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– Estamos perdiendo el tiempo. Iba en dirección opuesta, ¿no lo has visto?

Hassan lanzó una mora al interior de su boca.

– Ya vendrá -dijo. Yo apenas podía respirar y él ni tan siquiera parecía cansado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé.

– ¿Cómo puedes saberlo?

Se volvió hacia mí. De su cabeza rapada caían algunas gotas de sudor.

– ¿Crees que yo te mentiría, Amir agha?

De pronto decidí jugar un poco con él.

– No lo sé. ¿Lo harías?

– Antes comería tierra -respondió con una mirada de indignación.

– ¿De verdad? ¿Lo harías?

Me miró perplejo.

– ¿Hacer qué?

– Comer tierra si te lo pidiese -dije.

Sabía que estaba siendo cruel, como cuando me burlaba de él porque no conocía el significado de alguna palabra. Pero burlarme de Hassan tenía algo de fascinante, aunque en el mal sentido. Algo parecido a cuando jugábamos a torturar insectos, excepto que el insecto era él, y yo quien sujetaba la lupa.

Me examinó la cara durante un largo rato. Estábamos allí sentados, dos muchachos debajo de un cerezo, de repente mirándonos de verdad el uno al otro… y sucedió de nuevo: la cara de Hassan cambió. No es que cambiara realmente, pero tuve la sensación de que estaba viendo dos caras al mismo tiempo, la que conocía, la que era mi primer recuerdo, y otra, una segunda que estaba escondida bajo la superficie. Me había sucedido otras veces, y siempre me sorprendía. Esa otra cara aparecía durante una fracción de segundo, el tiempo suficiente para dejarme con la perturbadora sensación de que la había visto en algún sitio. Entonces Hassan parpadeó y volvió a ser él. Sólo Hassan.

– Lo haría si me lo pidieses -dijo por fin, mirándome fijamente. Bajé la vista. Hasta el día de hoy, me resulta complicado mirar directamente a gente como Hassan, gente que cree cada palabra que dice-. Pero me pregunto -añadió- si tú me pedirías que hiciese una cosa así, Amir agha.

Y así, de ese modo, me lanzaba él su pequeña prueba. Si yo estaba dispuesto a jugar con él y a desafiar su lealtad, él jugaría conmigo y pondría a prueba mi integridad.

En ese momento deseé no haber iniciado la conversación y forcé una sonrisa.

– No seas estúpido, Hassan. Sabes que no lo haría.

Hassan me devolvió la sonrisa. La suya no parecía forzada.

– Lo sé -afirmó. Es lo que le ocurre a la gente que cree lo que dice. Que piensa que a los demás les sucede lo mismo-. Ahí viene -anunció Hassan señalando el cielo.

Se puso en pie y dio unos cuantos pasos hacia la izquierda. Levanté la vista y vi la cometa, que caía en picado hacia nosotros. Oí pisadas, gritos, una marabunta de voladores de cometas que se aproximaban. Pero perdían el tiempo, porque Hassan estaba ya con los brazos abiertos, sonriente, a la espera. Y que Dios, si existe, me deje ciego de golpe si la cometa no cayó justo entre sus brazos abiertos.

Fue en invierno de 1975 cuando vi a Hassan volar una cometa por última vez.

Normalmente cada barrio celebraba su propia competición. Sin embargo, aquel año, el concurso iba a celebrarse en el mío, Wazir Akbar Kan, y habían sido invitados otros distritos: Karteh-Char, Karteh-Parwan, Mekro-Rayan y Koteh-Sangi. No se podía ir a ningún lado sin oír hablar del siguiente concurso. Se rumoreaba que iba a ser la mejor competición de los últimos veinticinco años.

Una noche de aquel invierno, cuando sólo quedaban cuatro días para el gran concurso, Baba y yo nos sentamos en los confortables sofás de cuero de su despacho junto al resplandor de la chimenea. Tomamos el té y charlamos. Alí nos dejó servida la cena (patatas, coliflor y arroz con curry) y se retiró con Hassan. Mientras Baba «engordaba» su pipa, le pedí que me contara la historia de aquel invierno en que una manada de lobos descendió desde las montañas a Herat y todo el mundo tuvo que permanecer encerrado durante una semana. Baba encendió una cerilla y dijo con aire de indiferencia:

– Creo que este año puedes ser tú quien gane el concurso. ¿Qué opinas?

Yo no sabía qué pensar. Ni qué decir. ¿Era lo que me suponía? ¿Acababa de entregarme la llave para abrir nuestra relación? Yo era un buen luchador de cometas. Muy bueno, en realidad. Había estado varias veces a punto de ganar el torneo… En una ocasión incluso había sido uno de los tres finalistas. Pero estar cerca no era lo mismo que ganar. Baba no se había acercado. Había ganado, porque los ganadores ganaban y los demás se limitaban a volver a casa. Baba estaba acostumbrado a ganar en todo. ¿No tenía derecho a esperar lo mismo por parte de su hijo? Sólo de imaginármelo… Si ganase…

Baba fumaba en pipa y hablaba. Yo fingía que escuchaba. Pero no podía escuchar, me resultaba imposible, porque el casual comentario de Baba acababa de plantar una semilla en mi cabeza: la decisión de que aquel invierno iba a ganar el concurso. Ganaría. No existía otra alternativa posible. Ganaría y volaría esa última cometa. Luego la llevaría a casa y se la enseñaría a Baba. Le enseñaría de una vez por todas lo que valía su hijo. Y entonces, tal vez, mi vida como fantasma en aquella casa finalizaría. Me permití soñar: imaginaba la conversación y las risas durante la cena, en lugar del silencio únicamente interrumpido por el sonido metálico de los cubiertos y algún que otro gruñido. Nos imaginaba un viernes, en el coche de Baba de camino a Paghman, haciendo una parada en el lago de Ghargha para comer trucha frita con patatas. Iríamos al zoo para ver a Marjan, el león, y tal vez Baba no bostezaría ni miraría de reojo constantemente el reloj. Tal vez Baba leería uno de mis cuentos. Entonces le escribiría un centenar de ellos. Tal vez me llamaría Amir jan, como hacía Rahim Kan. Y tal vez…, sólo tal vez…, me perdonaría finalmente haber matado a mi madre.

Baba hablaba sobre aquella ocasión en que cortó catorce cometas en un solo día. Yo sonreía, asentía con la cabeza, reía en el momento oportuno, pero apenas oía una palabra de lo que decía. Tenía una misión. Y no le fallaría a Baba. Aquella vez no.

La noche anterior al torneo nevó con mucha fuerza. Hassan y yo nos sentamos bajo el kursi y jugamos al panjpar mientras las ramas de los árboles, azotadas por el viento, golpeaban la ventana. A primera hora de la mañana le había pedido a Alí que nos preparara el kursi, que era básicamente un calefactor eléctrico que se colocaba debajo de una mesa camilla con faldas de un tejido grueso y acolchado. Alrededor de la mesa dispuso cojines para que pudieran sentarse allí un mínimo de veinte personas y meter los pies dentro. Hassan y yo solíamos pasar jornadas enteras de nieve al calor del kursi, jugando al ajedrez y a las cartas…, sobre todo al panjpar.

Le había matado el diez de diamantes a Hassan y le jugué dos jotas y un seis. En la puerta contigua, la del despacho, Baba y Rahim Kan hablaban de negocios con un par de hombres (reconocí a uno de ellos como el padre de Assef). A través de la pared, se oía el sonido regular de las noticias que emitía Radio Kabul.

Hassan me mató el seis y se llevó las jotas. En la radio, Daoud Kan anunciaba algo relacionado con inversiones extranjeras.

– Dice que algún día tendremos televisión en Kabul -afirmé.

– ¿Quién?

– Daoud Kan, tonto, el presidente.

Hassan se rió.

– He oído decir que en Irán ya tienen -comentó.

Entonces suspiré y repliqué:

– Esos iraníes…

Para muchos hazaras, Irán representaba una especie de santuario, supongo que porque, como los hazara, la mayoría de los iraníes eran musulmanes chiítas. Y recordé una cosa que mi maestro había comentado aquel verano sobre los iraníes, que eran unos engatusadores, que con una mano te daban la palmadita en la espalda y con la otra te robaban lo que tuvieras en el bolsillo. Se lo conté a Baba y dijo que mi maestro era uno de los muchos afganos que estaban celosos de ellos, porque Irán era un poder en alza en Asia, mientras que casi nadie en el mundo era capaz ni tan siquiera de encontrar Afganistán en un mapamundi. «Duele decirlo -aseguró, encogiéndose de hombros-. Pero es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con una mentira.»

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