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Como en cualquier guerra, era necesario prepararse para la lucha. Hassan y yo estuvimos construyendo nuestras propias cometas durante una buena temporada. Ahorrábamos la paga semanal a lo largo del otoño y guardábamos el dinero en el interior de un pequeño caballo de porcelana que Baba nos había traído en una ocasión de Herat. Cuando empezaban a soplar los vientos invernales y a caer nieve, abríamos el cierre situado bajo la panza del caballo. Luego íbamos al bazar y comprábamos bambú, cola, hilo y papel. Pasábamos muchas horas del día dedicados a pulir el bambú de las vergas centrales, a cortar el fino tejido de papel que facilitaba las caídas en picado y el remonte. Y, por supuesto, fabricábamos nosotros mismos nuestro propio hilo, o tar. Si la cometa era la pistola, el tar era la bala guardada en la recámara. Salíamos al jardín y sumergíamos hasta ciento cincuenta metros de hilo en una mezcla de vidrio y cola. Luego tendíamos el hilo entre los árboles y lo dejábamos secar. Al día siguiente enrollábamos el hilo, listo ya para la batalla, en un carrete de madera. Antes de que la nieve se fundiera e hicieran su aparición las lluvias primaverales, todos los niños de Kabul lucían en los dedos reveladores cortes horizontales resultado de un invierno entero de luchas con cometas. Recuerdo cómo nos apretujábamos mis compañeros y yo el primer día de clase para comparar nuestras heridas de guerra. Los cortes escocían y tardaban un par de semanas en cicatrizar; pero no importaba, eran el recordatorio de una estación adorada que, una vez más, había transcurrido con excesiva rapidez. Entonces el capitán de la clase hacía sonar el silbato y desfilábamos hacia las aulas, deseando desde ese mismo instante la llegada del nuevo invierno, y tristes ante la expectativa del nuevo y largo curso escolar.

Pronto resultó evidente que Hassan y yo éramos mejores voladores de cometas que fabricantes. Siempre había un fallo u otro en el diseño que nos arruinaba la cometa. Así que Baba empezó a acompañarnos al establecimiento de Saifo para comprar allí las cometas. Saifo era un anciano prácticamente ciego, moochi de profesión, zapatero, pero también el fabricante de cometas más famoso de la ciudad y dueño de un taller localizado en un diminuto tugurio de una de las calles principales de Kabul, Jadeh Maywand, al sur de las fangosas orillas del río Kabul. Recuerdo que para entrar en la tienda, que tenía el tamaño de una celda, era necesario agacharse y luego levantar una trampilla que daba acceso a un tramo de escaleras de madera que descendían hasta el húmedo y malsano sótano donde Saifo almacenaba sus codiciadas cometas. Baba nos compraba a cada uno tres idénticas y un carrete de hilo recubierto de vidrio. Si yo cambiaba de idea y pedía una cometa más grande y lujosa, Baba me la compraba…, pero también se la compraba a Hassan. A veces deseaba que no actuara de esa manera, que me permitiera por una vez ser el favorito.

Las luchas de cometas eran una antigua tradición de invierno en Afganistán. El concurso comenzaba a primera hora de la mañana y no terminaba hasta que una única cometa volaba en el cielo, la ganadora (recuerdo que un año el concurso se prolongó hasta la noche). La gente se congregaba en las aceras y en las azoteas para animar a los niños. Las calles se llenaban de luchadores de cometas que empujaban y tiraban de los hilos, entornando los ojos hacia el cielo en su intento de ganar la posición y conseguir cortar el hilo del contrincante. Cada luchador de cometas tenía su ayudante (en mi caso, el fiel Hassan), que era el encargado de sujetar el carrete y soltar el hilo.

En una ocasión, un mocoso hindú que acababa de trasladarse al barrio nos explicó que en la India las luchas de cometas seguían reglas muy estrictas. «Se juega en un recinto cerrado y debes permanecer en todo momento formando el ángulo correcto con el viento -decía orgulloso-. Y está prohibido utilizar aluminio para fabricar el hilo de vidrio.» Hassan y yo nos miramos y nos abalanzamos sobre él. El niño hindú aprendería muy pronto lo que los británicos descubrieron a principios de siglo y los rusos a finales de la década de los ochenta: que los afganos son un pueblo independiente. Los afganos cuidan y protegen las costumbres, pero aborrecen las reglas. Y así sucedía con las luchas de cometas. Las reglas eran sencillas: nada de reglas. Vuela tu cometa. Corta los hilos de las de los contrincantes. Buena suerte.

Pero la cosa no acababa ahí. La verdadera diversión comenzaba en el momento en que se cortaba una cometa. Era entonces cuando los voladores de cometas entraban en acción, niños que perseguían la cometa, que volaba a la deriva, a merced del viento, por las alturas hasta que empezaba a dar trompos y caía en el jardín de alguna casa, en un árbol o en una azotea. La persecución era intensa; hordas de voladores de cometas hormigueaban por las calles, abriéndose paso a empujones, igual, según he leído, que esa gente loca de España que corre delante de los toros. Un año, un uzbeko trepó a un pino para coger una cometa. La rama se partió bajo su peso y cayó desde una altura de nueve metros. El muchacho se rompió la columna y nunca volvió a caminar. Pero cayó con la cometa entre las manos. Y cuando un volador de cometas tenía una cometa en las manos, nadie podía usurpársela. No era una regla. Era una tradición.

El premio más codiciado por los voladores de cometas era la última cometa que caía en los concursos de invierno. Era un trofeo de honor, algo que se mostraba sobre un manto para que lo admiraran los invitados. Cuando el cielo se despejaba de cometas y sólo quedaban las dos últimas, todos los voladores se preparaban para conseguir ese trofeo. Se colocaban en el punto donde juzgaban que podían tener cierta ventaja inicial, con los músculos tensos y preparados para rendir al máximo. El cuello estirado. Los ojos entrecerrados. Luego se declaraba la lucha. Y en el instante en que se cortaba la última cometa, se desataba un infierno.

Con los años he visto volar muchas cometas a muchos chicos. Pero Hassan era, de lejos, el mejor que he visto en mi vida. Siempre estaba en el punto exacto donde aterrizaba la cometa. Era un verdadero misterio, como si poseyera una especie de brújula interna.

Recuerdo un día encapotado de invierno en que Hassan y yo volábamos una cometa. Yo lo seguía por los diferentes barrios, esquivando arroyos y serpenteando por calles estrechas. Aunque yo era un año mayor que él, Hassan corría más y yo empezaba a quedarme atrás.

– ¡Hassan! ¡Espera! -le grité, sofocado, con la respiración entrecortada.

Él se volvió y me hizo una señal con la mano.

– ¡Por aquí! -dijo antes de doblar otra esquina. Levanté la vista y vi que corríamos en dirección contraria a la que seguía la cometa, que volaba a la deriva.

– ¡La perdemos! ¡Vamos en la dirección equivocada! -chillé.

– ¡Confía en mí! -oí que decía.

Cuando llegué a la esquina, vi que Hassan salía disparado, sin levantar la cabeza, sin tan siquiera mirar al cielo, con la espalda de la camisa mojada de sudor. Yo tropecé con una piedra y caí al suelo… No sólo era más lento que Hassan, sino también más torpe; siempre había envidiado sus facultades físicas. Cuando conseguí ponerme en pie, vi de reojo que Hassan desaparecía por una bocacalle. Fui cojeando tras él, mientras unas punzadas de dolor flagelaban mis rodillas magulladas.

Salimos a un sendero de tierra, muy cerca de la escuela de enseñanza media de Isteqlal. A un lado había un campo donde en verano crecían lechugas, y al otro, una hilera de cerezos. Encontré a Hassan sentado al pie de un árbol, con las piernas cruzadas, comiendo un puñado de moras secas.

– ¿Qué hacemos aquí? -le pregunté jadeando. El estómago se me salía por la boca.

Él sonrió.

– Siéntate conmigo, Amir agha.

Me arrojé a su lado y caí, casi sin aire, sobre una fina capa de nieve.

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