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Sueño que estoy de nuevo en la sala de abajo. El doctor Nawaz entra y me pongo en pie para saludarlo. Se quita la mascarilla de papel. Sus manos son más blancas de lo que recordaba, lleva las uñas muy cuidadas, el cabello perfectamente peinado, y entonces veo que no se trata del doctor Nawaz, sino de Raymond Andrews, el hombrecillo de la embajada y la tomatera. Andrews inclina la cabeza. Cierra los ojos.

De día el hospital era un laberinto de pasillos que parecían hormigueros, un resplandor de fluorescentes blancos. Llegué a conocer todos los rincones, a saber que el botón de la cuarta planta del ascensor del ala este no funcionaba, que la puerta del lavabo de caballeros de ese mismo sector estaba atrancada y que para abrirla era necesario darle un empujón con el hombro. Llegué a saber que la vida del hospital tiene un ritmo propio: el frenesí de actividad que se produce justo antes del cambio de turno de la mañana, el bullicio de mediodía, la quietud y la tranquilidad de las altas horas de la noche sólo interrumpida ocasionalmente por una confusión de médicos y enfermeras afanados en reanimar a alguien. Durante el día velaba a Sohrab junto a su cama y por las noches deambulaba por los pasillos, escuchando el sonido de las suelas de mis zapatos al pisar las baldosas y pensando en lo que le diría a Sohrab cuando despertara. Siempre acababa regresando a la UCI, sentándome junto a su cama, escuchando el zumbido del ventilador, y sin tener la menor idea de qué le diría.

Después de tres días en la UCI le retiraron la respiración asistida y lo trasladaron a una cama de la planta baja. Yo no estuve presente durante el traslado. Aquella noche, precisamente, había ido al hotel a dormir un poco y estuve dando vueltas sin parar en la cama. Por la mañana intenté no mirar la bañera. Estaba limpia. Alguien había limpiado la sangre, colocado nuevas alfombras en el suelo y frotado las paredes. Pero no pude evitar sentarme en su frío borde de porcelana. Me imaginé a Sohrab llenándola de agua caliente. Lo vi desnudarse. Lo vi dándole la vuelta al mango de la maquinilla y abriendo los dobles pestillos de seguridad del cabezal, extrayendo la hoja, sujetándola entre el pulgar y el índice. Me lo imaginé entrando en el agua, tendido un momento en la bañera con los ojos cerrados. Me pregunté cuál habría sido su último pensamiento antes de levantar la hoja y llevarla hasta la muñeca.

Salía del vestíbulo cuando me tropecé con el director del hotel, el señor Fayyaz.

– Lo siento mucho por usted -dijo-, pero tengo que pedirle que abandone mi hotel, por favor. Esto es malo para mi negocio, muy malo.

Le dije que lo comprendía y pedí la factura. No me cobraron los tres días que había pasado en el hospital. Mientras esperaba un taxi en la puerta del hotel, pensé en lo que el señor Fayyaz me había dicho la tarde en que estuvimos buscando a Sohrab: «Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.» En aquel momento me reí de él, pero ahora me lo cuestionaba. ¿Cómo había sido capaz de quedarme dormido después de darle a Sohrab la noticia que él más temía?

Cuando entré en el taxi, le pregunté al chófer si conocía alguna librería donde tuvieran libros persas. Me dijo que había una a un par de kilómetros en dirección al sur. Nos detuvimos allí de camino al hospital.

La nueva habitación de Sohrab tenía las paredes de color crema descascarilladas, molduras gris oscuro y baldosas vidriadas que en su día debieron de ser blancas. Compartía la habitación con un adolescente del Punjab que, según me enteré posteriormente por las enfermeras, se había roto una pierna al caerse del techo del autobús en el que viajaba. Tenía la pierna escayolada, colocada en alto y sujeta por pinzas unidas mediante correas a diversos pesos.

La cama de Sohrab estaba junto a la ventana; su mitad inferior quedaba iluminada por la luz del sol de última hora de la mañana que entraba a través de los cristales rectangulares. Junto a la ventana había un guardia de seguridad uniformado mascando pipas de sandía tostadas… Sohrab se encontraba bajo vigilancia las veinticuatro horas del día por su intento de suicidio. Normas hospitalarias, según me había informado el doctor Nawaz. Al verme, el guardia se llevó la mano a la gorra a modo de saludo y abandonó la habitación.

Sohrab llevaba un pijama de manga corta del hospital y estaba tumbado boca arriba, con la sábana subida hasta el pecho y la cara vuelta hacia la ventana. Yo creía que estaba dormido, pero cuando arrastré una silla para colocarla junto a su cama, parpadeó y abrió los ojos. Me miró y apartó la vista. Estaba extremadamente pálido, a pesar de las transfusiones de sangre que le habían hecho. Donde el brazo derecho se doblaba tenía un cardenal enorme.

– ¿Cómo estás? -le pregunté.

No respondió. Estaba mirando por la ventana un recinto de arena vallado y los columpios del jardín del hospital. Junto a esa zona de juego había una espaldera en forma de arco a la sombra de una hilera de hibiscos y unas cuantas parras de uva verde que se enredaban en una celosía de madera. En el recinto de arena había niños jugando con cubos y palas. El cielo estaba completamente azul, sin una nube, y pude ver un avión minúsculo que dejaba atrás una columna de humo blanco. Me volví hacia Sohrab.

– He hablado hace unos minutos con el doctor Nawaz y cree que podrá darte el alta en un par de días. Buenas noticias, nay?

De nuevo el silencio por respuesta. El chico con quien compartía la habitación se agitó en sueños y murmuró algo.

– Me gusta tu habitación -dije intentando no mirar las muñecas vendadas de Sohrab-. Es luminosa y tienes buena vista. -Silencio. Transcurrieron unos cuantos minutos más de incomodidad y noté que el sudor aparecía en mi frente y en el labio superior. Señalé el plato con aush de guisantes intacto que había sobre la mesilla y la cuchara de plástico sin utilizar-. Deberías intentar comer algo. Recuperar tu quwat, tus fuerzas. ¿Quieres que te ayude?

Me sostuvo la mirada y luego apartó la vista. Su expresión era imperturbable. El brillo de sus ojos seguía sin aparecer; tenía la mirada perdida, igual que cuando lo saqué de la bañera. Busqué en el interior de la bolsa de papel que tenía entre los pies y saqué de ella un ejemplar de segunda mano del Shahnamah que había comprado en la librería. Le mostré la cubierta.

– Esto es lo que le leía a tu padre cuando éramos pequeños. Subíamos a una colina que había detrás de la casa y nos sentábamos debajo del granado… -Me interrumpí. Sohrab estaba de nuevo mirando por la ventana. Me obligué a sonreír-. La historia favorita de tu padre era la de Rostam y Sohrab; de ahí viene tu nombre. Ya sé que lo sabes. -Hice una pausa; me sentía un poco tonto-. En su carta me decía que también era tu historia favorita, así que he pensado que podría leerte un trozo. ¿Te gustaría?

Sohrab cerró los ojos. Se los tapó con el brazo, con el del morado.

Hojeé el libro hasta dar con la página que había seleccionado en el taxi.

– Veamos -dije, preguntándome por vez primera qué pensamientos habrían pasado por la cabeza de Hassan cuando por fin pudo leer el Shahnamah por sus propios medios y descubrió que le había engañado tantas veces. Tosí para aclararme la garganta y empecé a leer-. «Presta atención al combate de Sohrab contra Rostam, a pesar de que es un cuento lleno de lágrimas -comencé-. Resultó que un día Rostam se levantó de su cama con la cabeza llena de presagios. Recordó que…» -Le leí el primer capítulo casi entero, hasta la parte en que el joven guerrero Sohrab se dirige a su madre, Tahmineh, princesa de Samengan, y le exige conocer la identidad de su padre. Cerré el libro-. ¿Quieres que continúe? Ahora vienen las batallas, ¿lo recuerdas? ¿La de Sohrab encabezando su ejército para asaltar el Castillo Blanco de Irán? ¿Sigo leyendo? -Él movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Guardé de nuevo el libro en la bolsa de papel-. Está bien -repuse, animado al ver que al menos me había respondido-. Tal vez podamos continuar mañana. ¿Cómo te encuentras?

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