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Lo miré desde el otro lado de la mesa: tenía las uñas desconchadas y negras por el aceite de motor, y los nudillos pelados, y los olores de la gasolinera (polvo, sudor y combustible) impregnaban su ropa. Baba era como el viudo que vuelve a casarse, pero es incapaz de olvidarse de su esposa muerta. Añoraba los campos de caña de azúcar de Jalalabad y los jardines de Paghman. Añoraba a la gente entrando y saliendo de su casa, añoraba pasear por los bulliciosos callejones del Shor Bazaar y saludar a la gente que le conocía a él y había conocido a su padre, que había conocido a su abuelo, gente que compartía antepasados con él, cuyas vidas se entrelazaban con la suya.

Para mí, América era un lugar donde enterrar mis recuerdos.

Para Baba, un lugar donde llorar los suyos.

– Tal vez deberíamos regresar a Peshawar -dije, con la mirada fija en el cubito de hielo que flotaba en mi vaso de agua. Habíamos pasado seis meses en Peshawar a la espera de que el INS, el Servicio de Inmigración y Naturalización, dependiente del gobierno de Estados Unidos, emitiera nuestros visados. El tenebroso apartamento de un solo dormitorio apestaba a calcetines sucios y excrementos de gato, pero estábamos rodeados de gente que conocíamos… Al menos gente que Baba conocía. Había invitado a cenar a todo el pasillo de vecinos, en su mayoría afganos a la espera de recibir sus visados. Inevitablemente, alguno de ellos llegaría con un conjunto de tabla y alguno que otro con un armonio. Prepararían el té y alguien con una voz aceptable cantaría hasta que el sol se pusiera y los mosquitos dejasen de molestar, y aplaudirían hasta que les doliesen las manos.

– Allí eras más feliz, Baba. Era más como estar en casa -dije.

– Peshawar estaba bien para mí. No para ti.

– Aquí trabajas mucho.

– Ahora no estoy tan mal -replicó, refiriéndose a que se había convertido en jefe del turno de día de la gasolinera. Pero yo había observado la mala cara que tenía y cómo se frotaba las muñecas los días húmedos. Y el sudor de su frente cuando después de comer buscaba el bote de los antiácidos-. Además, no vinimos aquí por mí, ¿no? Estiré un brazo por encima de la mesa y le cogí la mano. Mi mano de estudiante, limpia y suave, sobre su mano de trabajador, áspera y callosa. Pensé en todos los camiones, trenes y bicicletas que me había comprado en Kabul. Y luego América. El último regalo para Amir.

Un mes después de llegar a Estados Unidos, Baba encontró trabajo en Washington Boulevard como empleado en la gasolinera de un conocido afgano (había empezado a buscar trabajo a la semana de nuestra llegada). Seis días a la semana, Baba realizaba turnos de doce horas llenando depósitos de gasolina, encargándose de la caja registradora, cambiando aceite y limpiando parabrisas. A veces, cuando le llevaba la comida, lo encontraba buscando un paquete de tabaco en alguna estantería, ojeroso y pálido bajo la luz de los fluorescentes, y con un cliente esperando en el lado opuesto de aquel mostrador manchado de aceite. El timbre de la puerta sonaba a mi entrada y Baba miraba por encima del hombro, me saludaba con la mano y me sonreía. Tenía los ojos humedecidos por el cansancio.

El mismo día en que lo contrataron, Baba y yo acudimos a nuestra asistente social en San José, la señora Dobbins. Se trataba de una mujer obesa, de raza negra. Tenía una mirada risueña y se le formaban hoyuelos al sonreír. Una vez me dijo que cantaba en la iglesia, y yo le creí, pues poseía una voz que me evocaba la leche caliente con miel. Baba depositó el talón de cupones para comida sobre su escritorio.

– Gracias, pero no los quiero -dijo Baba-. Yo siempre trabajo. En Afganistán trabajo, en América trabajo. Muchas gracias, señora Dobbins, pero no me gusta el dinero gratis.

La señora Dobbins pestañeó. Cogió los cupones y nos miró, primero a mí y luego a Baba, como si estuviéramos tramando una travesura o «tendiéndole una trampa», como solía decir Hassan.

– Llevo quince años en este trabajo y nadie había hecho esto -dijo.

Y así fue como Baba acabó con la humillación que le provocaban los cupones de comida al llegar a la caja registradora; de esa manera se deshizo de uno de sus mayores temores: que un afgano lo viera comprando comida con dinero de la beneficencia. Baba salió de aquella oficina como quien ha sido curado de un tumor.

Aquel verano de 1983 me gradué en la escuela superior. Tenía veinte años y, de entre los que aquel día lanzaron el birrete al aire en el campo de fútbol, sin duda era el mayor. Recuerdo que perdí a Baba entre el enjambre de familias, cámaras de fotos y togas azules. Lo encontré cerca de la línea de las veinte yardas, con las manos hundidas en los bolsillos y la cámara colgando sobre el pecho. Aparecía y desaparecía detrás de la multitud que se agitaba entre nosotros: chicas histéricas vestidas de azul que gritaban y lloraban, chicos que presumían entre ellos de sus padres. La barba de Baba empezaba a encanecer y su cabello a clarear en las sienes. ¿No era más alto en Kabul?… Llevaba el traje marrón (su único traje, el que utilizaba para asistir a las bodas y los funerales afganos) y la corbata roja que le había regalado aquel mismo año con motivo de su cincuenta cumpleaños. Entonces me vio y me saludó con la mano. Sonrió. Me hizo señas para que me pusiera el birrete y me hizo una fotografía con la torre del reloj del colegio al fondo. Le sonreí, pues en cierto sentido aquél era más su día que el mío. Se acercó, me rodeó por el cuello con un brazo y me dio un beso en la frente.

– Estoy moftakhir, Amir -dijo. Orgulloso. Le brillaron los ojos cuando lo dijo, y me gustó ser el receptor de aquella mirada.

Por la noche me llevó a un restaurante afgano de kabob, situado en Hayward, y pidió comida en abundancia. Le explicó al propietario que su hijo iría a la universidad en otoño. Habíamos discutido brevemente ese tema antes de la graduación y yo le había dicho que quería trabajar, ayudar, ahorrar algo de dinero, que ya iría a la universidad el curso siguiente. Pero él me había disparado una de esas miradas que volatilizaban las palabras de mi lengua.

Después de cenar, Baba me llevó a un bar que había enfrente del restaurante. Se trataba de un lugar oscuro cuyas paredes estaban impregnadas del olor acre de la cerveza que tanto me ha disgustado siempre. Hombres con gorras de béisbol se emborrachaban con tanques de cerveza mientras jugaban al billar. Sobre las mesas verdes se cernían nubes de humo de cigarrillos que ascendían formando remolinos hacia la luz de los fluorescentes. Atraíamos las miradas de la concurrencia. Baba, con su traje marrón, y yo, con pantalones planchados con raya y chaqueta deportiva. Nos sentamos en la barra, junto a un anciano cuya cara curtida ofrecía un aspecto enfermizo bajo el resplandor azul del cartel de Michelob que colgaba del techo. Baba encendió un cigarrillo y pidió dos cervezas.

– Esta noche soy muy feliz -anunció a todos y a nadie-. Esta noche bebo con mi hijo. Y otra para mi amigo -dijo, dándole un golpecito en la espalda al anciano. El viejo saludó con la gorra y sonrió. No tenía dientes superiores.

Baba se tomó la cerveza en tres tragos y pidió otra. Se bebió tres antes de que yo acabara a la fuerza una cuarta parte de la mía. Por entonces ya había pedido un whisky para el anciano e invitado a cuatro de los que jugaban al billar con una jarra de Budweiser. La gente le estrechaba la mano y le propinaba golpecitos en la espalda. Todos bebían a su salud. Alguien le dio fuego. Baba se aflojó la corbata, le entregó al anciano un puñado de monedas de veinticinco centavos y señaló en dirección a la máquina de discos.

– Dile que ponga sus canciones favoritas -me dijo.

El anciano asintió con la cabeza y le hizo a Baba una reverencia. La música country empezó a sonar al instante y, de esta manera, Baba puso en marcha una fiesta.

En determinado momento, Baba se puso en pie, levantó su cerveza, derramándola sobre el suelo lleno de serrín, y gritó:

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