La enfermera le pidió que esperara mientras entraba y miraba si el señor Karl Axel Bodin se encontraba despierto. Lisbeth Salander sacó la conclusión de que la identificación debía de haber sido convincente.
Constató que la enfermera se fue hacia la izquierda del pasillo, que necesitó dar diecisiete pasos para llegar a su destino y que, a continuación, al visitante le fueron necesarios catorce para recorrer el mismo trayecto. Le salió una media de quince pasos y medio. Estimó una longitud de unos sesenta centímetros por cada paso, que, multiplicados por quince y medio, dieron como resultado que Zalachenko se encontraba en una habitación situada a novecientos treinta centímetros a la izquierda del pasillo. Vale, digamos que algo más de diez metros. Calculó que la anchura de su cuarto era de unos cinco metros, lo cual significaba que Zalachenko se hallaba a dos habitaciones de ella.
Según las cifras verdes del reloj digital de la mesilla, la visita duró casi nueve minutos.
Zalachenko permaneció despierto mucho tiempo después de que Jonas Sandberg lo dejara. Suponía que ése no era su verdadero nombre, ya que, según su propia experiencia, los espías aficionados suecos tenían una especial fijación por emplear nombres falsos, aunque eso no fuese en absoluto necesario. En cualquier caso, Jonas (o como diablos se llamara) constituía el primer indicio de que la Sección había advertido su situación; considerando toda la atención mediática recibida, resultaba difícil no hacerlo. Sin embargo, la visita también confirmaba que la situación les producía cierta inquietud. Un sentimiento que, sin duda, hacían muy bien en tener.
Sopesó los pros y los contras, hizo una lista de posibilidades y rechazó varias propuestas. Era plenamente consciente de que todo se había ido al garete. En un mundo ideal, él ahora estaría en su casa de Gosseberga, Ronald Niedermann a salvo en el extranjero y Lisbeth Salander sepultada bajo tierra. Aunque comprendía lo ocurrido, no le entraba en la cabeza que ella hubiera conseguido salir de la tumba, llegar a la casa y destrozarle la vida con dos hachazos. Estaba dotada de unos recursos increíbles.
En cambio, entendía muy bien lo que había sucedido con Ronald Niedermann y que echara a correr temiendo por su vida en vez de acabar para siempre con Salander. Sabía que en la cabeza de Niedermann había algo que no funcionaba del todo bien; veía cosas: fantasmas. No era la primera vez que él había tenido que intervenir porque Niedermann había actuado de modo completamente irracional y se había quedado acurrucado preso del terror.
Eso le preocupaba. Como Niedermann no había sido detenido todavía, Zalachenko estaba convencido de que su hijo había procedido de una forma racional durante los días que siguieron a su huida de Gosseberga. Lo más seguro es que se hubiera ido a Tallin, donde podría hallar protección entre los contactos del imperio criminal de Zalachenko. Le preocupaba, sin embargo, no ser capaz de prever el momento en el que Niedermann se quedaría paralizado. Si ocurriese durante la huida, cometería errores, y si cometiera errores, lo cogerían. No se entregaría por las buenas: opondría resistencia, y eso significaba que morirían varios agentes de policía y que, sin lugar a dudas, Niedermann también fallecería.
Esa idea preocupaba a Zalachenko. No quería que Niedermann muriera; era su hijo. Pero, por otra parte, y por muy lamentable que eso resultara, no deberían cogerlo vivo. Niedermann nunca había sido arrestado y Zalachenko no podía adivinar cómo reaccionaría su hijo al verse sometido a un interrogatorio. Sospechaba que, por desgracia, no sabría permanecer callado. Por consiguiente, lo mejor sería que la policía lo matara. Lloraría su pérdida, aunque la alternativa era todavía peor: Zalachenko pasaría el resto de su vida entre rejas.
Pero ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Niedermann emprendiera la huida y aún no lo habían cogido. Eso era buena señal; quería decir que Niedermann funcionaba a pleno rendimiento, y un Niedermann funcionando a pleno rendimiento resultaba invencible.
Había otra cosa que, a largo plazo, también le preocupaba. Se preguntaba cómo se las iba a arreglar solo, sin un padre a su lado que guiara sus pasos. Con el transcurso de los años, había notado que si dejaba de darle instrucciones o si le soltaba las riendas para que tomara sus propias decisiones, tendía a caer en una apática y pasiva existencia marcada por la indecisión.
Zalachenko constató -una vez más- que era una verdadera pena que su hijo tuviera esa peculiaridad. Ronald Niedermann era, sin duda, un hombre inteligente y dotado de unas cualidades físicas que lo convertían en una persona formidable y temible a la vez. Además, como organizador resultaba excelente y con una gran sangre fría. Su problema residía en que carecía por completo de instinto de liderazgo: necesitaba que alguien le dijera constantemente lo que tenía que hacer.
Pero todo eso, por el momento, quedaba fuera del control de Zalachenko. Ahora se trataba de él mismo: su situación era precaria, quizá más precaria que nunca.
La visita del abogado Thomasson no le pareció particularmente reconfortante: Thomasson era y seguía siendo un abogado de empresa, pero, por muy eficaz que resultara en ese aspecto, poca ayuda podía ofrecerle en su situación actual.
Luego había venido a visitarlo Jonas Sandberg. Sandberg constituía una cuerda de salvación considerablemente más fuerte. Pero esa cuerda también podría convertirse en una soga. Debía jugar bien sus cartas y asumir el control de la situación. El control lo era todo.
Y en último lugar estaba la confianza en sus propios recursos. De momento necesitaba cuidados médicos. Pero dentro de unos días, una semana quizá, ya se habría recuperado. Si las cosas llegaran a sus últimas consecuencias, era muy probable que la única persona en la que pudiese confiar fuera él mismo. Eso significaba que debía desaparecer ante las mismas narices de los policías que ahora pululaban a su alrededor. Iba a necesitar un escondite, un pasaporte y dinero en efectivo. Todo eso se lo podría suministrar Thomasson. Pero primero tenía que recuperarse lo suficiente y reunir las fuerzas necesarias para huir.
A la una, la enfermera del turno de noche vino a echarle un ojo. Se hizo el dormido. Cuando ella cerró la puerta, él, con mucho esfuerzo, se incorporó en la cama y movió las piernas hasta que quedaron colgando. Permaneció quieto durante un largo instante mientras comprobaba su sentido del equilibrio. Luego, con mucho cuidado, apoyó el pie izquierdo en el suelo. Afortunadamente, el hachazo le había dado en su ya maltrecha pierna derecha. Alargó la mano para coger la prótesis que se encontraba en un armario que había junto a la cama y se la sujetó al muñón. Acto seguido se levantó. Se apoyó en su ilesa pierna izquierda e intentó poner la derecha en el suelo. Cuando desplazó el peso del cuerpo, un intenso dolor le recorrió la extremidad.
Apretó los dientes y dio un paso. Le hacían falta sus muletas, pero estaba convencido de que el hospital se las ofrecería en breve. Se apoyó en la pared y, cojeando, avanzó hasta la entrada. Le llevó varios minutos: a cada paso que daba tenía que pararse para vencer el dolor.
Apoyándose en una pierna, abrió un poco la puerta y dirigió la mirada hacia el pasillo. Al no ver a nadie se asomó. Oyó unas débiles voces a la izquierda y volvió la cabeza. La habitación donde se hallaban las enfermeras estaba a unos veinte metros, al otro lado del pasillo.
Volvió la cabeza a la derecha y vio una salida al final del pasillo.
Ese mismo día, un poco antes, había preguntado sobre el estado de Lisbeth Salander. A pesar de todo, él era su padre. Al parecer, las enfermeras tenían instrucciones de no hablar de los pacientes. Una de ellas le contestó, en un tono neutro, que su estado era estable. Pero al decírselo desplazó la mirada, inconsciente y fugazmente, hacia la izquierda del pasillo.