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– Entiendo.

Su cerebro empezó a barajar posibilidades.

– Eres un hábil jurista comercial y un buen inversor. Si fueses un idiota, jamás te habrían dado los trabajos que te dieron en los años ochenta. Lo que pasa es que te comportaste como un idiota y te despidieron.

Él arqueó las cejas.

– A partir de ahora sólo trabajarás para mí.

Ella lo miró con los ojos más ingenuos que él había visto en su vida.

– Exijo dos cosas. Primero, que nunca jamás cometas un delito ni te veas implicado en algo que pueda ocasionarnos problemas o que atraiga el interés de las autoridades por mis empresas y cuentas. Segundo, que jamás me mientas. Nunca jamás. Ni una sola vez. Bajo ningún pretexto. Si me mientes, nuestra relación profesional cesará inmediatamente y si me cabreas demasiado, te arruinaré.

Ella le sirvió una copa de vino.

– No hay ninguna razón para mentirme. Ya conozco todo lo que merezca la pena saber de tu vida. Sé cuánto ganas en un buen mes y en uno malo. Sé cuánto gastas. Sé que casi nunca te alcanza el dinero. Sé que tienes ciento veinte mil libras de deudas, tanto a largo como a corto plazo, y que para poder pagarlas te ves siempre obligado a correr riesgos haciendo chanchullos. Te vistes de manera elegante e intentas mantener las apariencias, pero te estás hundiendo y llevas muchos meses sin comprarte una americana nueva. En cambio, hace dos semanas llevaste una vieja americana a una tienda para que le arreglaran el forro. Coleccionabas libros raros pero los has ido vendiendo poco a poco. El mes pasado vendiste una temprana edición de Oliver Twist por setecientas sesenta libras.

Ella se calló y lo miró fijamente. Él tragó saliva.

– La verdad es que la semana pasada hiciste un buen negocio. Una estafa bastante ingeniosa contra esa viuda a la que representas. Le soplaste seis mil libras que es difícil que eche en falta.

– ¿Cómo coño sabes eso?

– Sé que has estado casado, que tienes dos hijos en Inglaterra que no te quieren ver y que, desde que te divorciaste, mantienes sobre todo relaciones homosexuales. Al parecer eso te da vergüenza, porque evitas los bares gays y que tus amistades te vean en la calle con alguno de tus amigos, y porque a menudo pasas la frontera y vas a España en busca de hombres.

Jeremy MacMillan se quedó mudo del shock. Fue preso de un repentino pánico. No tenía ni idea de cómo se había enterado ella de todo eso, pero lo cierto era que tenía suficiente información como para aniquilarlo.

– Sólo te lo diré una vez: me importa una mierda con quién te acuestas. No es asunto mío. Quiero saber quién eres, pero nunca utilizaré mis conocimientos. No voy a amenazarte ni chantajearte por eso.

MacMillan no era idiota. Como es natural, se dio cuenta de que la información que ella poseía sobre él suponía una amenaza. Ella tenía el control. Por un momento sopesó la idea de cogerla, levantarla y tirarla por encima de la barandilla de la terraza, pero se controló. Nunca jamás había sentido tanto miedo.

– ¿Qué quieres? -consiguió pronunciar con mucho esfuerzo.

– Quiero que seamos socios. Dejarás todos los demás negocios a los que te dedicas y trabajarás en exclusiva para mí. Vas a ganar más dinero del que jamás hayas podido soñar.

Ella le explicó lo que quería que hiciera y cómo deseaba que estuviera organizado todo.

– Yo quiero ser invisible -le aclaró-. Tú te encargas de mis negocios. Todo debe ser legal. Los líos en los que me pueda meter yo sólita ni te afectarán ni repercutirán en nuestros negocios.

– De acuerdo.

– Pero sólo me tendrás a mí como cliente. Te doy una semana para que lo liquides todo con los clientes que ahora tienes y para que termines con tus pequeños trapicheos.

También se dio cuenta de que ella acababa de hacerle una oferta que no se le repetiría en la vida. Reflexionó sesenta segundos y luego aceptó. Sólo tenía una pregunta:

– ¿Cómo sabes que no te voy a engañar?

– No lo hagas. Te arrepentirás el resto de tus miserables días.

No había razón alguna para andar con trapicheos. La tarea que Lisbeth Salander le había encomendado tenía tanto potencial económico que habría sido absurdo arriesgarlo todo por simple calderilla. Siempre y cuando no tuviera demasiadas pretensiones y no se metiera en líos, su futuro estaba asegurado.

De modo que no pensaba engañar a Lisbeth Salander.

Consecuentemente se volvió honrado, o por lo menos todo lo honrado que se podía considerar a un abogado quemado venido a menos que gestionaba un dinero robado de astronómicas proporciones.

A Lisbeth no le interesaba en absoluto administrar su propio capital. El trabajo de MacMillan consistía en invertir el dinero que ella tenía y en asegurarse de que había liquidez en las tarjetas que ella utilizaba. Hablaron durante horas. Ella le explicó cómo quería que marchara su economía. El trabajo de MacMillan era asegurarse de que todo funcionara sin problemas.

Una gran parte del dinero robado lo invirtió en fondos estables que, desde un punto de vista económico, la hacían independiente para el resto de su vida, incluso en el caso de que se le ocurriera llevar una vida extremadamente lujosa y despilfarradora. Sus tarjetas de crédito se alimentarían de esos fondos.

Respecto al resto del capital, podría jugar con él como mejor se le antojara e invertirlo donde más le conviniera, con la única condición de que no invirtiese en algo que pudiera acarrearle algún tipo de problemas con la policía.

Ella le prohibió que se dedicara a esos ridículos y pequeños delitos y timos del montón que -si la mala suerte les acompañara- podrían dar lugar a investigaciones policiales que, a su vez, podrían ponerla a ella en el punto de mira.

Lo que quedaba por determinar era cuánto ganaría él por su trabajo.

– De entrada te voy a pagar quinientas mil libras. Con eso podrás saldar todas tus deudas y aún te quedará una buena cantidad de dinero. Luego ganarás tu propio dinero. Crearás una sociedad en la que tú y yo figuremos como propietarios. Tú te quedarás con el veinte por ciento de todos los beneficios que genere la empresa. Quiero que seas lo suficientemente rico como para que no te veas tentado a andar chanchulleando, pero no tan rico como para que no te esfuerces en seguir ganando dinero.

Empezó su nuevo trabajo el uno de febrero. A finales de marzo ya había pagado todas sus deudas personales y estabilizado su economía. Lisbeth había insistido en que le diera prioridad a sanear su propia economía para que pudiera ser solvente. En mayo rompió la sociedad con su alcohólico colega George Marks, el otro cincuenta por ciento de MacMillan & Marks. Sintió una punzada de remordimiento hacia su ex socio, pero meterlo en los negocios de Lisbeth Salander estaba descartado.

Comentó el tema con Lisbeth Salander un día en el que ella se dejó caer por Gibraltar en una visita espontánea que le hizo a principios de julio y descubrió que MacMillan trabajaba en casa en vez de hacerlo en el modesto bufete situado en ese callejón donde antes realizaba sus actividades.

– Mi ex socio es un alcohólico y no podría con esto. Todo lo contrario: podría haberse convertido en un enorme factor de riesgo. Pero hace quince años, cuando yo llegué a Gibraltar, él me salvó la vida metiéndome en sus negocios.

Lisbeth meditó el tema durante un par de minutos mientras estudiaba la cara de MacMillan.

– Entiendo. Eres un canalla pero tienes lealtad. Una característica loable, sin duda. Te propongo que le crees una cuenta con algo de dinero que él pueda gestionar. Asegúrate de que se saque unos cuantos billetes al mes para que pueda ir tirando.

– ¿Te parece bien?

Ella asintió y escudriñó su vivienda de soltero. Vivía en un estudio con cocina americana en una de las callejuelas que quedaban cerca del hospital. Lo único agradable era la vista. Claro que, tratándose de Gibraltar, resultaba casi imposible que no lo fuera.

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