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– Gracias.

Pasé la noche sentado en una silla junto a la cama de Baba.

A la mañana siguiente, la sala de espera del vestíbulo estaba abarrotada de afganos. El carnicero de Newark. Un ingeniero que había trabajado con Baba en su orfanato. Entraban en fila y le presentaban sus respetos en voz baja. Le deseaban una rápida recuperación. Baba estaba despierto, aturdido y cansado, pero despierto.

El general Taheri y su esposa llegaron a media mañana. Los seguía Soraya. Cruzamos una mirada y los dos apartamos la vista al mismo tiempo.

– ¿Cómo estás, amigo mío? -le preguntó el general Taheri, cogiéndole la mano a Baba.

Él hizo un gesto indicando el suero intravenoso al que estaba conectado. El general le sonrió a modo de respuesta.

– No deberíais haberos molestado. Ninguno de vosotros -musitó Baba.

– No es ninguna molestia -dijo Kanum Taheri.

– Ninguna molestia, en absoluto. Vayamos a lo importante, ¿necesitas algo? -dijo el general Taheri-. ¿Nada de nada? Pídemelo como se lo pedirías a un hermano.

Recordé algo que en una ocasión Baba había mencionado sobre los pastunes. «Puede que seamos cabezotas, y sé que somos excesivamente orgullosos, pero, en un momento de necesidad, créeme que no hay nadie mejor que un pastún a tu lado.»

Baba sacudió la cabeza sobre la almohada.

– Que hayas venido me alegra los ojos.

El general sonrió y le apretó la mano. Luego se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Cómo estás, Amir jan? ¿Necesitas alguna cosa?

Aquella manera de mirarme, la bondad de sus ojos…

– No, gracias, general sahib. Estoy… -Se me hizo un nudo en la garganta y me eché a llorar, de modo que salí precipitadamente de la habitación.

Lloré en el pasillo, junto a la caja de luces para ver radiografías donde la noche anterior había visto la cara del asesino.

Se abrió la puerta de la habitación de Baba y apareció Soraya, que se acercó a mí. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta de color gris. Llevaba el pelo suelto. Deseé poder consolarme entre sus brazos.

– Lo siento mucho, Amir -dijo-. Todos sabíamos que algo iba mal, pero no teníamos ni idea de que fuera esto.

Me sequé los ojos con la manga.

– Mi padre no quería que lo supiese nadie.

– ¿Necesitas algo?

– No. -Intenté sonreír. Me dio la mano. Nuestro primer roce. La cogí. Me la acerqué a la cara. A mis ojos. La solté-. Será mejor que entres. O tu padre vendrá a por mí. -Ella sonrió, asintió con la cabeza y se volvió para irse-. ¿Soraya?

– ¿Sí?

– Estoy muy contento de que hayas venido. Significa… el mundo entero para mí.

A Baba le dieron el alta dos días después. Un especialista en radioterapia habló con él sobre la posibilidad de someterse a tratamiento, pero Baba se negó. Hablaron conmigo para que intentara convencerlo. Sin embargo, yo había visto aquella mirada en la cara de Baba. Les di las gracias, firmé todos los formularios y me llevé a mi padre a casa en mi Ford Torino.

Aquella noche, Baba se tumbó en el sofá tapado con una manta de lana. Le preparé té caliente y almendras tostadas. Le pasé los brazos por la espalda y lo incorporé con una facilidad excesiva. Bajo mis dedos, su omoplato parecía el ala de un pajarillo. Tiré de la manta para cubrirle de nuevo el pecho, donde se le marcaban las costillas a través de una piel fina y amarillenta.

– ¿Puedo hacer algo más por ti, Baba?

– No, bachem. Gracias.

Me senté a su lado.

– Entonces me pregunto si podrías hacer tú algo por mí. Si es que no estás demasiado agotado.

– ¿De qué se trata?

– Quiero que vayas de khastegari. Quiero que le pidas al general Taheri la mano de su hija.

La boca seca de Baba esbozó una sonrisa. Una mancha verde en una hoja marchita.

– ¿Estás seguro?

– Más que nunca.

– ¿Te lo has pensado bien?

– Balay, Baba.

– Entonces pásame el teléfono. Y mi agenda.

Pestañeé.

– ¿Ahora?

– ¿Cuándo si no?

Sonreí.

– De acuerdo.

Le pasé el teléfono y la pequeña agenda negra donde Baba tenía apuntados los números de sus amigos afganos. Buscó el de los Taheri. Marcó. Se llevó el auricular al oído. El corazón me hacía piruetas en el pecho.

– ¿Jamila jan? Salaam alaykum -dijo. Se presentó. Hizo una pausa-. Estoy mucho mejor, gracias. Fue muy amable por vuestra parte ir a verme. -Permaneció un rato escuchando. Asintió con la cabeza-. Lo recordaré. Gracias. ¿Se encuentra en casa el general sahib? -Pausa-. Gracias. -Me lanzó una mirada rápida. Por algún motivo desconocido, a mí me apetecía reír. O gritar. Me acerqué el puño a la boca y lo mordí. Baba se rió ligeramente a través de la nariz-. General sahib, Salaam alaykum… Sí, mucho, muchísimo mejor… Balay… Eres muy amable. General sahib, te llamo para saber si puedo ir mañana a visitaros a ti y a Kanum Taheri. Es por un asunto honorable… Sí… A las once me va bien. Hasta entonces. Khoda hafez.

Colgó. Nos miramos el uno al otro. Yo no podía parar de reír. Y Baba tampoco.

Baba se mojó el pelo y se lo peinó hacia atrás. Lo ayudé a ponerse una camisa blanca limpia y le hice el nudo de la corbata, percatándome con ello de los cinco centímetros de espacio existentes entre el botón del cuello de la camisa y el cuello de Baba. Pensé en todos los espacios vacíos que Baba dejaría atrás cuando se fuera y me obligué a pensar en otra cosa. No se había ido. Aún no. Y aquél era un día para tener buenos pensamientos. La chaqueta del traje marrón, la que llevaba el día de mi graduación, le quedaba enorme… Gran parte de Baba había desaparecido y ya no volvería a aparecer nunca más. Tuve que enrollarle las mangas. Me agaché para abrocharle los cordones de los zapatos.

Los Taheri vivían en una casa de una sola planta en una de las zonas residenciales de Fremont donde se había asentado un gran número de afganos. Tenía ventanas con alféizar, tejado inclinado y un porche delantero lleno de macetas con geranios. En la acera estaba aparcado el furgón gris del general.

Ayudé a Baba a salir del Ford y volví a sentarme al volante. Él se inclinó junto a la ventanilla del pasajero.

– Ve a casa, te llamaré dentro de una hora.

– De acuerdo, Baba -dije-. Buena suerte.

Sonrió.

Arranqué el coche. Por el espejo retrovisor vi a Baba cojeando en dirección a la casa de los Taheri dispuesto a cumplir un último deber paternal.

Mientras esperaba la llamada de Baba medí con pasos el salón de nuestro apartamento. Quince pasos de largo. Diez pasos y medio de ancho. ¿Y si el general decía que no? Tal vez yo no le gustara… No podía dejar de entrar en la cocina para mirar el reloj del horno.

El teléfono sonó justo antes de comer. Era Baba.

– ¿Y bien?

– El general ha aceptado.

Di un resoplido. Me senté. Me temblaban las manos.

– ¿Sí?

– Sí, pero primero Soraya jan quiere hablar contigo. Te la paso, está en su habitación.

– De acuerdo.

Baba dijo algo a alguien y oí que colgaba.

– ¿Amir? -dijo la voz de Soraya.

– Salaam.

– Mi padre ha dicho que sí.

– Lo sé -repliqué. Cambié el auricular de mano. Estaba sonriendo-. Me siento tan feliz que no sé qué decir.

– Yo también estoy feliz, Amir. No… no puedo creer que esté sucediendo esto.

Me eché a reír.

– Lo sé.

– Escucha, quiero decirte una cosa. Algo que tienes que saber antes…

– No me importa lo que sea.

– Debes saberlo. No quiero que empecemos con secretos. Y prefiero que te enteres por mí.

– Si te sientes mejor así, dímelo. Pero no cambiará nada.

Se produjo una prolongada pausa.

– Cuando vivíamos en Virginia, me escapé con un hombre afgano. Yo tenía entonces dieciocho años… Era rebelde…, una estúpida, y… él estaba metido en drogas… Vivimos juntos durante casi un mes. Todos los afganos de Virginia hablaron de ello.

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