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Me senté en el borde de la cama con el cuaderno entre las manos, pensando en lo que Rahim Kan me había contado sobre Homaira y en su convicción de que lo que había hecho su padre había sido acertado. «Habría sufrido.» Igual que sucedía cuando el proyector de Kaka Homayoun se quedaba atascado en una misma diapositiva, esa misma imagen seguía centelleando en mi cabeza una y otra vez: Hassan, con la cabeza gacha, sirviendo refrescos a Assef y Wali. Tal vez fuera lo mejor. Reducir su sufrimiento. Y también el mío. Fuera como fuera, estaba claro: uno de los dos tenía que marcharse.

A última hora de la tarde cogí la Schwinn para derrapar con ella por primera y última vez. Di dos vueltas a la manzana y regresé a casa. Cuando llegué al camino de acceso al jardín trasero, vi a Hassan y a Alí atareados limpiando los restos de la fiesta de la noche anterior. El jardín estaba inundado de vasos de papel, servilletas arrugadas y botellas vacías de refresco. Alí plegaba las sillas y las colocaba junto a la pared. Me vio y me saludó.

– Salaam, Alí -dije, devolviéndole el saludo.

Levantó un dedo para pedirme que esperase y se dirigió a su vivienda. Un instante después, salió de nuevo con algo en las manos.

– Anoche ni Hassan ni yo tuvimos la oportunidad de darte esto -dijo, entregándome un paquete-. Es modesto y no es digno de ti, Amir agha. Pero esperamos que te guste. Feliz cumpleaños.

Se me hizo un nudo en la garganta.

– Gracias, Alí -contesté. Deseaba que no me hubiesen comprado nada. Abrí el paquete y me encontré con un Shahnamah nuevo, una edición de tapa dura con ilustraciones en color. Allí estaba Ferangis contemplando a su hijo recién nacido, Kai Khosrau. Y Afrasiyab, montado a lomos de su caballo, al frente de su ejército, armado con la espada. Y naturalmente, Rostam, infligiendo la herida mortal a su hijo, el guerrero Sohrab-. Es bonito -añadí.

– Hassan dijo que el que tenías estaba viejo y roto y que le faltaban algunas páginas. Éste tiene todos los dibujos hechos a mano, con pluma y tinta -me explicó orgulloso, hojeando el libro que ni él ni su hijo podían leer.

– Es precioso -comenté. Y lo era. Y, me imaginaba, nada barato. Quería decirle a Alí que no era el libro, sino yo, el que no era digno. Salté de nuevo a la bicicleta-. Dale las gracias a Hassan de mi parte.

Acabé sumando el libro a la pila de regalos del rincón de mi dormitorio. Pero mi mirada volvía a él una y otra vez, así que lo enterré en el fondo. Aquella noche, antes de acostarme, le pregunté a Baba si había visto por algún lado mi reloj nuevo.

A la mañana siguiente esperé en mi habitación a que Alí despejara la mesa del desayuno en la cocina. Esperé a que lavara los platos y limpiara las encimeras. Me aposté en la ventana del dormitorio y esperé a que Alí y Hassan saliesen a hacer las compras al bazar empujando sus carritos vacíos.

Entonces fui al montón de regalos, cogí el reloj y un par de los sobres que contenían dinero y salí de puntillas. Al pasar por delante del despacho de Baba me detuve a escuchar. Había estado toda la mañana allí encerrado, haciendo llamadas. En esos momentos hablaba con alguien sobre un cargamento de alfombras que debía llegar la semana siguiente. Bajé las escaleras, atravesé el jardín y entré en la vivienda de Alí y Hassan, que estaba situada junto al níspero. Levanté el colchón de Hassan y deposité allí mi reloj nuevo y un puñado de billetes afganos.

Esperé media hora más. Pasado ese tiempo, llamé a la puerta del despacho de Baba y le conté la que esperaba que fuese la última de una larga lista de mentiras vergonzosas.

A través de la ventana de mi habitación, vi que Alí y Hassan llegaban por el camino de entrada empujando las carretillas cargadas de carne, naan, fruta y verduras. Vi a Baba salir de casa y encaminarse hacia Alí. Sus bocas articulaban palabras que yo no podía oír. Baba señaló en dirección a la casa y Alí asintió. Se separaron. Baba entró de nuevo en casa y Alí siguió a Hassan hacia el interior de su choza.

Unos instantes después, Baba llamaba a mi puerta.

– Ven a mi despacho -dijo-. Vamos a sentarnos todos y a solucionar este tema.

Entré en el despacho de Baba y tomé asiento en uno de los sofás de piel. Hassan y Alí tardaron media hora o más en llegar.

Habían estado llorando los dos; era fácil de adivinar, porque llegaron con los ojos rojos e hinchados. Se colocaron frente a Baba, cogidos de la mano, y me pregunté cómo era posible que yo hubiera sido capaz de provocar un dolor como aquél.

Baba se adelantó y preguntó:

– Hassan, ¿has robado ese dinero? ¿Has robado también el reloj de Amir?

La respuesta de Hassan fue una única palabra, pronunciada con voz ronca y débil:

– Sí.

Me encogí, como si acabaran de darme un bofetón. Me dio un vuelco el corazón y a punto estuve de soltar la verdad. Entonces lo comprendí: se trataba del sacrificio final que Hassan hacía por mí. De haber respondido que no, Baba le hubiese creído porque todos sabíamos que Hassan no mentía nunca, y si Baba lo creía, entonces el acusado sería yo; tendría que explicarlo y saldría a la luz lo que yo era en realidad. Baba jamás me perdonaría. Y eso llevaba a otra conclusión: Hassan lo sabía. Sabía que yo lo había visto todo en el callejón y que me había quedado allí sin hacer nada. Sabía que lo había traicionado y a pesar de ello me rescataba una vez más, quizá la última. En ese momento lo quería, lo quería más que nunca querría a nadie, y deseaba decirles a todos que yo era la serpiente en la hierba, el monstruo en el lago. No merecía su sacrificio; yo era un mentiroso, un tramposo y un ladrón. Y lo habría dicho, pero una parte de mí se alegraba. Se alegraba de que todo aquello fuera a acabar pronto. Baba los despediría, habría un poco de sufrimiento, pero la vida continuaría. Y eso quería yo, continuar, olvidar, hacer borrón y cuenta nueva. Quería poder respirar de nuevo.

Pero Baba me sorprendió cuando dijo:

– Te perdono.

¿Perdonar? Pero si el robo era el pecado imperdonable, el denominador común de todos los pecados. «Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Le robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. No existe acto más miserable que el robo.» ¿No me había sentado Baba en sus rodillas y me había dicho esas palabras? Entonces, ¿cómo podía perdonar a Hassan? Y si Baba podía perdonar aquello, entonces ¿por qué no podía perdonarme a mí por no ser el hijo que siempre había querido? ¿Por qué…?

– Nos vamos, agha Sahib -dijo Alí.

– ¿Qué? -dijo Baba. El color le desapareció de la cara.

– No podemos seguir viviendo aquí -contestó Alí.

– Pero lo he perdonado, Alí, ¿no lo has oído? -dijo Baba.

– La vida aquí resulta imposible para nosotros, agha Sahib. Nos vamos.

Alí arrastró a Hassan hacia él y lo rodeó por el hombro. Era un gesto de protección y yo sabía de quién estaba protegiéndolo. Alí me miró y en su mirada fría e implacable vi que Hassan se lo había contado. Se lo había contado todo, lo que Assef y sus amigos le habían hecho, lo de la cometa, lo mío. Por extraño que parezca, me alegraba de que alguien supiese lo que yo era realmente; estaba cansado de disimular.

– No me importan ni el dinero ni el reloj -dijo Baba con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba-. No comprendo por qué… ¿Qué quieres decir con eso de imposible?

– Lo siento, agha Sahib, pero ya hemos hecho las maletas. Hemos tomado una decisión.

Baba se puso en pie. El dolor ensombrecía su semblante.

– Alí, ¿no te he proporcionado siempre todo lo que has necesitado? ¿No he sido bueno contigo y con Hassan? Eres el hermano que nunca tuve, Alí, lo sabes. No te vayas, por favor.

– No hagas esto más difícil de lo que ya es, agha Sahib -dijo Alí.

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