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– Necesitas un despacho y una casa mejor -constató Lisbeth.

– Todavía no he tenido tiempo -contestó él.

– Ya -le respondió ella.

Luego Lisbeth fue y le compró un despacho. Optó por uno de unos ciento treinta metros cuadrados que tenía una pequeña terraza que daba al mar y que estaba situado en la Buchanan House de Queensway Quay, algo que, sin lugar a dudas, era upmarket en Gibraltar, contrató a un decorador de interiores que reformó y amuebló la estancia.

MacMillan recordó que cuando él se ocupó de todo el papeleo, Lisbeth supervisó personalmente la instalación de los sistemas de alarma, el equipo informático y ese armario de seguridad en el que, para su sorpresa, ella estaba hurgando cuando él entró en el despacho.

– ¿He caído ya en desgracia? -preguntó él.

Ella dejó la carpeta de la correspondencia en la que se había sumergido.

– No, Jeremy. No has caído en desgracia.

– Bien -dijo antes de ir a por un café-. Tienes la capacidad de aparecer cuando uno menos se lo espera.

– Últimamente he estado muy ocupada. Sólo quería ponerme al día de las novedades.

– Según tengo entendido, te han estado buscado por triple asesinato, te han pegado un tiro en la cabeza y te han procesado por un buen número de delitos. Hubo un momento en el que de verdad me llegaste a preocupar. Pero creía que seguías encerrada. ¿Te has fugado?

– No. Me han absuelto de todos los cargos y me han puesto en libertad. ¿Qué es lo que sabes?

Dudó un segundo.

– De acuerdo; nada de mentiras piadosas. Cuando me enteré de que estabas metida en la mierda hasta arriba, contraté a una agencia de traducción que peinó los periódicos suecos y me puso al día de todo. Sé bastante.

– Si todo lo que sabes es lo que dicen los periódicos, no sabes nada. Pero supongo que has descubierto algunos secretos sobre mi persona.

Él asintió.

– ¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó MacMillan.

Ella lo miró asombrada.

– Nada. Seguimos como antes. Nuestra relación no tiene nada que ver con los problemas que yo tenga en Suecia. Cuéntame lo que ha ocurrido en todo este tiempo. ¿Te has portado bien?

– Ya no bebo -dijo-. Si es eso a lo que te refieres.

– No. Mientras no repercuta en los negocios, tu vida privada no es asunto mío. Me refiero a si soy más rica o más pobre que hace un año.

Cogió la silla destinada a las visitas y se sentó. ¿Qué más daba que ella hubiera ocupado su silla? No había ningún motivo para enzarzarse en una lucha de prestigio con ella.

– Me entregaste dos mil cuatrocientos millones de dólares. Invertimos doscientos en fondos para ti. Y me diste el resto para que jugara con él.

– Sí.

– Aparte de los intereses que te han producido, tus fondos personales no se han modificado gran cosa. Puedo aumentar los beneficios si…

– No me interesa aumentar los beneficios.

– De acuerdo. Has gastado una suma ridícula. Tus gastos más grandes han sido el piso que te compré y el fondo sin ánimo de lucro que abriste para el abogado Palmgren. Por lo demás, sólo has hecho un gasto normal, que tampoco se puede considerar como especialmente excesivo. Los intereses han sido buenos. Cuentas más o menos con la misma cantidad con la que empezaste.

– Bien.

– El resto lo he invertido. El año pasado no ingresamos ninguna cantidad importante. Yo estaba algo oxidado y dediqué un tiempo a estudiar el mercado. Tuvimos algunos gastos. Ha sido este año cuando hemos empezado a generar ingresos. Mientras tú has estado encerrada hemos ingresado poco más de siete millones. De dólares, claro.

– De los cuales te corresponde un veinte por ciento.

– De los cuales me corresponde un veinte por ciento.

– ¿Estás contento?

– He hecho más de un millón de dólares en seis meses. Sí. Estoy contento.

– Ya sabes: la avaricia rompe el saco. Puedes retirarte cuando te sientas satisfecho. Pero aun así, sigue dedicándoles de vez en cuando alguna que otra horita a mis negocios.

– Diez millones de dólares -dijo.

– ¿Qué?

– Cuando haya ganado diez millones de dólares lo dejaré. Me alegro de que hayas venido. Quería tratar unas cuantas cosas contigo.

– Tú dirás…

Él hizo un gesto con la mano.

– Esto es tanto dinero que estoy la hostia de acojo-nado. No sé cómo manejarlo. Aparte de ganar cada vez más, no sé cuál es el objetivo de nuestras actividades. ¿A qué se va a destinar el dinero?

– No lo sé.

– Yo tampoco. Pero el dinero puede convertirse en un fin en sí mismo. Y eso es demencial. Por eso he decidido dejarlo cuando haya ganado diez millones de dólares. No quiero tener esa responsabilidad durante demasiado tiempo.

– Vale.

– Antes de dejarlo, me gustaría que decidieras cómo quieres que se administre tu fortuna en el futuro. Tiene que haber un objetivo, unas directrices marcadas y una organización a la que pasarle el testigo.

– Mmm.

– Es imposible que una sola persona se dedique a los negocios de esa manera. He dividido el dinero en inversiones fijas a largo plazo: inmuebles, valores y cosas así. Tienes una lista completa en el ordenador.

– La he leído.

– La otra mitad la he destinado a especular, pero se trata de tanto dinero que no me da tiempo a controlarlo todo. Por eso he fundado una empresa de inversiones en Jersey. De momento, tienes seis empleados en Londres. Dos jóvenes y hábiles inversores y personal administrativo.

– ¿Yellow Ballroom Ltd? Me preguntaba qué era eso.

– Nuestra empresa. Está aquí, en Gibraltar, y he contratado a una secretaria y a un joven y prometedor abogado… Por cierto, aparecerán dentro de media hora.

– Vale. Molly Flint, de cuarenta y un años, y Brian Delaney, de veintiséis.

– ¿Quieres conocerlos?

– No. ¿Es Brian tu amante?

– ¿Qué? No.

Pareció quedarse perplejo.

– No mezclo…

– Bien.

– Por cierto… no me interesan los chicos jóvenes… sin experiencia, quiero decir.

– No, a ti te atraen más los chicos que tienen una actitud algo más dura que la que un mocoso te pueda ofrecer. Sigue siendo algo que no es asunto mío, pero Jeremy…

– ¿Sí?

– Ten cuidado.

En realidad no había pensado quedarse en Gibraltar más que un par de semanas para volver a encontrar el norte. Descubrió que no tenía ni idea de qué hacer ni adonde ir. Se quedó doce semanas. Consultó su correo electrónico una vez al día y contestó obedientemente a los ocasionales correos de Annika Giannini. No le dijo dónde estaba. No contestó a ningún otro correo.

Seguía acudiendo al Harry's Bar, pero ahora sólo entraba para tomarse alguna que otra cerveza por las noches. Pasó la mayor parte de los días en The Rock, bien en la terraza, bien en la cama. Tuvo una esporádica relación con un oficial de la marina inglesa de treinta años, pero aquello se quedó sólo en un one night stand y, a grandes rasgos, se trató de una experiencia carente de interés.

Se dio cuenta de que estaba aburrida.

A principios de octubre cenó con Jeremy MacMillan; durante su estancia sólo se habían visto en contadas ocasiones. Ya había caído la noche y se encontraban tomando un afrutado vino blanco y hablando del destino que le darían a los miles de millones de Lisbeth cuando, de pronto, él la sorprendió preguntándole qué era lo que la apesadumbraba.

Ella lo contempló mientras reflexionaba. Luego, de forma igual de sorprendente, le habló de su relación con Miriam Wu y de cómo ésta había sido maltratada y casi asesinada por Ronald Niedermann. Por su culpa. Aparte de unos recuerdos que, de su parte, le dio Annika Giannini, Lisbeth no sabía nada de Miriam Wu. Y ahora se había mudado a Francia.

Jeremy MacMillan permaneció callado un largo rato.

– ¿Estás enamorada de ella? -preguntó de repente.

Lisbeth Salander meditó la respuesta. Al final negó con la cabeza.

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