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Fredrik Clinton escuchaba a Verdi con los auriculares puestos. La música era prácticamente lo único que le quedaba en la vida para transportarlo lejos de los aparatos de diálisis y de su creciente dolor en la región sacra de la espalda. No tarareaba. Cerraba los ojos y seguía los compases con la mano derecha, que volaba en el aire y parecía tener vida propia junto a su cuerpo, que se iba apagando poco a poco.

Así es. Nacemos. Vivimos. Envejecemos. Morimos. Él ya había hecho lo suyo. Lo único que le quedaba era apagarse del todo.

Se sentía extrañamente a gusto con la vida.

Tocaba para su amigo Evert Gullberg.

Era sábado, nueve de julio. Quedaba menos de una semana para que comenzara el juicio y la Sección pudiera archivar de una vez por todas esa miserable historia. Se lo habían comunicado esa misma mañana. Gullberg fue fuerte como pocos. Cuando uno se dispara una bala revestida de nueve milímetros contra la sien espera morir. El cuerpo de Gullberg, en cambio, había tardado tres meses en rendirse, algo que sin duda se debía más a la suerte que a esa insistencia con la que el doctor Anders Jonasson se había negado a dar la batalla por perdida. Fue el cáncer, no la bala, lo que al final determinó su destino.

Sin embargo, había sido una muerte no exenta de dolor, cosa que entristeció a Clinton. Gullberg había sido incapaz de comunicarse con su entorno, pero a ratos se hallaba en una especie de estado consciente. Podía percibir la presencia de cuanto lo rodeaba. Los empleados del hospital advirtieron que sonreía cuando alguien le acariciaba la mejilla y que gruñía cuando, aparentemente, sufría. A veces intentaba comunicarse con el personal formulando palabras que nadie entendía muy bien.

No tenía familia y ninguno de sus amigos lo visitó en su lecho de muerte. Su última imagen de la vida fue la de una enfermera de Eritrea llamada Sara Kitama que estuvo junto a él en los momentos finales y que le cogió la mano cuando se durmió para siempre.

Fredrik Clinton se dio cuenta de que pronto seguiría el camino de su anterior compañero de armas. De eso no cabía duda. La probabilidad de que le trasplantaran el riñon que con tanta desesperación necesitaba se reducía a medida que pasaban los días y la descomposición de su cuerpo seguía su curso. Según los análisis, tanto el hígado como los intestinos iban deteriorándose y reduciendo sus funciones.

Esperaba poder llegar a Navidad.

Pero estaba contento. Experimentó una excitante y casi extrasensorial satisfacción por el hecho de que en sus últimos días se le hubiera brindado la ocasión -de esa inesperada y repentina forma- de volver al servicio.

Era un privilegio que nunca se habría esperado.

Los últimos compases de Verdi terminaron justo cuando Birger Wadensjöö abrió la puerta del pequeño cuarto de descanso que Clinton tenía en el cuartel general de la Sección de Artillerigatan.

Clinton abrió los ojos.

Había llegado a la conclusión de que Wadensjöö era una carga. Resultaba, sencillamente, inapropiado como jefe de la punta de lanza más importante de la Defensa sueca. No le entraba en la cabeza cómo él mismo y Hans von Rottinger podían haber juzgado tan mal a Wadensjöö como para considerarlo el claro heredero.

Wadensjöö era un guerrero que necesitaba que el viento soplara a favor. En los momentos de crisis se mostraba débil e incapaz de tomar decisiones. Un marinero de agua dulce. Una asustadiza carga sin agallas que, si hubiese dependido de él, no habría movido un dedo y habría dejado que la Sección se hundiera.

Era así de sencillo.

Unos tenían el don. Otros fallarían siempre llegada la hora de la verdad.

– ¿Querías hablar conmigo? -preguntó Wadensjöö.

– Siéntate -dijo Clinton. Wadensjöö se sentó.

– Me encuentro ya en una edad en la que no tengo demasiado tiempo para andarme con rodeos. Así que iré directo al grano: cuando esto haya acabado quiero que dejes la dirección de la Sección.

– ¿Ah, sí?

Clinton suavizó el tono.

– Eres una buena persona, Wadensjöö. Pero, por desgracia, resultas completamente inapropiado para suceder a Gullberg y asumir la responsabilidad. Nunca deberíamos habértela dado. Fue un error mío y de Rottinger que, cuando yo me puse enfermo, no nos planteáramos la sucesión de un modo más serio.

– Nunca te he gustado.

– Te equivocas. Fuiste un excelente administrador cuando Rottinger y yo dirigimos la Sección. Habríamos estado perdidos sin ti, y tengo una gran confianza en tu patriotismo. Pero desconfío de tu capacidad de tomar decisiones.

De repente Wadensjöö mostró una amarga sonrisa.

– Después de esto no sé si me apetece quedarme en la Sección.

– Ahora que ya no están ni Gullberg ni Rottinger, soy yo y sólo yo el que toma las decisiones definitivas. Y durante los últimos meses tú me las has obstruido todas.

– No es la primera vez que te digo que las decisiones que tomas son disparatadas. Todo esto nos llevará a la ruina.

– Puede. Pero tu falta de decisión habría sido una ruina segura. Ahora, por lo menos, tenemos una oportunidad, y parece que va a salir bien. Millennium está paralizado. Tal vez sospechen que no andamos lejos, pero carecen de pruebas y no cuentan con ninguna posibilidad de encontrarlas. Ni a nosotros tampoco. Hemos establecido un control férreo sobre todo lo que hacen.

Wadensjöö miró por la ventana. Vio los tejados de algunos edificios del vecindario.

– Lo único que queda es la hija de Zalachenko. Si alguien empezara a hurgar en su historia y escuchara todo lo que tiene que decir, podría ocurrir cualquier cosa. Pero el juicio se celebrará dentro de unos días y luego todo habrá pasado. Esta vez hay que enterrarla muy hondo, para que no vuelva a aparecer nunca jamás.

Wadensjöö negó con la cabeza.

– No entiendo tu actitud -dijo Clinton.

– ¿No? Bueno, es lógico. Acabas de cumplir sesenta y ocho años. Te estás muriendo. Tus decisiones no son racionales, pero, aun así, pareces haber conseguido hechizar a Georg Nyström y Jonas Sandberg. Te obedecen como si fueses Dios todopoderoso.

– Soy Dios todopoderoso en todo lo que se refiere a la Sección. Trabajamos según un plan. Nuestra firmeza le ha dado una oportunidad a la Sección. Y te digo con la más absoluta convicción que la Sección nunca más volverá a pasar por una situación tan delicada. Cuando esto haya acabado, realizaremos una completa revisión de nuestra actividad.

– Entiendo.

– El nuevo jefe va a ser Georg Nyström. En realidad es demasiado viejo, pero es el único capacitado y ha prometido quedarse al menos seis años más. Sandberg es demasiado joven y, al haberte tenido a ti como director, muy poco experimentado. A estas alturas ya debería haber terminado su aprendizaje.

– Clinton, ¿no te das cuenta de lo que has hecho? Has asesinado a una persona. Björck trabajó para la Sección durante treinta y cinco años y tú diste la orden para que lo mataran. ¿No entiendes…?

– Sabes perfectamente que resultaba necesario. Nos habría traicionado. No habría soportado la presión cuando la policía hubiera empezado a apretarle las clavijas.

Wadensjöö se levantó.

– Aún no he terminado.

– Entonces tendremos que seguir más tarde. Tengo cosas que hacer mientras tú estás ahí tumbado fantaseando con ser el Todopoderoso.

Wadensjöö se acercó a la puerta.

– Si estás tan moralmente indignado, ¿por qué no vas a ver a Bublanski y le confiesas tus delitos?

Wadensjöö se volvió hacia el enfermo.

– No creas que no se me ha pasado por la cabeza. Pero, lo creas o no, defiendo a la Sección con todas mis fuerzas.

Justo cuando abrió la puerta se encontró con Georg Nyström y Jonas Sandberg.

– Hola, Clinton -dijo Nyström-. Tenemos que hablar de unos cuantos asuntos.

– Pasa. Wadensjöö ya se iba…

Nyström esperó a que la puerta estuviera cerrada.

– Fredrik, siento una gran inquietud -le comunicó Nyström.

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