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Los sábados Baba me despertaba al amanecer. Mientras él se vestía, yo examinaba los anuncios clasificados de los periódicos de la zona y marcaba con un círculo los de ventas de objetos usados. Luego preparábamos la ruta en el mapa: Fremon, Union City, Newark y Hayward; luego San Jose, Milpitas, Sunnyvale y Campbell, si nos daba tiempo. Baba conducía el autobús y bebía té caliente del termo, y yo lo guiaba. Nos deteníamos en los puestos de objetos usados y comprábamos baratijas que la gente ya no quería. Regateábamos el precio de máquinas de coser viejas, Barbies con un solo ojo, raquetas de tenis de madera, guitarras sin cuerdas o viejos aspiradores Electrolux. A media tarde habíamos llenado de objetos usados la parte trasera del viejo autobús. Después, los domingos por la mañana a primera hora, nos dirigíamos al mercadillo de San Jose, en las afueras de Berryessa, alquilábamos un puesto y vendíamos los trastos a un precio que nos permitía obtener un pequeño beneficio: un disco de Chicago que el día anterior habíamos comprado por veinticinco centavos podíamos venderlo por un dólar, o cinco discos por cuatro dólares; una destartalada máquina de coser Singer adquirida por diez dólares podía, después de cierto regateo, venderse por veinticinco.

Aquel verano, una zona entera del mercadillo de San Jose estaba ocupado por familias afganas. En los pasillos de la sección de objetos de segunda mano se oía música de mi país. Entre los afganos del mercadillo existía un código de comportamiento no escrito: saludar al tipo del puesto que estaba frente al tuyo, invitarlo a patatas bolani o a qabuli y charlar con él. Ofrecerle tus condolencias, tassali, por el fallecimiento de un familiar, felicitarlo por el nacimiento de algún hijo y sacudir la cabeza en señal de duelo cuando la conversación viraba hacia Afganistán y los roussis…, algo que resultaba inevitable. Pero había que evitar el tema de los sábados, porque podía darse el caso de que quien estaba enfrente de ti fuera el tipo al que casi te habías cargado a la salida de la autopista para ganarle la carrera hasta un puesto de venta de objetos usados prometedor.

En los pasillos sólo había una cosa que corría más que el té: los cotilleos afganos. El mercadillo era el lugar donde se bebía té verde con kolchas de almendra y donde te enterabas de que la hija de alguien había roto su compromiso para fugarse con un novio americano, o de quién había sido parchami, comunista, en Kabul, y de quién había comprado una casa con dinero negro mientras seguía cobrando el subsidio. Té, política y escándalos, los ingredientes de un domingo afgano en el mercadillo.

A veces me quedaba a cargo del puesto mientras Baba deambulaba arriba y abajo, con las manos respetuosamente colocadas a la altura del pecho, y saludaba a gente que conocía de Kabul: mecánicos, sastres que vendían abrigos de lana de segunda mano y cascos de bicicleta viejos, antiguos embajadores, cirujanos en paro y profesores de universidad.

Un domingo de julio de 1984, por la mañana temprano, mientras Baba montaba el puesto, fui a buscar dos tazas de café en el de la dirección y cuando volví me encontré a Baba charlando con un hombre mayor y de aspecto distinguido. Deposité las tazas sobre el parachoques trasero del autobús, junto a la pegatina de «Reagan/Bush para el 84».

– Amir -dijo Baba, indicándome que me acercara-, te presento al general sahib, el señor Iqbal Taheri. Fue general condecorado en Kabul. Entonces trabajaba en el ministerio de Defensa.

Taheri. ¿De qué me sonaba ese nombre?

El general se rió como quien está acostumbrado a asistir a fiestas formales donde hay que reír cualquier gracia que hagan los personajes importantes. Tenía el cabello fino y canoso, peinado hacia atrás; la frente, sin arrugas y bronceada, y cejas tupidas con algunas canas. Olía a colonia y vestía un traje con chaleco de color gris oscuro, brillante en algunas zonas de tanto plancharlo; del chaleco le colgaba la cadena de oro de un reloj.

– Una presentación muy rimbombante -dijo con voz profunda y cultivada-. Salaam, bachem. Hola, hijo mío.

– Salaam, general sahib -dije, estrechándole la mano. Sus manos finas contradecían el fuerte apretón, como si detrás de aquella piel hidratada se ocultara acero.

– Amir será un gran escritor -comentó Baba. Yo hice de aquello una doble lectura-. Ha finalizado su primer año de licenciatura en la universidad y ha obtenido sobresalientes en todas las asignaturas.

– Diplomatura -le corregí.

– Mashallah -dijo el general Taheri-. ¿Piensas escribir sobre nuestro país, nuestra historia, quizá? ¿Sobre economía?

– Escribo novelas -contesté, pensando en la docena aproximada de relatos cortos que había escrito en el cuaderno de tapas de piel que me había regalado Rahim Kan y preguntándome por qué me sentía de repente tan violento por eso en presencia de aquel hombre.

– Ah, novelista. Sí, la gente necesita historias que la entretengan en los momentos difíciles como éste. -Apoyó la mano en el hombro de Baba y se volvió hacia mí-. Hablando de historias, tu padre y yo estuvimos un día de verano cazando faisanes juntos en Jalalabad -dijo-. Era una época maravillosa. Si no recuerdo mal, el ojo de tu padre era tan agudo para la caza como para los negocios.

Baba dio un puntapié con la bota a una raqueta de madera que teníamos expuesta en el suelo sobre la lona.

– Para algunos negocios.

El general Taheri consiguió esgrimir una sonrisa triste y a un tiempo cortés, exhaló un suspiro y dio unos golpecitos amables en la espalda de Baba.

– Zendagi migzara -dijo-. La vida continúa. -Después me miró a mí-. Los afganos tendemos a ser considerablemente exagerados, bachem, y muchas veces he oído calificar de «grande» a muchas personas. Sin embargo, tu padre pertenece a la minoría que realmente se merece ese atributo.

Aquel pequeño discurso me pareció igual que su traje: utilizado a menudo y artificialmente brillante.

– Me adulas -dijo Baba.

– No -objetó el general, ladeando la cabeza y poniéndose la mano en el pecho en señal de humildad-. Los jóvenes deben conocer el legado de sus padres. ¿Aprecias a tu padre, bachem? ¿Lo aprecias de verdad?

– Balay, general sahib, por supuesto -dije, deseando que dejara de llamarme de esa forma.

– Felicidades, entonces. Te encuentras ya a medio camino de convertirte en un hombre -dijo, sin rastro de humor, sin ironía, el cumplido de un arrogante.

– Padar jan, te has olvidado el té -dijo entonces la voz de una mujer joven.

Estaba detrás de nosotros, una belleza de caderas esbeltas, con una melena de terciopelo negra como el carbón, con un termo abierto y una taza de corcho en la mano. Parpadeé y se me aceleró el corazón. Sus cejas, espesas y oscuras, se rozaban por encima de la nariz como las alas arqueadas de un pájaro en pleno vuelo. Tenía la nariz graciosamente aguileña de una princesa de la antigua Persia… Tal vez la de Tahmineh, esposa de Rostam y madre del Shahnamah. Sus ojos, marrón nogal y sombreados por pestañas como abanicos, se cruzaron con los míos. Mantuvieron un instante la mirada y se alejaron.

– Muy amable, querida -dijo el general Taheri mientras le cogía la taza.

Antes de que ella se volviera para marcharse, vi una marca de nacimiento, oscura, en forma de hoz, que destacaba sobre su piel suave justo en el lado izquierdo de la mandíbula. Se encaminó hacia una furgoneta de color gris mortecino que estaba aparcada dos pasillos más allá del nuestro y guardó el termo en su interior. Cuando se arrodilló entre cajas de discos y libros viejos, la melena le cayó hacia un lado formando una cortina.

– Es mi hija, Soraya jan -nos explicó el general Taheri. Respiró hondo, como quien quiere cambiar de tema, y echó un vistazo al reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco-. Bueno, es hora de ir a instalarnos. -Él y Baba se besaron en la mejilla y luego a mí me estrechó una mano entre las suyas-. Buena suerte con la escritura -dijo, mirándome a los ojos. Sus ojos azules no revelaban los pensamientos que se ocultaban tras ellos.

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