Pensó mucho en Lisbeth Salander. No esperaba volver a verla nunca más, pero le fascinaba y le daba miedo. A Ronald Niedermann no le daban miedo las personas vivas. Sin embargo, su hermana -o hermanastra- le había causado una curiosa impresión. Nadie lo había vencido nunca como lo hizo ella. Y había vuelto a pesar de haberla enterrado. Había vuelto para perseguirlo. Soñó con ella todas las noches. Se despertó empapado en un sudor frío y fue consciente de que ella había sustituido a sus habituales fantasmas.
En octubre se decidió: no dejaría Suecia hasta encontrar a su hermana y eliminarla. Carecía de plan, pero su vida tenía de nuevo sentido. No sabía dónde estaba ni cómo dar con ella. Se quedó sentado en la habitación de la segunda planta mirando fijamente por la ventana, día tras día y semana tras semana.
Hasta que de pronto el Honda Burdeos aparcó delante del edificio y, para su inmenso asombro, vio a Lisbeth Salander bajar del coche. Dios es misericordioso, pensó. Lisbeth Salander haría compañía a esas dos mujeres -cuyos nombres ya no recordaba- que se encontraban en la piscina de la planta baja. Su espera había terminado y por fin iba a poder continuar con su vida.
Lisbeth Salander evaluó la situación y pensó que distaba mucho de tenerla controlada. Su cerebro trabajaba a toda máquina. Clic, clic, clic. Seguía llevando la palanqueta en la mano, pero tenía claro que resultaba un arma muy frágil para un hombre que era incapaz de sentir dolor. Se hallaba encerrada en un edificio de unos mil metros cuadrados junto con un robot asesino salido del infierno.
Cuando de repente Niedermann se movió, ella le tiró la palanqueta. Él la esquivó con toda tranquilidad. Lisbeth Salander salió disparada: puso el pie en un palé, se encaramó a una caja de embalaje y, trepando como una araña, subió dos cajas más. Se detuvo en lo alto y miró a Niedermann, que había quedado a unos cuatro metros por debajo de ella. Él se había detenido y aguardaba.
– Bájate -le dijo con toda tranquilidad-. No puedes escapar. El final es inevitable.
Ella se preguntó si él tendría algún arma de fuego. Eso sería un problema.
Él se agachó, levantó una silla y se la tiró. Ella la esquivó.
De súbito, Niedermann pareció irritado. Puso el pie en el palé y empezó a subir trepando tras ella. Lisbeth esperó a que él estuviese casi arriba para coger impulso -dando dos rápidas zancadas- y saltar por encima del pasillo central. Aterrizó sobre una caja, unos cuantos metros más allá. Se bajó de un salto y buscó la palanqueta.
En realidad, Niedermann no era nada torpe. Pero sabía que no se podía arriesgar a saltar de las cajas y tal vez fracturarse un pie. No le quedaba más remedio que bajar con mucho cuidado. No le quedaba más remedio que moverse lenta y metódicamente. Había dedicado toda una vida a aprender a controlar su cuerpo. Casi había llegado al suelo cuando oyó unos pasos a sus espaldas y tuvo el tiempo justo de girar el cuerpo para poder parar el golpe de la palanqueta con el hombro. Se le cayó la bayoneta.
Lisbeth soltó la palanqueta en el mismo instante en el que le asestó el golpe. No le dio tiempo a recoger la bayoneta, pero sí a pegarle un puntapié para alejarla de Niedermann. Esquivó el revés de la enorme mano de Niedermann y se batió en retirada encaramándose a las cajas que había al otro lado del pasillo central. Por el rabillo del ojo vio cómo Niedermann se estiraba para cogerla. Subió los pies a la velocidad del rayo. Las cajas estaban colocadas en dos filas y apiladas de tres en tres, las que daban al pasillo central, y de dos en dos las que daban al otro lado. Lisbeth pegó un salto y bajó hasta la fila de las que estaban distribuidas en dos niveles, apoyó la espalda en una caja y ejerció toda la fuerza que sus piernas le permitieron. Aquello debía de pesar por lo menos doscientos kilos. Sintió cómo se movía y se volcaba sobre el pasillo central.
Niedermann vio cómo la caja se le venía encima y tuvo el tiempo justo para echarse a un lado. Una de las esquinas le golpeó el pecho, pero se zafó sin lesionarse. Se detuvo. Opone realmente resistencia. Trepó tras ella. Acababa de asomar la cabeza por el tercer nivel cuando ella le pegó una patada. La bota impactó en toda la frente. Él gruñó y, ayudándose con los brazos, se encaramó sobre la superficie de la caja. Lisbeth Salander huyó dando un salto y regresó a las cajas del otro lado del pasillo central. Acto seguido, se bajó dando otro salto y desapareció del campo de visión de Niedermann. Él oyó sus pasos y la divisó cuando ella cruzó la puerta que daba a la sala interior.
Lisbeth Salander echó una escrutadora mirada a su alrededor. Clic. Sabía que no tenía nada que hacer con él. Mientras consiguiera evitar las enormes manos de Niedermann y mantenerse alejada de él podría sobrevivir, pero en cuanto cometiera un error -algo que ocurriría tarde o temprano- estaría muerta. Tenía que evitarle: a él sólo le haría falta ponerle la mano encima una sola vez para terminar la batalla. Necesitaba un arma.
Una pistola. Una ametralladora. Un proyectil HEAT. Una mina antipersona. El arma que fuera, joder. Pero allí no había armas. Miró a su alrededor. No había nada.
Sólo herramientas. Clic. Depositó la mirada en la sierra, pero no iba a ser muy fácil que digamos hacer que él se tumbara sobre el banco. Clic. Vio una pica de hierro que podría funcionar como jabalina, pero le resultaba demasiado pesada para manejarla de modo eficaz. Clic. Echó un vistazo a través de la puerta y vio que Niedermann se había bajado de las cajas, que quedaban a unos quince metros de distancia. Se dirigía de nuevo hacia ella. Lisbeth empezó a alejarse. Quizá tendría unos cinco segundos antes de que Niedermann llegara. Les echó un último vistazo a las herramientas.
Un arma… o un escondite.
De repente se detuvo.
Niedermann no se dio ninguna prisa. Sabía que no había ninguna salida y que tarde o temprano conseguiría atrapar a su hermana. Pero estaba claro que era peligrosa; no en vano era hija de Zalachenko. Y él no quería lesionarse. Así que era mejor dejar que ella agotara sus fuerzas corriendo de un lado para otro.
Se detuvo en el umbral de la puerta que daba a la sala interior y paseó la mirada por todos aquellos trastos: herramientas, tablas de madera a medio colocar en el suelo y muebles. Ni rastro de ella.
– Sé que estás aquí dentro. Te voy a encontrar.
Ronald Niedermann permaneció quieto escuchando.
Lo único que oyó fue su propia respiración. Ella seguía escondida. Él sonrió. Ella lo estaba desafiando. Su visita se había convertido de pronto en un juego entre hermanos.
Luego oyó un imprudente crujido que procedía de algún lugar central de la vieja sala. Volvió la cabeza pero en un principio no pudo determinar de dónde provenía aquel ruido. Luego volvió a sonreír: en medio del suelo, algo alejado del resto de los trastos, había un banco de trabajo de madera, de cinco metros de largo, que tenía una fila de cajones en la parte superior y unos armarios con puertas corredizas por debajo.
Se acercó al mueble por uno de los lados y le echó un vistazo por detrás para asegurarse de que ella no lo intentaba engañar. Ni rastro.
Se ha escondido en uno de los armarios. Qué estúpida.
De un tirón, abrió la primera puerta de la parte izquierda del armario.
Oyó en el acto que alguien se movía dentro. El ruido procedía de la parte central. Pegó dos rápidas zancadas y, dando un tirón, abrió la puerta con cara de triunfo.
¡Vacío!
Luego oyó una serie de agudos impactos que sonaron como los tiros de una pistola. El sonido fue tan repentino que al principio le costó advertir su procedencia. Volvió la cabeza. Luego sintió una extraña presión en el pie izquierdo. No percibió ningún dolor. Bajó la mirada hasta el suelo justo a tiempo para ver cómo la mano de Lisbeth llevaba la pistola de clavos al pie derecho.