykum -dijo.

– Salaam.

– Ya puedes deshacerte de ella -me ordenó.

– ¿Perdón?

Volvió la mano hacia uno de los hombres armados e hizo un gesto. «Rrrriiip.» De repente noté que me ardían las mejillas; el guardia tenía mi barba en las manos y la lanzaba arriba y abajo, riendo. El talibán sonrió.

– Es una de las mejores que he visto últimamente. Pero creo que es mejor así, ¿no te parece? -Giró la mano, chasqueó los dedos y abrió y cerró el puño-. Y bien, ¿te ha gustado el espectáculo de hoy?

– ¿Qué se supone que era eso? -le pregunté frotándome las mejillas, con la esperanza de que mi voz no traicionase la explosión de terror que sentía en mi interior.

– La justicia pública es el mayor espectáculo que existe, hermano mío. Drama. Suspense. Y lo mejor de todo, educación en masa. -Chasqueó los dedos. El más joven de los dos guardias le encendió un cigarrillo. El talibán soltó una carcajada. Murmuró para sus adentros. Le temblaban las manos y a punto estuvo de tirar el cigarrillo-. Pero si querías espectáculo de verdad, deberías haber estado conmigo en Mazar. Eso fue en agosto de mil novecientos noventa y ocho.

– ¿Cómo?

– ¿Sabes? Les soltamos a los perros.

Vi adonde quería llegar.

Se puso en pie, dio una vuelta al sofá, dos. Volvió a sentarse. Hablaba a toda velocidad.

– Íbamos puerta por puerta y hacíamos salir a los hombres y a los niños. Les pegábamos un tiro allí mismo, delante de sus familias. Para que lo viesen. Que recordasen quiénes eran, a qué lugar pertenecían. -Jadeaba casi-. A veces rompíamos las puertas y entrábamos en las casas. Y… yo… yo descargaba el cargador entero de la ametralladora y disparaba y disparaba hasta que el humo me cegaba. -Se inclinó hacia mí, como quien está a punto de compartir un gran secreto-. Nadie puede conocer el significado de la palabra «liberación» hasta que se libera, hasta que se planta en una habitación llena de blancos y deja volar las balas, libre de sentimiento de culpa y de remordimiento, consciente de ser virtuoso, bueno y decente. Consciente de estar haciendo el trabajo de Dios. Resulta imponente. -Besó las cuentas del rosario y ladeó la cabeza-. ¿Lo recuerdas, Javid?

– Sí, agha Sahib -respondió el más joven de los guardias-. ¿Cómo podría olvidarlo?

Había leído en los periódicos acerca de la masacre de hazaras que tuvo lugar en Mazar-i-Sharif. Se había producido inmediatamente después de que los talibanes ocuparan Mazar, una de las últimas ciudades en caer. Me acordé de cuando Soraya me pasó el artículo mientras desayunábamos. Tenía la cara blanca como el papel.

– Puerta por puerta. Sólo descansábamos para comer y rezar -dijo el talibán. Lo contaba con fervor, como quien describe una fiesta a la que ha asistido-. Dejábamos los cuerpos en las calles, y si sus familias trataban de salir a hurtadillas para arrastrarlos a sus casas, les disparábamos también. Los dejamos en las calles durante días. Los dejamos para los perros. Comida de perros para perros. -Sacudió el cigarrillo. Se restregó los ojos con las manos temblorosas-. ¿Vienes de América?

– Sí.

– ¿Cómo está esa puta últimamente?

Sentí de pronto una necesidad tremenda de orinar. Recé para que se me pasara.

– Estoy buscando a un niño.

– ¿No es eso lo que hace todo el mundo? -dijo. Los hombres de los Kalashnikovs se echaron a reír. Tenían los dientes manchados de verde de mascar tabaco.

– Tengo entendido que está aquí, contigo -añadí-. Se llama Sohrab.

– Voy a preguntarte una cosa. ¿Qué estás haciendo con esa puta? ¿Por qué no estás aquí, con tus hermanos musulmanes, sirviendo a tu país?

– Llevo mucho tiempo fuera -fue lo único que se me ocurrió responder.

Me ardía la cabeza. Junté las rodillas con fuerza para retener mejor la vejiga. El talibán se volvió hacia los dos hombres que seguían en pie junto a la puerta.

– ¿Es ésa una respuesta? -les preguntó.

– Nay, agha Sahib -contestaron al unísono sonriendo.

Luego me miró a mí y se encogió de hombros.

– No es una respuesta, dicen. -Dio una calada al cigarrillo-. Entre mi gente hay quien piensa que abandonar el watan cuando más nos necesita equivale a una traición. Podría hacerte arrestar por traición, incluso matarte. ¿Te asusta eso?

– Sólo estoy aquí por el niño.

– ¿Te asusta eso?

– Sí.

– Debería -dijo. Se recostó en el sofá y sacudió el cigarrillo.

Pensé en Soraya. Eso me calmó. Pensé en su marca de nacimiento en forma de hoz, en la elegante curva de su cuello, en sus ojos luminosos. Pensé en nuestra boda, cuando contemplamos nuestro reflejo en el espejo bajo el velo verde, y en cómo se sonrojaron sus mejillas cuando le susurré que la quería. Me acordé de cuando los dos bailamos una vieja canción afgana, dando vueltas y más vueltas, mientras los demás nos miraban y aplaudían. El mundo no era más que un contorno borroso de flores, vestidos, esmóquins y caras sonrientes.

El talibán estaba diciendo algo.

– ¿Perdón?

– He dicho que si te gustaría verlo. ¿Te gustaría ver a mi niño? -Hizo una mueca con el labio superior cuando pronunció esas últimas dos palabras.

– Sí.

Uno de los guardias abandonó la habitación. Oí el ruido de una puerta que se abría y al guardia, que decía algo en pastún, con voz ronca. Luego, pisadas y un tintineo de campanas a cada paso. Me recordaba el sonido del hombre mono al que Hassan y yo perseguíamos en Shar-e-Nau. Le dábamos una rupia de nuestra paga para que bailase. La campanilla que el mono llevaba atada al cuello emitía el mismo sonido.

Entonces se abrió la puerta y entró el guardia con un equipo de música al hombro. Lo seguía un niño vestido con un pirhan-tumban suelto de color azul zafiro.

El parecido era asombroso. Desorientador. La fotografía de Rahim Kan no le hacía justicia.

El niño tenía la cara de luna de su padre, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejas torcidas en forma de concha y el mismo tipo delgado. Era la cara de muñeca china de mi infancia, la cara que miraba con ojos miopes las cartas dispuestas en abanico aquellos días de invierno, la cara detrás de la mosquitera cuando en verano dormíamos en el tejado de la casa de mi padre. Llevaba la cabeza rapada, los ojos oscurecidos con rímel y las mejillas sonrosadas con un rojo artificial. Cuando se detuvo en medio de la habitación, las campanillas que llevaba atadas en los tobillos dejaron de sonar.

Sus ojos se clavaron en mí y se quedaron allí un instante. Luego apartó la vista hacia sus pies desnudos.

Uno de los guardias pulsó un botón y la estancia quedó invadida por el sonido de la música pastún. Tabla, armonio, el quejido de una dil-roba… Supuse que la música no era pecado, siempre y cuando sonara sólo para los oídos de los talibanes. Los tres hombres empezaron a batir palmas.

– Wah wah! Mashallah!-gritaron.

Sohrab levantó los brazos y se giró lentamente. Se puso de puntillas, dio una graciosa vuelta, se agachó, se enderezó y dio una nueva vuelta. Giraba las manitas hacia dentro, chasqueaba los dedos y movía la cabeza de un lado a otro como un péndulo. Golpeaba el suelo de manera que las campanillas sonaran en perfecta armonía con el ritmo de la tabla. Todo el tiempo con los ojos cerrados.

– Marshallah! -gritaban todos-. Shahbas! ¡Bravo!

Los dos guardias silbaban y reían. El talibán de blanco movía la cabeza hacia delante y hacia atrás al son de la música y tenía la boca entreabierta esbozando una impúdica sonrisa.

Sohrab bailaba dando vueltas en círculo, con los ojos cerrados; bailó hasta que la música dejó de sonar. Coincidiendo con la última nota de la canción, dio un fuerte pisotón en el suelo y las campanillas tintinearon por última vez. Se quedó inmóvil en mitad de un giro.

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