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Pero estoy aquí. Me espera una habitación de hotel donde pasaré la noche sola, y me temo que no voy a poder dormir. El hotel es confortable, incluso lujoso. Por ese lado no tengo queja. Pero todavía no termino de entender todo esto. ¿Y qué es lo que hace el ser humano cuando no entiende algo? Convertirlo en una historia.

Para qué voy a retrasarlo más. Tengo que contarlo. No lo puedo evitar. Luego tal vez me arrepienta y lo borre todo, pero no se me ocurre nada mejor que hacer. Soy una chica escocesa perdida en Berlín en una noche de otoño que sabe a invierno. Y voy a escribir. Con esta máquina que me da la posibilidad de hacer sonar mis palabras en todo el universo. Y en ninguna parte a la vez.

No prometo contarlo todo, ni con exactitud. Pondré lo que me salga y como me salga. Directamente. Basta de rodeos.

Al salir del avión, noto de golpe el frío. Dura apenas un instante; en seguida entro en el edificio de la terminal y la calefacción lo compensa. Pero a mí se me queda clavado en los huesos, malacostumbrados a la perpetua bonanza de las islas. Todavía sigue ahí cuando atravieso la puerta de la zona de salidas. Viajo sólo con equipaje de mano. No sé a qué he venido, pero no olvido que tengo billete de vuelta para el día siguiente. Para qué traer peso innecesario.

En todo el camino desde el avión estoy tratando de imaginar a Anna Giovanelli. Por el nombre la supongo italiana, morena, de profundos ojos oscuros. Pero cuando salgo y diviso el cartel con mi nombre, en letras grandes, observo que lo sujeta una mujer rubia, de ojos color miel. Es más alta y un poco mayor que yo. No mucho. No creo que haya cumplido todavía los cuarenta. Más que atractiva, resulta agradable. Instantáneamente cálida. Sé que no me conoce y me aprovecho, durante esos pocos segundos en los que aún puedo ser sólo una más de las posibles versiones de la persona a la que espera, para observarla. Luego me dirijo a ella y me presento.

Sonríe, me tiende la mano y me saluda en español. Lo hace con una naturalidad que me desarma. Como si fuera, qué sé yo, alguien de la organización de un congreso que recibe a un participante.

– Perdone, ¿entiende español, verdad? -se disculpa de pronto.

Le digo que sí, que no se preocupe, en mi español del que no consigo que se vaya el acento británico, aunque ahora esté revuelto con el de las islas. Ella habla un español impecable. Sin acento.

Me dice que ha traído su coche y me ofrece ayuda con mi pequeña maleta, pero le hago ver que no es necesario. En el camino al aparcamiento me habla del tiempo, del que hace aquí en Berlín, y también se interesa por el que dejé atrás, en las islas. Me cuenta que conoce varias. Desde el cajero automático hasta el coche, y durante el primer tramo del viaje, eso centra la conversación.

Si no fuera tan amable, si no pareciera todo tan normal, le haría ver de algún modo que sería un detalle por su parte explicarme algo de lo que está sucediendo, adónde me lleva, etcétera. Pero ella me sigue hablando de playas, volcanes y comida, como si no tuviera más deber que distraer a la desconocida durante el trayecto. Como si creyera que alguien me ha informado ya, y que a ella tan sólo le toca trasladarme y hacer que todo resulte lo más cómodo y banal posible. A lo mejor eso es lo que cree, pienso, y le sigo la corriente con la sensación de estarme comportando de un modo tan idiota e incoherente como nunca en toda mi vida. Al llegar a las primeras calles de la ciudad, cambia de asunto y empieza a darme explicaciones sobre la geografía y la historia de Berlín. No sabría decir si es una experta en la materia o si no hace más que repetir con gracia lo que a ella le han contado. Pero consigue no callar en todo el tiempo, así que me rindo a su locuacidad y aprovecho para descubrir lo que pueda de esta ciudad que contemplo por primera vez. Me sorprende por lo heterogénea. Hay avenidas señoriales, plazas futuristas, pero también calles descuidadas, como detenidas en el tiempo. Anna me explica que atravesamos el antiguo Berlín Oriental, que está aún en pleno proceso de renovación urbanística. No sé si lo celebro o lo lamento. No me disgustan esas fachadas descoloridas.

Bajamos por la avenida Unter den Linden, la que fuera arteria principal de la vieja capital prusiana, como puntualmente se me hace saber. Rodeamos la puerta de Brandeburgo y pasamos a lo que antes de la caída del muro era la zona occidental. Anna me señala el Reichstag y me habla de la reciente reforma del edificio, según el proyecto del arquitecto británico Norman Foster. Me empiezo a preguntar si era necesario pasar por aquí o si es que le han encargado que me lleve a hacer un recorrido por las principales atracciones de la ciudad. Poco después le toca el turno al memorial de los caídos rusos en la conquista de Berlín. Me hace notar la circunstancia curiosa de que el monumento quedó en la zona occidental, y de cómo, aun en los momentos más crudos de la Guerra Fría, lo custodiaba una guardia soviética que cada mañana atravesaba la frontera. A ambos lados de la avenida se extiende una densa masa de árboles. Todo es un parque. Aunque más bien parece un bosque.

– El Tiergarten -explica mi guía-. El pulmón de la ciudad.

El recorrido turístico acaba pocos minutos después, ante la puerta de un hotel. Anna para el motor y me informa:

– Le he reservado habitación aquí para esta noche. Si quiere puede registrarse ya y dejar el equipaje. ¿Necesita que la acompañe?

Por primera vez tengo la presencia de ánimo suficiente como para hacer algo que no sea dejarme llevar. Le digo:

– Supongo que hablarán inglés, ¿no?

Anna asiente y sonríe. Su sonrisa es bondadosa, complaciente.

No me demoro mucho en el hotel. Los trámites del registro son rápidos. Dejo mi maleta en la habitación y paso un momento al baño. Me entran ganas de echarme agua en la cara, pero me contengo: no me apetece volver a maquillarme. Tampoco me he pintado mucho, puede pasar sin retocar. Sólo me lavo las manos.

Cuando vuelvo, Anna está en el coche, armada con su invariable gesto de afabilidad. Por un momento cruza por mi mente la idea de abofetearla. ¿Ocurriría algo o seguiría sonriendo? Quince minutos después, tengo ocasión de arrepentirme de esta frivolidad mía. Sucede cuando Anna, que ha aparcado el coche en el garaje situado en el sótano de un edificio residencial de aspecto pudiente, saca la llave del contacto, me mira por primera vez dentro de los ojos y sin esa amabilidad postiza, aunque sin despojarse de la suavidad que parece inseparable de su carácter, me hace esta advertencia:

– Está muy delicado. Según los médicos, no debería recibir visitas, pero ha insistido mucho en verla a usted. Sólo le ruego que procure no sobresaltarlo. Y le aviso que sólo puedo dejarle media hora, tres cuartos todo lo más. Ah, y ante todo: gracias por venir.

Lo último lo dice tomando mi mano. Tiene dedos largos, tibios.

En el ascensor me siento irreal, desorientada, incompetente. Acaso debería preguntar qué tiene, si es muy grave, qué sé yo. Pero me puede más la vergüenza. No sé quién es ella, ni si va a tomar cualquier pregunta que le haga como una indiscreción por mi parte. La casa está en el quinto piso. El último. La puerta es una magnífica obra de carpintería y está muy limpia y cuidada. No sé en el pasado, pero ahora creo poder asegurar que no es un hombre pobre.

El resto, hasta la habitación donde él me aguarda, lo recorro como en una especie de alucinación. Apenas me fijo en el rostro de la persona que nos abre, la decoración de la vivienda. Me quitan el abrigo como si fuera una niña aturdida. Me preguntan si deseo un refresco, un café, una infusión. Digo café. Es la palabra más corta.

La habitación está al fondo del piso. Tiene amplios ventanales, pero a través de ellos Berlín sólo derrama una pobre luz gris. No está en la cama, como había temido, sino sentado en una butaca de respaldo envolvente. Tampoco está en pijama. Se ha puesto (o le han puesto) una camisa azul y una chaqueta fina de punto. Está esperándome. Anna debe de haberle avisado por teléfono, pienso, cuando la he dejado sola en el coche a la puerta del hotel.

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