En alguna de las habitaciones que quedaban entre la suya y la de las enfermeras se encontraba Lisbeth Salander.
Cerró la puerta con cuidado, volvió cojeando a la cama y se quitó la prótesis. Cuando por fin consiguió meterse bajo las sábanas estaba empapado en sudor.
El inspector Jerker Holmberg regresó a Estocolmo el domingo a mediodía. Se sentía cansado, tenía hambre y estaba muy quemado. Cogió el metro hasta Rådhuset, enfiló Bergsgatan y, nada más entrar en la jefatura de policía, se dirigió al despacho del inspector Jan Bublanski. Sonja Modig y Curt Svensson ya habían llegado. Bublanski había convocado la reunión precisamente en domingo porque sabía que ese día el instructor del sumario, Richard Ekström, estaba ocupado en otro sitio.
– Gracias por venir -dijo Bublanski-. Creo que ya va siendo hora de que hablemos con tranquilidad e intentemos aclarar todo este follón. Jerker, ¿alguna novedad?
– Nada que no haya dicho ya por teléfono. Zalachenko no da su brazo a torcer ni un milímetro: se declara inocente y dice que no nos puede ayudar en nada. Sólo que…
– ¿Qué?
– Tenías razón, Sonja: es una de las personas más desagradables que he conocido en mi vida. Suena ridículo decirlo. Los policías no deberíamos razonar en estos términos, pero hay algo que da miedo bajo su fría y calculadora fachada.
– De acuerdo -dijo Bublanski tras aclararse la voz-. ¿Qué sabemos? ¿Sonja?
Ella esbozó una fría sonrisa.
– Los detectives aficionados nos han ganado este asalto. No he podido encontrar a Zalachenko en ningún registro oficial; lo que sí figura es que un tal Karl Axel Bodin nació en Uddevalla en 1942. Sus padres eran Marianne y Georg Bodin. Existieron realmente, pero fallecieron en un accidente en 1946. Karl Axel Bodin se crió en casa de un tío suyo que vivía en Noruega. O sea, que no hay datos sobre él hasta que regresó a Suecia, en los años setenta. Parece imposible verificar que se trate de un agente que desertó del GRU, tal y como afirma Mikael Blomkvist, pero me inclino a creer que tiene razón.
– ¿Y eso qué significa?
– Resulta obvio que alguien le proporcionó una falsa identidad. Y eso tiene que haberse hecho con el beneplácito de las autoridades.
– O sea, de la Säpo.
– Eso es lo que sostiene Blomkvist. Pero ignoro cómo se hizo. De ser así, tanto su certificado de nacimiento como toda una serie de documentos habrían sido falsificados e introducidos en los registros suecos oficiales. No me atrevo a pronunciarme sobre la legalidad de tales actividades; supongo que todo depende de la persona que tomara la decisión. Pero, para que resulte legal, la decisión debe haberse tomado prácticamente a nivel gubernamental.
Un cierto silencio invadió el despacho de Bublanski mientras los cuatro inspectores reflexionaban sobre las implicaciones.
– De acuerdo -dijo Bublanski-. No somos más que cuatro maderos tontos. Si el gobierno está implicado, no seré yo quien llame a sus miembros para tomarles declaración.
– Mmm -murmuró Curt Svensson-. Eso podría desencadenar una crisis constitucional. En Estados Unidos los miembros del gobierno pueden ser llamados para prestar declaración en un tribunal cualquiera. En Suecia debe realizarse a través de la comisión de asuntos constitucionales del Parlamento.
– Lo que sí podríamos hacer, no obstante, es preguntarle al jefe -sugirió Jerker Holmberg.
– ¿Preguntarle al jefe? -se sorprendió Bublanski.
– Thorbjörn Fälldin. Era el primer ministro.
– Ah, muy bien. Así que subimos a verlo hasta donde quiera que viva y le preguntamos si él le falsificó los documentos de identidad a un espía ruso que desertó. Pues mira, no.
– Fälldin reside en Ås, en el municipio de Härnösand. Yo nací allí, a unos pocos kilómetros de donde él vive. Mi padre es del Partido de Centro y lo conoce bien. Yo le he visto varias veces, tanto de niño como de adulto. Es una persona muy campechana.
Perplejos, los tres inspectores miraron a Jerker Holmberg.
– ¿Tú conoces a Fälldin? -preguntó Bublanski escéptico.
Holmberg asintió. Bublanski frunció los labios.
– Sinceramente… -dijo Holmberg-, podríamos resolver unos cuantos problemas si consiguiéramos que el anterior primer ministro nos explicara de qué va todo esto. Yo puedo ir a hablar con él. Si no dice nada, no dice nada. Pero si habla, a lo mejor nos ahorramos bastante tiempo.
Bublanski sopesó la propuesta. Luego negó con la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que tanto Sonja Modig como Curt Svensson asentían pensativos.
– Holmberg… Agradezco tu oferta, pero creo que, de momento, esa idea tiene que esperar. Volvamos al caso. Sonja…
– Según Blomkvist, Zalachenko llegó aquí en 1976. Y esa información, en mi opinión, solamente ha podido sacarla de una sola persona.
– Gunnar Björck -precisó Curt Svensson.
– ¿Qué nos ha contado Björck? -preguntó Jerker Holmberg.
– No mucho. Se acoge al secreto profesional y dice que no puede tratar nada con nosotros sin el permiso de sus superiores.
– ¿Y quiénes son sus superiores?
– Se niega a revelarlo.
– ¿Y qué va a pasar con él?
– Yo lo detuve por violar la ley de comercio sexual; Dag Svensson nos proporcionó una magnífica documentación. Ekström se indignó bastante, pero como yo ya había puesto una denuncia formal, no puede archivar el caso así como así sin correr el riesgo de meterse en líos -dijo Curt Svensson.
– Bueno, ¿y qué le puede caer por violar la ley de comercio sexual? ¿Una multa?
– Probablemente. Pero ya lo tenemos introducido en el sistema y podemos volver a convocarlo para un interrogatorio.
– Sí, pero os recuerdo que nos estamos metiendo en el territorio de la Säpo. Eso podría crear una cierta agitación.
– Lo que pasa es que nada de lo que en estos momentos está sucediendo podría haber pasado si la Säpo no hubiera estado implicada de una u otra manera. Es posible que Zalachenko fuera realmente un espía ruso que desertó y al que le dieron asilo político. También es posible que trabajara para la Säpo como agente o como fuente, no sé muy bien cómo llamarlo, y que existiese una buena razón para darle una falsa identidad y un anonimato. Pero hay tres problemas. Primero, la investigación que se hizo en 1991 y que condujo al encierro de Lisbeth Salander es ilegal. Segundo, la actividad de Zalachenko desde entonces no tiene absolutamente nada que ver con la seguridad del Estado. Zalachenko es un gánster normal y corriente que seguro que ha participado en varios asesinatos y en unos cuantos delitos. Y tercero, no hay ninguna duda sobre el hecho de que se disparara y enterrara a Lisbeth Salander en los dominios de su granja de Gosseberga.
– Por cierto, me gustaría mucho leer el famoso informe de la investigación -dijo Jerker Holmberg.
A Bublanski le cambió la cara.
– Ekström se lo llevó el viernes, y cuando le pedí que me lo devolviera me dijo que iba a hacer una copia, algo que, sin embargo, no hizo. En su lugar me llamó y me comentó que había hablado con el fiscal general y que existía un problema: según el fiscal general, el sello de confidencial implica que el informe no pueda ser copiado ni difundido. El fiscal ha reclamado todas las copias hasta que el asunto se haya investigado a fondo. Sonja le ha tenido que mandar la suya por mensajero.
– ¿Así que ya no tenemos el informe?
– No.
– ¡Joder! -exclamó Holmberg-. Esto no me gusta nada.
– No -intervino Bublanski-. Pero sobre todo quiere decir que alguien está actuando en nuestra contra y que, además, lo está haciendo de forma muy rápida y eficaz; fue el informe lo que por fin nos puso en el buen camino.
– Lo que tenemos que hacer entonces es averiguar quién está actuando en nuestra contra -concluyó Holmberg.
– Un momento -dijo Sonja Modig-. No olvidemos a Peter Teleborian; él contribuyó a nuestra investigación con el perfil que trazó de Lisbeth Salander.