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Cuando entramos por los túneles de acceso, el estadio Ghazi estaba lleno de un alborozado gentío. Miles de personas circulaban por las abarrotadas gradas de hormigón. Los niños jugaban en los pasillos y se perseguían arriba y abajo de las escaleras. El aroma de los garbanzos con salsa picante se mezclaba con el olor a excrementos y sudor. Farid y yo pasamos junto a vendedores ambulantes que vendían tabaco, piñones y galletas.
Un niño escuálido, vestido con una chaqueta de lana jaspeada, me agarró del brazo y me dijo al oído si quería comprar «fotografías sexys».
– Muy sexys, agha -dijo mirando con ojos atentos a un lado y a otro.
Me recordaba a una muchacha que, hacía unos años, había intentado venderme crack en el barrio de Tenderloin, en San Francisco. El niño abrió un lateral de su chaqueta y me ofreció una visión efímera de sus «fotografías sexys»: eran fotogramas de películas hindúes en los que se veía a provocadoras actrices de mirada lánguida, completamente vestidas, en brazos de sus galanes.
– Muy sexys -repitió.
– Nay, gracias -dije abriéndome paso.
– Si lo pillan, le darán una paliza que despertará a su padre de la tumba -murmuró Farid.
No había localidad asignada, por supuesto. Nadie que nos indicara educadamente nuestra zona, fila, pasillo y asiento. Nunca lo había habido, ni siquiera en los viejos tiempos de la monarquía. Encontramos un lugar bastante decente para sentarnos, a la izquierda del centro del campo, aunque para conseguirlo fueron necesarios unos cuantos empujones y codazos por parte de Farid.
Recordaba lo verdes que eran los campos de juego en los setenta, cuando mi padre me llevaba a ver partidos de fútbol. Sin embargo, éste estaba hecho un desastre. Había hoyos por todas partes, aunque sobre todo destacaban dos enormes detrás de la portería sur. Y no había césped, sólo tierra. Cuando los jugadores de los dos equipos saltaron al campo (todos con pantalón largo, a pesar del calor) y empezó el partido, se hacía difícil seguir el balón debido a las nubes de polvo que levantaban los jugadores. Talibanes jóvenes, látigo en mano, patrullaban por los pasillos y azotaban a cualquiera que elevara la voz más de lo debido.
Irrumpieron en el estadio poco después de que el silbato anunciara el descanso. Un par de camionetas rojas polvorientas, como las que había visto dando vueltas por la ciudad, entraron a través de las verjas. La multitud se puso en pie. En el interior de una de ellas había una mujer sentada vestida con un burka de color verde, y en la otra, un hombre con los ojos vendados. Las camionetas dieron la vuelta al terreno de juego, lentamente, como para que la multitud congregada pudiera verlas bien. Consiguieron el efecto deseado: la gente estiraba el cuello, señalaba con el dedo y se ponía de puntillas. A mi lado, la nuez de Farid se movía arriba y abajo mientras murmuraba una oración para sus adentros.
Las camionetas rojas entraron en el terreno de juego y se dirigieron hacia un extremo levantando dos nubes gemelas de polvo; la luz del sol se reflejaba en los embellecedores. Un poco más tarde, una tercera camioneta se reunió con las otras dos. En su interior había algo… Y de repente comprendí el objetivo de los dos enormes hoyos que había detrás de la portería. Descargaron la tercera camioneta y se oyó el murmullo de la ansiosa multitud.
– ¿Quieres quedarte? -me preguntó muy serio Farid.
– No -respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos-. Pero debemos quedarnos.
Dos talibanes con sendos Kalashnikov al hombro ayudaron al hombre que llevaba los ojos vendados a descender de la primera camioneta y otros dos hicieron lo propio con la mujer tapada con el burka. A la mujer le fallaron las rodillas y se derrumbó en el suelo. Los soldados la obligaron a levantarse y ella volvió a derrumbarse. Cuando intentaron ponerla de nuevo en pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso. Llegaron dos talibanes más y la obligaron a meterse en uno de aquellos agujeros que llegaban hasta la altura del pecho. Por su parte, el hombre de los ojos vendados permitió sin más que lo introdujeran en el otro agujero. Lo único que sobresalía del nivel del suelo eran los torsos de los dos condenados.
Un mullah mofletudo de barba blanca con vestimentas grises se situó cerca de la portería y se aclaró la garganta junto al micrófono. Detrás de él, la mujer del hoyo seguía gritando. Recitó una larga oración del Corán. Su voz nasal ondulaba a través del silencio repentino de la multitud congregada en el estadio. Recordé algo que Baba me había dicho hacía mucho tiempo: «Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.»
Finalizada la oración, el hombre se aclaró de nuevo la garganta.
– ¡Hermanos y hermanas! -exclamó; hablaba en farsi y su voz retumbaba en el estadio- Estamos hoy aquí reunidos para llevar a cabo la shari'a. Estamos hoy aquí reunidos para impartir justicia. Estamos hoy aquí reunidos porque la voluntad de Alá y la palabra del profeta Mahoma, que la paz esté con él, siguen vivas en Afganistán, nuestra amada tierra. Escuchamos lo que Dios nos dice y lo obedecemos, porque ante la grandeza de Dios no somos más que humildes e impotentes criaturas. ¿Y qué dice Dios? ¡Os lo pregunto! ¿Qué dice Dios? Dios dice que todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado. No son mis palabras, ni las palabras de mis hermanos. ¡Son las palabras de Dios! -Señaló el cielo con su mano libre. Yo sentía un martilleo en la cabeza y el calor abrasador del sol-. ¡Todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado! -repitió el hombre al micrófono, bajando el tono de voz, pronunciando lentamente cada palabra, con dramatismo-. ¿Y qué tipo de castigo, hermanos y hermanas, merece el adúltero? ¿Cómo castigaremos a aquellos que deshonren la santidad del matrimonio? ¿Cómo trataremos a aquellos que escupan a la cara de Dios? ¿Cómo responderemos a aquellos que arrojen piedras a las ventanas de la casa de Dios? ¡Arrojándoles piedras!
Entonces apagó el micrófono. Un murmullo se extendió entre la muchedumbre.
A mi lado, Farid sacudía la cabeza.
– Y se autodenominan musulmanes -susurró.
A continuación saltó de la camioneta un hombre alto y de espaldas anchas. Varios espectadores lanzaron vítores al verlo aparecer. Esta vez nadie recibió un latigazo por gritar. Los resplandecientes ropajes blancos del hombre brillaban a la luz del sol del atardecer. La brisa le levantó la camisa cuando abrió los brazos como Jesús en la cruz. Saludó a la multitud describiendo un círculo completo. Cuando pude verle la cara, observé que llevaba unas gafas de sol redondas y oscuras, como las que usaba John Lennon.
– Ése debe de ser nuestro hombre -dijo Farid.
El talibán alto con gafas de sol se encaminó hacia el montón de piedras que habían descargado de la tercera camioneta. Cogió una piedra y se la mostró a la multitud. El ruido cesó para ser sustituido por un zumbido que recorrió todo el estadio. Miré a mi alrededor y vi que la gente comenzaba a impacientarse. El talibán, que irónicamente parecía un lanzador de béisbol situado sobre el montículo, lanzó la piedra hacia el hombre de los ojos vendados. Le dio en un lado de la cabeza. La mujer volvió a gritar. La multitud pronunció un sorprendido «¡Oh!». Yo cerré los ojos y me tapé la cara con las manos. Los «¡Oh!» de los espectadores coincidían con cada lanzamiento de piedra, y la escena se prolongó durante un buen rato. Cuando callaron, le pregunté a Farid si había finalizado. Dijo que no. Supuse que a la gente le dolía la garganta. No sé cuánto rato estuve sentado con la cara entre las manos. Sé que abrí de nuevo los ojos cuando oí que la gente que estaba a mi alrededor preguntaba: «Mord? Mord?» «¿Está muerto?»