– Björck -contestó Wadensjöö-. Lo único que explica que Bjurman encontrara a Zalachenko es que Björck le diera la información.
– Mierda -dijo Gullberg.
Lisbeth Salander experimentó una creciente sensación de desagrado unida a una fuerte irritación. Por la mañana, dos enfermeras habían entrado a cambiarle las sábanas. Vieron el lápiz enseguida.
– ¡Anda! ¿Cómo habrá venido a parar esto aquí? -dijo una de las enfermeras para, acto seguido, meterse el lápiz en el bolsillo mientras Lisbeth la observaba con mirada asesina.
Lisbeth volvió a estar desarmada y, además, se sintió tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar.
Se había encontrado mal durante todo el fin de semana. Tenía un terrible dolor de cabeza y estaba tomando unos analgésicos muy potentes. Sufría un sordo y constante dolor que podía, de buenas a primeras, penetrarle en el hombro como un cuchillo cuando se movía sin cuidado o desplazaba el peso corporal. Se hallaba tumbada de espaldas con un collarín en el cuello que debería llevar unos cuantos días más hasta que la herida de la cabeza empezara a cicatrizar. El domingo tuvo una fiebre que alcanzó los 38,7 grados. La doctora Helena Endrin constató que tenía una infección en el cuerpo. En otras palabras: no estaba bien. Una conclusión a la que Lisbeth ya había llegado sin necesidad de ningún termómetro.
Advirtió que de nuevo se hallaba amarrada a una cama institucional del Estado, aunque esta vez le faltara el correaje que la sujetaba. Algo que se le antojó innecesario: ni siquiera tenía fuerzas para incorporarse en la cama, mucho menos para salir de excursión.
El lunes, hacia la hora de comer, recibió la visita del doctor Anders Jonasson. Le resultó familiar.
– Hola. ¿Te acuerdas de mí?
Ella negó con la cabeza.
– Estabas bastante aturdida, pero fui yo quien te desperté después de la operación. Y fui yo quien te operé. Sólo quería preguntarte cómo te encuentras y si todo va bien.
Lisbeth le contempló con unos ojos enormes: debería resultarle obvio que no todo iba bien.
– Me han dicho que anoche te quitaste el collarín.
Ella asintió.
– No te lo hemos puesto porque nos haya dado la gana, sino para que mantengas la cabeza quieta mientras se inicia el proceso de curación.
Observó a la chica, que seguía callada.
– Vale -dijo él, concluyendo-. Sólo quería ver cómo te encontrabas.
Ya había llegado a la puerta cuando oyó la voz de Lisbeth.
– Jonasson, ¿verdad?
Se dio la vuelta y, asombrado, le dedicó una sonrisa.
– Correcto. Si te acuerdas de mi nombre es que te encuentras mejor de lo que pensaba.
– ¿Y fuiste tú quien me sacó la bala?
– Eso es.
– ¿Podrías decirme cómo estoy? Nadie me dice nada.
Se acercó a la cama y la miró a los ojos.
– Has tenido suerte. Te dispararon en la cabeza pero la bala no parece haber dañado ninguna zona vital. El riesgo que corres ahora mismo es el de sufrir hemorragias cerebrales. Por eso queremos que te mantengas quieta. Tienes una infección en el cuerpo, producida, al parecer, por la herida del hombro. Es posible que tengamos que volver a operarte si no podemos vencerla con antibióticos. Te espera una época dolorosa hasta que te cures. Pero, tal y como se presentan las cosas, albergo buenas esperanzas de que te recuperes del todo.
– ¿Y me puede causar daños cerebrales?
El doctor dudó un instante antes de decir:
– Sí, el riesgo está ahí. Pero todo indica que vas evolucionando bien. Luego existe la posibilidad de que te queden secuelas en el cerebro que te puedan crear problemas; por ejemplo, que desarrolles epilepsia o alguna otra contrariedad. Pero, si te soy sincero, eso no son más que especulaciones. La cosa tiene ahora buena pinta. Te estás curando. Y si a lo largo del proceso surgen problemas, los intentaremos resolver. ¿Es mi respuesta lo bastante clara?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí metida?
– ¿Te refieres al hospital? Por lo menos un par de semanas antes de que te dejemos ir.
– No, me refiero a cuándo podré levantarme y empezar a andar y moverme.
– No lo sé. Depende de la curación. Pero échale como mínimo dos semanas antes de que te dejemos empezar con alguna forma de terapia física.
Ella lo contempló seriamente durante un largo rato.
– ¿No tendrás por casualidad un cigarrillo? -preguntó.
Anders Jonasson rió espontáneamente y negó con la cabeza.
– Lo siento. Aquí no se puede fumar. Pero si quieres, voy por un parche o un chicle de nicotina.
Ella meditó la respuesta un instante y luego asintió. Acto seguido lo volvió a mirar.
– ¿Cómo está ese viejo cabrón?
– ¿Quién? ¿Quieres decir…?
– El que entró conmigo.
– Ningún amigo tuyo, por lo que veo. Bueno, sobrevivirá, y la verdad es que ha estado levantado y andando con muletas. Desde un punto de vista físico, está más maltrecho que tú y presenta una lesión facial muy dolorosa. Según tengo entendido, le diste con un hacha en la cabeza.
– Intentó matarme -dijo Lisbeth en voz baja.
– Vaya, pues eso no me parece bien… Debo irme. ¿Quieres que vuelva a visitarte?
Lisbeth Salander se quedó reflexionando. Luego asintió. Cuando él cerró la puerta, ella miró hacia el techo pensativa. ¡Le han dado muletas a Zalachenko: eso es lo que oí anoche!
Enviaron a Jonas Sandberg, el más joven del grupo, a comprar algo para comer. Volvió con sushi y unas cervezas sin alcohol y lo puso todo en la mesa de reuniones. Evert Gullberg sintió un nostálgico estremecimiento: así era en su época cuando alguna operación entraba en una fase crítica y se quedaban trabajando día y noche.
Sin embargo, en su época, a nadie se le habría ocurrido la absurda idea de pedir pescado crudo para comer. Deseaba que Sandberg hubiese pedido albóndigas con confitura de arándanos rojos y puré de patatas. Pero, por otra parte, tampoco tenía mucha hambre, así que apartó el plato de sushi sin ningún remordimiento. Cogió un trozo de pan y bebió agua mineral.
Siguieron hablando durante la comida. Habían llegado a ese punto en el que debían resumir la situación y decidir qué medidas tomar. Se trataba de decisiones urgentes.
– Nunca llegué a conocer a Zalachenko -dijo Wadensjöö-. ¿Cómo era?
– Igual que hoy en día, supongo -contestó Gullberg-. De una enorme inteligencia y con una memoria para los detalles prácticamente fotográfica. Pero, según mi opinión, un verdadero hijo de puta. Y añadiría que algo perturbado.
– Jonas, tú lo viste ayer. ¿Cuál es tu conclusión? -preguntó Wadensjöö.
Jonas Sandberg dejó los cubiertos.
– Tiene el control. Ya os he contado lo de su ultimátum. O hacemos desaparecer todo esto como por arte de magia o hará estallar la Sección en mil pedazos.
– ¿Cómo coño espera que hagamos desaparecer algo que se ha repetido hasta la saciedad en todos los medios de comunicación? -preguntó Georg Nyström.
– No se trata de lo que nosotros podamos o no podamos hacer. Se trata de la necesidad que tiene Zalachenko de controlarnos -dijo Gullberg.
– ¿Tú qué opinas? ¿Lo hará? ¿Hablará con los medios de comunicación? -preguntó Wadensjöö.
Gullberg contestó pausadamente.
– Resulta casi imposible saberlo. Zalachenko no lanza amenazas en vano, y hará lo que más le convenga. En ese sentido es previsible. Si le favorece hablar con los medios de comunicación… si puede obtener una amnistía o una reducción de pena, lo hará. O si se siente traicionado y quiere jodernos.
– ¿Independientemente de las consecuencias?
– Sobre todo eso. Para él se trata de mostrarse más duro que nosotros.
– Pero aunque Zalachenko hable es muy posible que nadie lo crea. Para probar algo tienen que entrar en nuestro archivo. Y él no conoce esta dirección.
– ¿Quieres asumir ese riesgo? Pongamos que Zalachenko habla. ¿Quién más se irá de la lengua después?¿Qué hacemos si Björck confirma la historia? Y Clinton, con su aparato de diálisis… ¿qué pasaría si de repente se convirtiera en un hombre religioso y amargado de todo y de todos? Imagínate que quiere confesar sus pecados. Créeme: si alguien habla, será el final de la Sección.