Литмир - Электронная Библиотека

29 de noviembre

Una confesión

Mi querida Theresa: *

En su día convinimos decirnos sólo verdad. Por eso tengo que empezar pidiéndote que aceptes que no te explique la índole precisa del contratiempo que me llevó a interrumpir de forma tan descortés nuestra última conversación, y que durante estas semanas me ha impedido reanudarla. No es algo que desee contarte, creo que ni siquiera debo hacerlo, y siento de tal modo este impedimento que con cualquier cosa que pudiera decirte, por vaga que fuera, correría el riesgo de sugerir lo que no es, llevándote a interpretar algo distinto de lo que realmente ocurrió. Y eso, mentirte, es lo último que me permitiría, contigo que has sido, me consta, veraz e íntegra conmigo. Así que me limito a pedirte perdón, sin poder darte excusa alguna.

Dicho lo anterior, tal vez estés tan enfadada que no te apetezca seguir leyendo. Pero de todos modos yo tengo que escribir esto, que no sé muy bien cómo calificar. Es, o pretende ser, una confesión, aunque no vaya a entrar en los pormenores que normalmente asociamos a esa palabra. También quiere ser una prueba: no me gustaría que pensaras, porque no es así, que me he dedicado a jugar contigo. Hace tiempo que perdí interés por los juegos, al menos por los de cierto tipo, y por eso me resultaría muy desagradable pasar ante ti por jugador. Me importa mucho demostrarte que no lo soy. Por último, intento dar cumplimiento a aquello a lo que me comprometí, porque no quiero que quede en ti la sensación de que algo me hizo cambiar de idea. He incumplido compromisos en el pasado, y esa experiencia, unida a una larga meditación posterior, me ha enseñado una lección que procuro aplicar a rajatabla: no te comprometas nunca a la ligera, pero una vez que lo hagas, revienta o rómpete antes de fallar. Porque lo peor de las deudas insatisfechas no es el menoscabo que uno pueda sufrir en la consideración del acreedor: del acreedor uno puede protegerse, apartarse, incluso borrarlo de la mente. La consecuencia más dañina de nuestros incumplimientos es que nos van empujando, de un modo tan imperceptible como inexorable, hacia el borde de nuestro propio abismo interior. No se trata de que los demás no se fíen de uno, sino de acabar no fiándose de uno mismo: llegados a ese punto, no hay manera de impedir el desastre. Tardé mucho en aceptar que debía comprometerme a algo contigo. Pero cuando lo hice, fue con el convencimiento de que tenía sentido y lo podía cumplir. Y ese convencimiento, por eso estoy aquí ahora, no me ha abandonado.

Así que hago esto para ti, pero lo hago también por mí. Y no te engaño, me siento raro, porque en el fondo no sé quién eres, porque nunca nos hemos mirado a los ojos ni estoy seguro de que me conviniera conocerte. De hecho, creo que en este momento estoy decidiendo, por si había alguna remota posibilidad, que nunca te conoceré. Eso es lo que me permite hacer contigo lo que no hago con nadie. Hablar directamente de mí.

Busqué una historia ajena porque no tengo la naturalidad que tú tienes para hablar de mis propias cosas. Un día me dijiste que eso quería decir que me avergonzaba de lo que había sido o había hecho y no te lo negué. Es una de las razones que me mueven a ser reservado con lo que a mí se refiere y a preferir ocuparme de las andanzas de otros. Pero no la única. Quizá tampoco la principal. Podríamos discutir qué sentido tiene contar una historia: mal mirado no es más que gastar o perder el tiempo, limitado, que podemos destinara vivir. Pero el hecho es que las contamos, y dejamos que nos las cuenten, una y otra vez, y ya que este acto parece resultarnos ineludible, debemos encontrar la manera de hacerlo provechoso. Como consumidores de historias, escoger aquellas que nos enriquezcan, por estimulantes, por emocionantes, por iluminadoras. Como narradores, contar aquellas que podamos enriquecer, y con las que podamos enriquecer a los demás y a nosotros mismos. Por eso, justamente, me abstengo de contar mi historia.

Si tiene algún sentido contarla, extremo que antes habría que resolver, creo que no soy yo quien debe hacerlo. Disto mucho de ser el narrador que le aportaría esa consistencia que a una historia cabe exigirle: me sobrepasa, no termino de entenderla, y cada vez que la recuerdo la degrado un poco. Podría intentarlo, si algún día estuviera fuera de mí. Entretanto, renuncio: que me cuente otro, cualquiera de los que han tenido noticia de mi paso por la Tierra. Tú misma, si te apetece. Lo harías bien, seguro. Una buena historia no tiene por qué ser completa ni exacta. Basta con que sea verdadera, y con que el que la cuenta tenga la capacidad de ponerle alma.

Yo me creí capaz deponerle alma a la historia de Teresa Valle. El alma, la verdad y la coherencia que no podía ponerle a mi propia historia. Creí tener la distancia suficiente para comprenderla y para hacerla comprender, y a la vez una afinidad con los personajes que me permitía darles cuerpo y hacérselos sentir al lector. Por eso empecé a escribirla. Luego me entraron dudas, y por eso la interrumpí. Pero sé que mi frustrada y estrambótica empresa novelesca no es lo que ahora te interesa. No voy a hablarte de ella, sino de lo que de ella me sirve para acercarte a esa historia mía que, sin contarla, tengo que encontrar en esta carta el modo de contarte.

Me preguntaste si yo era el inquisidor. Te respondí que sí y no. Que era el inquisidor, pero también sus dos víctimas. Con eso, sin decírtelo, te lo dije todo. En ellos tres, detalles aparte, está resumida mi historia entera: la sustancia contradictoria de lo que he sido y por tanto soy. Sobre este asunto de la identidad he desarrollado una teoría que a lo mejor te hace recelar de mi salud mental, del mismo modo que un día, según me dijiste, llegaste a dudar de la tuya. Confidencia por confidencia, te la cuento. A lo largo de la vida, es inevitable, todos sufrimos cambios y accidentes. Con el tiempo vamos acumulando así personas que hemos sido, y luego hemos dejado de ser. Al llegar a cierta edad, somos tanto el que en ese momento vive como una colección más o menos larga de muertos. Pero los muertos, contra lo que suele creerse, no se están quietos, y además son rencorosos: desearían ver al que está vivo incorporado a su lúgubre compañía. El resultado es que siempre estamos, en cierta forma, sosteniendo un pulso contra todos nuestros yos muertos. Podemos seguir adelante mientras nuestro yo vivo sea más fuerte que todos ellos. El día que ellos pueden más, la partida se acaba. Por eso, en la vida, conviene no dejar de ser demasiadas veces. Para no reforzar más de la cuenta las filas del enemigo.

Yo no he sido muy prudente, a este respecto. No sólo cargo con unos cuantos muertos, sino que algunos de ellos son rivales de cuidado. Puedo hacer sin embargo una lectura optimista: si logro mantenerlos a raya es que mi yo actual es fuerte también. Por eso me empeño en conservarlo, porque me permite enfrentarme a mi pasado y salir airoso, y porque temo que si él cae no seré capaz de levantar un nuevo yo que pueda plantarle cara a ese batallón de muertos del que él habrá pasado a formar parte.

Y ahora vuelvo a nuestros tres personajes. Ahora puedo decirte quiénes son y qué significan. El implacable inquisidor es uno de mis yos muertos. El flaco confesor, otro. Y en cuanto a la irreductible Teresa… Quiero creer que a estas alturas ya lo habrás adivinado. Seguro que sí.

Teresa es mi yo actual.

Cuando me contaste tu historia, me la presentaste como un drama en tres actos. Me pareció una buena forma de hacerlo, y creo que también puedo aplicar a la mía la misma fórmula. A veces nos esforzamos inútilmente en complicar las cosas y en tratar de ser originales, cuando la mejor solución es tan simple como consabida. Desde hace siglos, la trinidad ha servido al hombre para describir el mecanismo de su propio razonar, para explicar el despliegue del ser en el tiempo y hasta para acercarse a la comprensión de Dios. No es extraño que sirva, además, para darle forma a un relato. Por otro lado, coincide que yo tengo aquí tres personajes. A cada uno de ellos viene a corresponderle el protagonismo de un acto de mi drama.

вернуться

* Aunque esta vez la autora del blog no pide perdón al lector por no traducirlo, el texto que sigue está en castellano en el original. (N. del e./t.)

26
{"b":"105122","o":1}