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Niedermann creía recordar que también había una mujer en la casa, pero no estaba seguro de lo que había hecho con ella.

Göransson también le proporcionó un vehículo que aún no estaba en busca y captura por la policía. Se dirigió hacia el norte. Se le ocurrió coger alguno de los ferris de la compañía naviera Tallink que salían de Kappelskär.

Al llegar a Kappelskär estacionó en el aparcamiento. Se quedó allí treinta minutos estudiando el entorno: estaba abarrotado de policías.

Arrancó el motor y siguió su camino sin ningún plan en mente. Necesitaba un escondite donde poder mantenerse oculto durante algún tiempo. Cuando pasó Norrtälje se acordó de la vieja fábrica de ladrillos. Hacía más de un año que ni siquiera le venía a la cabeza, desde que hicieron la reforma. Eran los hermanos Harry y Atho Ranta los que usaban aquello como almacén de paso para la mercancía procedente de o con destino a los países bálticos; pero los hermanos Ranta llevaban varias semanas en el extranjero, desde que el periodista Dag Svensson de Millennium empezara a meter sus narices en el negocio de las putas. La fábrica estaba vacía.

Escondió el Saab de Göransson en un cobertizo situado detrás de la fábrica y entró. Tuvo que forzar una puerta de la planta baja. Luego, una de las primeras cosas que hizo fue preparar una salida de emergencia dejando sueltas un par de tablas de la fachada lateral de la planta baja. Después sustituyó el candado roto. Se instaló en la acogedora habitación de la planta superior.

Pasó una tarde entera antes de empezar a oír ruidos en las paredes. En un primer momento, pensó que se trataba de los fantasmas de siempre. Se quedó escuchando más de una hora con la máxima atención hasta que, de pronto, se levantó y se acercó hasta la sala grande para escuchar desde allí. Al principio no oyó nada, pero esperó pacientemente hasta que percibió un chirrido.

Halló la llave junto al fregadero.

Pocas veces Ronald Niedermann se había sorprendido tanto como cuando abrió la puerta y encontró a las dos putas rusas. Las vio muy demacradas; por lo que pudo entender, llevaban varias semanas sin comer nada, desde que se les acabara el último paquete de arroz. Habían sobrevivido a base de agua y té.

Una de las putas estaba tan agotada que no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama. La otra se encontraba en mejor forma. Tan sólo hablaba ruso, pero él tenía los suficientes conocimientos del idioma como para comprender que ella les dio las gracias a Dios y a él por haberlas salvado. Se puso de rodillas y le abrazó las piernas. Niedermann, asombrado, la apartó, salió de allí y le echó el cerrojo a la puerta.

No sabía qué hacer con las putas. Con las conservas que encontró en la cocina preparó una sopa y se la sirvió mientras reflexionaba. Le dio la impresión de que la mujer más extenuada recuperó algo de fuerzas. Se pasó la noche interrogándolas. Le llevó bastante rato entender que las dos mujeres no eran putas sino unas estudiantes que habían pagado a los hermanos Ranta para poder llegar a Suecia. Les habían prometido permiso de residencia y de trabajo. Llegaron a Kappelskär en febrero y las condujeron de inmediato a la fábrica, donde las encerraron.

Niedermann se cabreó. Los malditos hermanos Ranta se habían buscado un dinerillo extra a espaldas de Zalachenko. Luego, simplemente, se olvidaron de las mujeres -o quizá las abandonaran a su suerte- cuando se vieron obligados a dejar el país a toda prisa.

La cuestión era qué iba a hacer él con ellas. No tenía por qué causarles ningún daño. Pero no podía soltarlas porque entonces lo más probable sería que condujeran a la policía hasta la vieja fábrica. Así de sencillo. Tampoco podía mandarlas a Rusia, pues eso implicaba ir con ellas hasta Kappelskär. Le pareció demasiado arriesgado. La morena, cuyo nombre era Valentina, le había ofrecido sexo a cambio de que las ayudara. A él no le interesaba lo más mínimo el sexo con aquellas chicas, pero la oferta la convirtió automáticamente en puta. Todas las mujeres eran unas putas. Así de sencillo.

Al cabo de tres días se cansó de sus constantes súplicas, de que no pararan de darle la matraca y de sus insistentes golpes en la pared. No vio otra salida. Sólo quería que lo dejaran en paz. Así que abrió la puerta por última vez y resolvió el problema. Pidió disculpas a Valentina antes de ponerle las manos encima y, con un solo movimiento, le retorció el cuello entre la segunda y la tercera vértebra. Luego se acercó a la chica rubia de la cama cuyo nombre desconocía. Ella permaneció quieta y no opuso resistencia. Llevó los cuerpos a la planta baja y los escondió en una piscina llena de agua. Por fin podía sentir una especie de paz.

No era su intención quedarse en la vieja fábrica; sólo quería esperar a que lo peor de la persecución policial hubiera pasado. Se afeitó el pelo y se dejó un centímetro de barba. Su aspecto cambió. Encontró un mono que había pertenecido a alguno de los obreros de NorrBygg y que era casi de su talla. Se lo puso y se caló una gorra con publicidad de Beckers Färg que alguien había olvidado allí. Se metió un metro en un bolsillo de la pernera y subió hasta la gasolinera OK que quedaba al otro lado de la carretera para hacer la compra; desde que cogiera el botín de Svavelsjö MC tenía dinero de sobra. Como ya era de noche, dio la impresión de ser un obrero normal y corriente que se paraba allí de camino a casa. Nadie pareció prestarle atención. Adquirió la costumbre de ir a comprar una o dos veces por semana, de modo que a los pocos días ya lo conocían y lo saludaban amablemente.

Ya desde el principio le dedicó un tiempo considerable a defenderse de los otros habitantes del edificio. Estaban en las paredes y salían por las noches. Les oía dar vueltas por la sala.

Se atrincheró en su habitación. Al cabo de unos cuantos días ya no pudo más: se armó con una bayoneta que encontró en un cajón de la cocina y salió a enfrentarse con los monstruos. Eso tenía que acabar.

De repente se dio cuenta de que se retiraban. Por primera vez en su vida tenía poder de decisión sobre la presencia de esos seres. Huían cuando él se acercaba. Pudo ver cómo sus colas y sus deformados cuerpos se metían por detrás de las cajas y de los armarios. Gritó tras ellos. Huyeron.

Asombrado, volvió a su acogedora habitación y permaneció despierto toda la noche en espera de que volviesen. Realizaron un nuevo ataque al amanecer y se enfrentó a ellos una vez más. Huyeron.

Oscilaba entre el pánico y la euforia.

A lo largo de toda su existencia, esos nocturnos seres lo habían estado persiguiendo. Por primera vez en su vida sentía que dominaba la situación. No hacía nada. Comía. Dormía. Reflexionaba. Estaba tranquilo.

Los días se convirtieron en semanas y llegó el verano. Por la radio y los periódicos se enteró de que la caza de Ronald Niedermann se había ido abandonando poco a poco. Se interesó por la información relativa al asesinato de Alexander Zalachenko. Qué putada. Un tarado mental pone fin a la vida de Zalachenko. En julio, el juicio de Lisbeth Salander acaparó de nuevo su atención. Se quedó perplejo cuando la absolvieron de todos los cargos. No le pareció bien: ella estaba en libertad mientras que él tenía que esconderse.

Se compró la revista Millennium en la gasolinera OK y leyó el número temático dedicado a Lisbeth Salander, Alexander Zalachenko y Ronald Niedermann. Un periodista llamado Mikael Blomkvist había retratado a Ronald Niedermann como un asesino patológicamente enfermo y un psicópata. Niedermann frunció el ceño.

Cuando se quiso dar cuenta ya era otoño y él seguía sin moverse de allí. Como empezaba a hacer más frío se compró un radiador eléctrico en la gasolinera. No podía explicar por qué no dejaba la vieja fábrica.

En alguna que otra ocasión, unos jóvenes se habían acercado con el coche y llegaron a aparcar en la explanada delantera, pero ninguno de ellos alteró su apacible existencia ni entró en el edificio. En septiembre, un vehículo aparcó justo delante de la fábrica y un hombre con una cazadora azul intentó abrir las puertas y anduvo husmeando por los alrededores. Niedermann lo observaba desde la ventana de la segunda planta. De vez en cuando, el hombre tomaba apuntes en un cuaderno. Se quedó rondando por allí unos veinte minutos antes de volver a subir al coche y abandonar la zona. Niedermann respiró aliviado. Ignoraba por completo quién era aquel hombre y qué lo habría traído por allí, pero le dio la impresión de que había venido a realizar algún tipo de inspección del edificio. No se le ocurrió pensar que la muerte de Zalachenko hubiera dado lugar a que se inventariaran sus bienes para repartirlos.

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