– ¡Qué se jodan los rusos!
Entonces explotó una carcajada en la barra a la que siguió como un eco la de todo el local. Baba invitó a otra ronda de cervezas a todo el mundo.
Cuando nos fuimos, todos parecían tristes de verlo marchar. Kabul, Peshawar, Hayward. «El viejo Baba de siempre», pensé, sonriendo.
Conduje hasta casa el viejo Buick Century de color ocre de Baba. Él se echó una cabezada por el camino, roncando como un compresor. Olía a tabaco y alcohol, dulce y punzante. En cuanto detuve el coche, se sentó y dijo con voz ronca:
– Continúa hasta el final de la manzana.
– ¿Por qué, Baba?
– Tú continúa. -Me hizo aparcar en el extremo sur de la calle. Hurgó en el bolsillo del abrigo y me entregó un juego de llaves-. Ten -dijo, señalando el coche que había aparcado delante del nuestro. Se trataba de un modelo antiguo de Ford, largo y ancho, de un color oscuro que no podía adivinar a la luz de la luna-. Necesita pintura y le pediré a uno de los chicos de la gasolinera que le cambie los parachoques, pero funciona. -Cogí las llaves, asombrado. Lo miré primero a él y luego al coche-. Lo necesitarás para ir a la universidad -dijo.
Le tomé la mano y se la apreté. Se me humedecieron los ojos y agradecí que las sombras nos ocultaran la cara.
– Gracias, Baba.
Salimos y nos sentamos en el Ford. Era un Grand Torino. «Azul marino», dijo Baba. Di una vuelta a la manzana con él para comprobar los frenos, la radio, los intermitentes. Luego lo dejé en el aparcamiento de nuestro edificio y apagué el motor.
– Tashakor, Baba jan -dije. Deseaba decir algo más, explicarle lo conmovido que me sentía por su amabilidad, lo mucho que apreciaba todo lo que había hecho por mí, todo lo que seguía haciendo. Pero sabía que lo pondría violento-. Tashakor -me limité a repetir.
Sonrió y se apoyó en el reposacabezas; la frente le rozaba el techo. No dijimos nada. Nos limitamos a permanecer sentados en la oscuridad, escuchando el tinc-tinc que hacía el motor al enfriarse, el lamento de una sirena a lo lejos. Entonces Baba volvió la cabeza hacia mí.
– Me habría gustado que Hassan hubiese estado hoy con nosotros -afirmó.
Un par de manos de acero se cernieron sobre mi garganta al oír mencionar el nombre de Hassan. Bajé la ventanilla. Esperé a que las manos de acero disminuyeran la presión.
El día después de la graduación le dije a Baba que en otoño me matricularía en la universidad para sacarme una diplomatura. Él estaba bebiendo té frío y mascando semillas de cardamomo, su antídoto personal para combatir la resaca.
– Creo que estudiaré lengua -dije. Me estremecí interiormente, a la espera de su respuesta.
– ¿Lengua?
– Creación literaria.
Reflexionó un poco. Dio un sorbo de té.
– Cuentos, quieres decir. Escribirás cuentos. -Me miré los pies-. ¿Pagan por eso? ¿Por escribir cuentos?
– Si eres bueno… Y si te descubren.
– ¿Cuántas probabilidades hay de que eso ocurra, de que te descubran?
– Sucede a veces.
Movió la cabeza.
– ¿Y qué harás mientras esperas a ser bueno y a que te descubran? ¿Cómo ganarás dinero? Si te casas, ¿cómo mantendrás a tu khanum?
Me veía incapaz de levantar la vista para enfrentarme a aquello.
– Yo… encontraré un trabajo.
– Oh. Wah wah. O sea, que, si lo he entendido bien, estudiarás un par de años para diplomarte y luego buscarás un trabajo chatti como el mío, uno que podrías obtener fácilmente hoy mismo, vistas las escasas posibilidades de que algún día tu diplomatura pueda ayudarte a conseguir… que te descubran.
Respiró hondo y dio un nuevo sorbo de té. Luego dijo algo relacionado con la escuela de medicina, de abogacía, y «trabajo de verdad».
Me ardían las mejillas y me inundaba un sentimiento de culpa, la culpa de darme yo mis caprichos a expensas de su úlcera, sus uñas negras y sus doloridas muñecas. Pero decidí mantenerme en mis trece. No quería sacrificarme más por Baba. La última vez que lo había hecho me había maldecido por ello.
Baba suspiró, y esa vez se introdujo en la boca un puñado entero de semillas de cardamomo.
En ocasiones me sentaba al volante de mi Ford, bajaba las ventanillas y conducía durante horas, de East Bay a South Bay, hasta Peninsula, ida y vuelta. Conducía por la cuadrícula de calles flanqueadas por álamos de Virginia de nuestro barrio de Fremont, donde gente que jamás le había estrechado la mano a un rey vivía en humildes casas de una sola planta con ventanas con rejas y donde viejos coches como el mío dejaban manchas de aceite en el asfalto. Los jardines traseros de las casas estaban rodeados de verjas de color gris grafito cerradas con cadenas. Las parcelas de césped delanteras estaban descuidadas y en ellas se amontonaban juguetes, neumáticos desgastados y botellas de cerveza con la etiqueta despegada. Conducía por parques llenos de sombras que olían a corteza de árboles, pasaba junto a hileras de centros comerciales lo bastante grandes para albergar simultáneamente cinco torneos de Buzkashi. Ascendía con el Ford Torino hasta las colinas de Los Altos y me detenía junto a propiedades con ventanales y leones plateados que custodiaban las verjas de hierro forjado, casas con fuentes con querubines que flanqueaban pulidos paseos y sin ningún Ford Torino aparcado en la acera. Casas que convertían la que Baba poseía en Wazir Akbar Kan en una cabaña para los criados.
Algunos sábados por la mañana me levantaba temprano y me dirigía al sur por la autopista diecisiete, para luego ascender renqueando por la sinuosa carretera que atravesaba las montañas hasta llegar a Santa Cruz. Aparcaba junto al viejo faro y contemplaba los bancos de niebla que se levantaban desde el mar poco antes de la salida del sol. En Afganistán sólo había visto el mar en el cine. Sentado en la oscuridad, junto a Hassan, me preguntaba si sería cierto lo que había leído, que el aire del mar olía a salado. Yo le decía a Hassan que algún día pasearíamos por una playa llena de algas, hundiríamos los pies en la arena y veríamos el agua retirándose de nuestros talones. La primera vez que vi el Pacífico casi me eché a llorar. Era tan grande y tan azul como los océanos de las películas de mi infancia.
A veces, a primera hora de la tarde, aparcaba el coche y me subía al paso elevado de una autopista. Presionaba la cara contra la valla y, forzando la vista al máximo, intentaba contar las parpadeantes luces traseras que pasaban por debajo. BMW. Saab. Porsche. Coches que nunca había visto en Kabul, donde la mayoría de la gente conducía Volga rusos, Opel viejos o Paikan iraníes.
Habían pasado casi dos años desde nuestra llegada a Estados Unidos y aún seguía maravillándome el tamaño del país, su inmensidad. Más allá de cualquier autopista había otra autopista, más allá de cualquier ciudad, otra ciudad, colinas más allá de las montañas, y montañas más allá de las colinas, y más allá de éstas, más ciudades y más gente.
Mucho antes de que el ejército roussi invadiera Afganistán, mucho antes de que incendiaran los pueblos y destruyeran las escuelas, mucho antes de que se plantasen minas como si de semillas de muerte se tratara y se enterrasen niños en tumbas construidas con un montón de piedras, Kabul se había convertido para mí en una ciudad de fantasmas. Una ciudad de fantasmas de labios leporinos.
América era distinta. América era un río que descendía con gran estruendo, inconsciente del pasado. Y yo podía vadear ese río, dejar que mis pecados se hundieran en el fondo, dejar que las aguas me arrastraran hacia algún lugar lejano. Algún lugar sin fantasmas, sin recuerdos y sin pecados.
Aunque sólo fuera por eso, aceptaba América.
El verano siguiente, el verano de 1984, cuando cumplí los veintiuno, Baba vendió su Buick y compró por quinientos cincuenta dólares un desvencijado autobús Volkswagen del 71 a un antiguo conocido afgano que había sido profesor de ciencias en Kabul. El vecindario entero volvió la cabeza la tarde en que el autobús hizo su entrada en la calle, chisporroteando y echando gases hasta llegar a nuestro aparcamiento. Baba apagó el motor y dejó que el autobús se deslizara en silencio hasta la plaza que teníamos asignada. Nos hundimos en los asientos, nos reímos hasta que nos rodaron las lágrimas por las mejillas y, lo que es más importante, hasta que nos aseguramos de que los vecinos ya no nos miraban. El autobús era una triste carcasa de metal oxidado, las ventanillas habían sido sustituidas por bolsas de basura de color negro, los neumáticos estaban desgastados y la tapicería destrozada hasta el punto de que se veían los muelles. Pero el anciano profesor le había garantizado a Baba que el motor y la transmisión funcionaban, y, en lo que a eso se refería, no le había mentido.