Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Agha Sahib -dijo Karim-, estos roussi no son como nosotros. No comprenden nada sobre el respeto y el honor.

– ¿Qué ha dicho?

– Dice que metiéndote una bala disfrutará casi tanto como…

Karim se interrumpió, pero hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mujer que había encandilado al guardia. El soldado apagó el cigarrillo sin terminarlo y desenfundó su pistola.

«O sea, que aquí es cuando muere Baba -pensé-. Así es como va a suceder.» Recité mentalmente una oración que había aprendido en el colegio.

– Dile que me llevaré un millar de sus balas antes que permitir que se produzca esta indecencia -dijo Baba.

Mi mente regresó a aquel invierno de hacía seis años. Yo observaba el callejón desde la esquina. Kamal y Wali sujetaban a Hassan. Los músculos de las nalgas de Assef se tensaban y se destensaban, sus caderas se movían hacia delante y hacia atrás. Vaya héroe había sido yo, preocupándome por la cometa. A veces, también yo me preguntaba si era realmente hijo de Baba.

El ruso con cara de bulldog levantó el arma.

– Baba, siéntate, por favor -dije, tirándole de la manga-. Creo que piensa dispararte en serio.

Baba me apartó la mano.

– ¿Es que no te he enseñado nada? -me espetó, y se volvió hacia el sonriente soldado-. Dile que es mejor que me mate al primer disparo. Porque, si no caigo, lo voy a hacer pedazos. ¡Maldito sea su padre!

Mientras escuchaba la traducción, la sonrisa del soldado ruso no se desvaneció en ningún momento. Desactivó el dispositivo de seguridad de la pistola y apuntó hacia el pecho de Baba. Sentía que el corazón me golpeaba en la garganta. Me tapé la cara con las manos.

La pistola rugió.

«Ya está hecho. Tengo dieciocho años y estoy solo. No tengo a nadie en el mundo. Baba ha muerto y ahora tengo que enterrarlo. ¿Dónde lo entierro? ¿Adónde voy después?»

Pero el torbellino de pensamientos que rodaba en mi cabeza se detuvo repentinamente cuando abrí los ojos y vi a Baba todavía allí. Vi también a un oficial ruso que se había unido al grupo. Del cañón de su pistola vuelta hacia arriba salía humo. El soldado que pretendía matar a Baba había enfundado su arma y caminaba arrastrando los pies. Nunca había sentido con más fuerza la sensación de querer reír y llorar a la vez.

El oficial ruso, robusto y de pelo canoso, se dirigió a nosotros, expresándose en un mal farsi, y pidió disculpas por el comportamiento de su camarada.

– Los envían aquí a luchar -dijo-, pero no son más que niños y, cuando llegan aquí, descubren el placer de las drogas. -Dirigió al joven soldado la mirada arrepentida de un padre exasperado por el mal comportamiento de su hijo-. Éste se ha enganchado a la droga. Yo intento evitarlo, pero… -añadió, y luego hizo un gesto a modo de despedida.

Instantes después nos marchábamos. Oí una carcajada y luego la voz del soldado, calumniosa y desentonada, cantando la antigua canción de boda.

Avanzamos en silencio durante unos quince minutos antes de que el marido de la mujer joven se pusiera repentinamente en pie e hiciera algo que había visto hacer a muchos otros antes que a él: besar la mano de Baba.

La mala suerte de Toor. ¿No había oído hablar de eso en un retazo de conversación allí en Mahipar?

Entramos en Jalalabad una hora antes de que amaneciera. Karim nos hizo bajar rápidamente del camión y entramos en una casa de una planta situada en el cruce de dos caminos de tierra flanqueados por casas bajas, acacias y tiendas cerradas. Me subí el cuello del abrigo para protegerme del frío y arrastramos nuestras pertenencias al interior. Por algún motivo, recuerdo el olor a rábanos.

Una vez dentro de un salón vacío y escasamente iluminado, Karim cerró con llave la puerta principal y corrió las sábanas andrajosas que pasaban por cortinas. Luego respiró hondo y nos dio las malas noticias: su hermano Toor no podía llevarnos a Peshawar. Según nos explicó, la semana anterior se le había quemado el motor del camión y todavía estaba esperando que llegaran las piezas de recambio.

– ¡La semana pasada! -exclamó alguien-. Si lo sabías, ¿por qué nos has traído hasta aquí?

Capté por el rabillo del ojo un movimiento nervioso. Luego vi algo borroso que atravesaba la habitación como un rayo y lo siguiente que vi fue a Karim aplastado contra la pared, con los pies y sus correspondientes sandalias colgando a medio metro de altura del suelo. Alrededor de su cuello, las manos de Baba.

– Te diré por qué -dijo Baba-. Porque así él se ha sacado su tajada del viaje. Eso es lo único que le importa.

Karim articulaba sonidos guturales. Un reguero de saliva le caía por la comisura de la boca.

– Suéltelo, agha, está matándolo -dijo uno de los pasajeros.

– Eso es lo que pretendo hacer -replicó Baba.

Lo que ninguno de los presentes sabía era que Baba no bromeaba. Karim estaba poniéndose rojo y daba patadas. Baba siguió asfixiándolo hasta que la joven madre, la que le había gustado al soldado ruso, le suplicó que parase.

Cuando Baba finalmente lo soltó, Karim cayó al suelo dando vueltas en busca de aire. La estancia se quedó en silencio. Hacía menos de dos horas que Baba se había ofrecido voluntario para recibir una bala por salvar la honra de una mujer que ni siquiera conocía, y ahora estrangulaba a un hombre hasta casi producirle la muerte. Y lo habría hecho de no haber sido por las súplicas de esa misma mujer.

Alguien empezó a dar golpes en la puerta. No, no en la puerta, abajo.

– ¿Qué es eso? -preguntó alguien.

– Los otros -jadeó Karim, recuperando la respiración-. Están en el sótano.

– ¿Cuánto llevan esperando? -dijo Baba, abalanzándose sobre Karim.

– Dos semanas.

– Creí que habías dicho que el camión se estropeó la semana pasada.

Karim se frotó el cuello.

– Puede que fuera la semana anterior -musitó.

– ¿Cuánto tiempo tardarán?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar los recambios? -rugió Baba.

Karim se encogió, pero no dijo nada. Me alegré de que estuviera oscuro. No deseaba ver la mirada asesina en la cara de Baba.

•••

Un hedor a humedad y a moho me subió a la nariz cuando Karim abrió la puerta que conducía al sótano por medio de una inestable escalera. Bajamos en fila. Los peldaños crujían bajo el peso de Baba. En el frío sótano me sentí observado por ojos que centelleaban en la oscuridad. Vi formas acurrucadas por toda la habitación, sus siluetas perfiladas en las paredes por la tenue luz de un par de lámparas de queroseno. Un murmullo recorrió el sótano. Por encima de él, se oía el débil sonido de gotas de agua que caían en algún lugar, y algo más, un sonido chirriante.

Baba suspiró detrás de mí y dejó caer las bolsas.

Karim nos dijo que en un par de días el camión estaría arreglado. Que entonces emprenderíamos camino hacia Peshawar. Hacia la libertad. Hacia la seguridad.

El sótano fue nuestro hogar durante la semana siguiente y a la tercera noche descubrí el origen de los sonidos chirriantes. Ratas.

En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, conté en el sótano unos treinta refugiados. Nos sentamos hombro con hombro junto a la pared, comimos galletas, pan con dátiles y manzanas. Aquella primera noche todos los hombres rezaron juntos. Uno de los refugiados le preguntó a Baba por qué no se unía a ellos.

– Dios nos salvará. ¿Por qué no le rezas?

Baba aspiró una pizca de rapé y estiró las piernas.

– Lo que nos salvará son ocho cilindros y un buen carburador. -Eso los silenció a todos por lo que al tema de Dios se refiere.

Fue a última hora de aquella primera noche cuando descubrí que dos de las personas que se escondían con nosotros eran Kamal y su padre. Fue impresionante ver a Kamal sentado en el sótano a escasos metros de donde yo estaba. Pero cuando él y su padre se aproximaron a donde nos encontrábamos nosotros y vi su cara, lo vi de verdad…

27
{"b":"113528","o":1}