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Salté por la parte trasera del camión y fui dando tumbos por el terraplén que había junto a la carretera. Tenía la boca llena de saliva, un aviso de lo que estaba a punto de producirse. Avancé dando tumbos hasta un lugar desde el cual se veía un profundo valle que en aquel momento estaba sumido en la oscuridad. Me encorvé, apoyé las manos en las rodillas y esperé a que llegara la bilis. Una rama se partió en algún lugar y ululó una lechuza. El viento, suave y frío, chasqueaba entre las ramas y agitaba los arbustos que salpicaban la loma. Abajo se oía el débil sonido del agua deslizándose por el valle.

En el arcén de aquella carretera pensé en cómo habíamos abandonado la casa donde había vivido toda mi vida, como si nos marcháramos un momento: los platos manchados de kofta, apilados en el fregadero de la cocina; la colada, en la cesta de mimbre del vestíbulo; las camas por hacer; los trajes de Baba, colgados en el armario. Los tapices cubriendo las paredes del salón y los libros de mi madre abarrotando las estanterías del despacho de Baba. Los signos de nuestra fuga eran sutiles: había desaparecido la fotografía de la boda de mis padres, así como la fotografía borrosa de mi abuelo y el sha Nader junto al ciervo muerto. En los armarios faltaban unas pocas prendas. También había desaparecido el cuaderno con tapas de piel que me había regalado Rahim Kan cinco años atrás.

Por la mañana, Jalaluddin (nuestro séptimo criado en cinco años) pensaría seguramente que habíamos salido a dar un paseo a pie o en coche. No se lo habíamos dicho. En Kabul ya no se podía confiar en nadie. A cambio de dinero, o bajo la presión de las amenazas, la gente se delataba entre sí, el vecino al vecino, el hijo al padre, el hermano al hermano, el criado al amo, el amigo al amigo. Pensé en el cantante Ahmad Zahir, que había tocado el acordeón en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Salió a dar una vuelta en coche con unos amigos y después encontraron su cuerpo arrojado en una cuneta con una bala en la nuca. Los rafiqs, los camaradas, estaban por todas partes y habían dividido Kabul en dos grupos: los que escuchaban a escondidas y los que no. Lo malo era que nadie sabía quién pertenecía a cuál. Un comentario casual al sastre mientras te tomaba medidas para cortarte un traje podía hacerte aterrizar en las mazmorras de Poleh-Charkhi. Una queja al carnicero sobre el toque de queda, y en un abrir y cerrar de ojos te encontrabas entre rejas y con los ojos clavados en la boca de un Kalashnikov. Incluso en la intimidad de sus casas, la gente hablaba de manera calculada. Los rafiqs se encontraban también en las aulas; habían enseñado a los niños a espiar a sus padres, qué escuchar y a quién contárselo.

¿Qué hacía yo en aquella carretera en plena noche? Debía estar acostado, bajo mis sábanas, con un libro de páginas manoseadas a mi lado. Aquello tenía que ser un sueño. Tenía que serlo. Al día siguiente por la mañana me levantaría y me asomaría a la ventana: nada de soldados rusos malhumorados patrullando por las aceras, nada de tanques circulando arriba y abajo por las calles de mi ciudad, con sus torretas girando como dedos acusadores; nada de cascotes, nada de toques de queda, nada de vehículos de transporte de tropas rusas zigzagueando por los bazares. Entonces, detrás de mí, escuché a Baba y a Karim discutiendo sobre el plan para cuando llegáramos a Jalalabad mientras fumaban un cigarrillo. Karim tranquilizaba a Baba diciéndole que su hermano tenía un camión grande de «primera calidad» y que la caminata hasta Peshawar sería un paseo. «Podría llevaros hasta allí con los ojos cerrados», dijo Karim. Escuché por encima cómo le explicaba a Baba que él y su hermano conocían a los soldados rusos y afganos que estaban apostados en los puestos de control y que habían llegado a un acuerdo «provechoso para ambas partes». Aquello no era un sueño. A modo de indicación, nos sobrevoló de repente un Mig. Karim arrojó el cigarrillo y sacó una pistola del cinturón. Apuntó hacia el cielo y, simulando que disparaba, escupió y maldijo al Mig.

Me pregunté dónde estaría Hassan. Luego lo inevitable. Vomité sobre una maraña de malas hierbas. Las náuseas y los ruidos de las arcadas quedaron amortiguados por el rugido ensordecedor del Mig.

Veinte minutos después nos deteníamos en el puesto de control de Mahipar. El conductor dejó el camión en punto muerto y saltó del vehículo para saludar a las voces que se aproximaban. La gravilla crujía bajo sus pies. Se produjo un intercambio de palabras, breve y en voz baja. Un encendedor parpadeó.

– Spasseba.

Otro parpadeo de encendedor. Alguien rió, y el sonido estridente de aquella risotada me hizo pegar un salto. La mano de Baba me sujetó la pierna con firmeza. El hombre que reía se puso a cantar, con un marcado acento ruso, una versión calumniosa y desentonada de una antigua canción de boda afgana. «Ahesta boro, Mah-e-man, ahesta boro», ve despacio, encantadora luna, ve despacio.

Un taconeo de botas en el asfalto. Alguien abrió la cubierta de lona por la parte trasera del camión y asomaron tres caras. Una era la de Karim; los otros dos eran de soldados, uno afgano y el otro un ruso sonriente con cara de bulldog y un cigarrillo en la comisura de la boca. Tras ellos se veía una luna color hueso en el cielo. Karim y el soldado afgano intercambiaron brevemente unas palabras en pastún. Pude entender algo de lo que decían… Hablaban sobre Toor y su mala suerte. El soldado ruso introdujo la cabeza en la parte trasera del camión. Era él quien tarareaba la canción de boda y seguía el ritmo golpeando con un dedo el filo de la portezuela. Incluso bajo la tenue luz de la luna fui capaz de ver el brillo vidrioso de sus ojos mientras examinaba a todos los pasajeros. El sudor le resbalaba por las cejas, a pesar del frío. Su mirada se detuvo en la mujer joven del chal negro. Se dirigió en ruso a Karim sin quitarle a ella los ojos de encima. Karim le respondió lacónicamente y el soldado le replicó de una manera más lacónica aún. El soldado afgano dijo también algo en voz baja y conciliadora. Pero el soldado ruso gritó algo que hizo que los otros dos se encogieran. Yo notaba cómo Baba, a mi lado, iba poniéndose tenso. Karim tosió para aclararse la garganta y bajó la cabeza. Dijo que el soldado quería pasar media hora con la mujer en la parte trasera del camión.

La joven se tapó la cara con el chal y rompió a llorar. El pequeño, sentado en el regazo de su marido, rompió a llorar también. La cara del marido estaba tan pálida como la luna en el cielo. Le dijo a Karim que le pidiera al «señor soldado sahib» que tuviera un poco de piedad, que tal vez tuviera una hermana o una madre, que tal vez tuviera también una esposa. El ruso escuchó a Karim y escupió una retahíla de palabras.

– Es su precio por dejarnos pasar -dijo Karim. No se atrevía a mirar al esposo a los ojos.

– El precio lo hemos pagado. Él recibe ya un buen dinero -replicó el marido. Karim y el soldado ruso volvieron a hablar.

– Dice…, dice que cualquier precio tiene su impuesto.

Ahí fue cuando Baba se puso en pie. Era mi turno de sujetarle con firmeza la pierna, pero Baba se soltó enseguida y la apartó. Al levantarse, eclipsó la luna.

– Quiero preguntarle una cosa a este hombre -dijo Baba. Se lo dijo a Karim, pero tenía la mirada fija en el soldado ruso-. Pregúntale dónde tiene la vergüenza.

Hablaron.

– Dice que esto es la guerra. Que en la guerra no hay vergüenza.

– Dile que se equivoca. Que la guerra no niega la decencia. Que la exige, más incluso que en tiempos de paz.

«¿Tienes que ser siempre el héroe? -pensé con el corazón palpitante-. ¿No puedes dejarlo correr aunque sea sólo por una vez?» Pero sabía que no podía…, era su forma de ser. El problema era que su forma de ser iba a acabar con todos nosotros.

El soldado ruso le dijo algo a Karim esbozando una sonrisa.

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