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De pronto, me he acordado de que soy historiadora. Es curioso que una labor a la que dediqué una década de mi vida y una buena parte de lo mejor de mi inteligencia haya acabado resultándome tan ajena. Hace diez años que dejé todo aquello. Entonces me parecía que me liberaba de un engorro, de una de esas elecciones que suele propiciar la inmadurez y que era una suerte poder deshacer a tiempo. Pero ahora, al acordarme, he sentido nostalgia, sobre todo, de la sencillez con que transcurrían las jornadas en la biblioteca o en el archivo: de lo gratificante que era el trabajo de ir buscando aquí y allá piezas para ensamblarlas en un conjunto armonioso y convincente, aunque el punto de partida, la realidad histórica en cuestión, fuera un magma caótico y no obedeciera a designio alguno. Siempre que remataba un trabajo académico tenía la sensación de ser una falsificadora, porque era consciente de que pesaba menos en mí el afán de desentrañar la escurridiza verdad que el de presentar mis tesis y mis conclusiones de una manera seductora y elegante. Habrá quien considere escandalosa esta actitud, pero, a quien sustente tal opinión, sólo puedo decirle que no tiene ni la más mínima idea de lo que ha sido la Historia desde Heródoto, y que más vale coronar empresas factibles, aunque sean cuestionables, que aspirar a pisar cimas sublimes que no pasan de ser una entelequia. No existe ni existirá nunca una Historia verdadera, porque a nadie le interesó jamás la verdad, sino que su versión prevaleciera sobre el resto.

Esta mañana me he acordado de mi antiguo oficio porque de repente he comprendido que además de un barullo de sentimientos, dudas, temores y sospechas, aquí tengo también una historia. Y que mientras sumirme en lo primero sólo me conduce al desconsuelo, dedicar mis esfuerzos a escribir la segunda es una forma de desahogo y de emprender algo positivo y reparador. No sólo tengo algo que contar, sino que dispongo de los materiales idóneos para construir mi relato. Poseo, respecto de muchos de los avatares de mi historia, los documentos originales, la voz misma de sus actores. Ello no quiere decir que mi narración vaya a ser fidedigna, porque incluso en el caso de que sólo me limitara a seleccionar y ordenar los materiales, en la forma de escogerlos y colocarlos intervendrían inevitablemente mis emociones, o mi necesidad de darle un sentido a lo que acaso carezca de él. Tampoco hay que presuponer que esas voces, aun siendo las auténticas, sean siempre sinceras: no podría afirmarlo en toda circunstancia de la mía propia, y menos aún de la que no me pertenece. No estoy segura, en fin, de que mi historia vaya a interesarle a nadie; me limito a apostar que lo que a mí me atrajo y me intriga bien puede atraer e intrigar a otros, y recurro a exponerlo en este espacio, a disposición de cualquiera, para hacer más probable la rara conjunción con algún lector cuya amabilidad justifique mi empeño. No podré escribir todos los días, y cuando lo haga, unas veces tendré tiempo para extenderme y otras no tanto. Trataré, con todo, de ser lo más ordenada posible y de no hurtar nada que resulte indispensable para entender los hechos.

Contar una historia es un acto que revela nuestra pequeñez, porque con él confesamos que necesitamos a otro, que estará ahí o no. Pero al acometerlo siento que me empujan potencias descomunales e incomprensibles. Todos los que participamos de la condición humana somos simultáneamente una decepcionante obviedad y un misterio insondable. La historia que iré recogiendo aquí no es más que una manera de reclamar, hermanos, vuestra atención hacia mi insignificante e incierta peripecia. Me complacería que os fascinara, para qué ocultarlo, pero me conformo con que al leerla sintáis que tiene algo que ver con vuestra propia aventura. Todo empezó, precisamente, el día que yo atendí un reclamo parecido a éste…

13 de noviembre

En el principio, otro náufrago

Puedo fecharlo con toda exactitud, porque obra en mis archivos un documento que así me lo permite sin fiarme a las imprecisiones de la memoria. Fue el día 15 de junio de 2007 cuando me tropecé, curioseando por la Red en busca de otra cosa, con el blog de alguien que desde su misma presentación se identificaba como un náufrago. Por aquel entonces mi vida discurría en una especie de atonía, con la que en términos generales me sentía contenta, después de haber saboreado una serie de emociones tan intensas como indeseables. Tal vez por eso me llamó especialmente la atención la forma en que en su perfil personal se expresaba el dueño de la bitácora, que llevaba además el para mí atractivo título de Cuaderno del Inquisidor. No estará de más consignar en este punto que mi inconclusa tesis doctoral, en la que trabajé durante mis dos años como becaria de investigación en la universidad, versaba sobre la extracción social de los funcionarios del Santo Oficio* en la España del siglo XVII. El tema no era demasiado original (como ya se había preocupado de advertirme, con su profesoral escepticismo, mi director de tesis) y supongo que mis aptitudes para reinventarlo resultaban demasiado escasas, lo que explica el fracaso de mi tentativa. Pero de este frustrado empeño me quedó la curiosidad hacia aquella gente, a la que aprendí a ver con un sesgo menos horripilante que el resto de mis compatriotas (y me refiero a aquellos que conocían del asunto algo más que los dos tópicos de rigor). No debe extrañar, por tanto, que al encontrar aquel Cuaderno me detuviera en él. Y fue al leer el perfil de su autor cuando me quedé enredada en su peculiar forma de describirse, que anunciaba una personalidad, real o ficticia, no menos peculiar. Lo transcribo a continuación (perdónenme los que no entiendan español, pero prefiero no traducir sus palabras): *

Yo he sido otro hombre. De vez en cuando me vienen jirones de sus andanzas y se entremezclan con las impresiones cotidianas, los pensamientos y las preocupaciones del individuo que ahora soy. En términos generales, no tenemos demasiado que ver, aquel otro hombre que fui y yo. Su vida era muy distinta de la mía, como también lo eran su carácter, sus aspiraciones o sus miedos. No deja de resultarme extraño cargar el baúl de su memoria, y que todo lo que contiene esté a mi disposición. A veces no querría que lo estuviera; otras, en cambio, revuelvo distraídamente su contenido y saco tal o cual retazo de su vida para observarlo con nostalgia y asombro. Supongo que la nostalgia la pone la pizca que de él queda dentro de mí, junto a sus recuerdos. En cuanto al asombro, es mi legítima pertenencia. En cierto sentido, silo pienso con detenimiento, cada instante de mi existencia representa un milagro.

Yo he sido otro hombre, no sé si mejor. Durante algún tiempo creí que sí, que aquel otro tenía superiores cualidades innatas, unas circunstancias más halagüeñas y, en definitiva, más suerte que yo. Le envidié, y creo que en algunos momentos hasta llegué a odiarle, por disponer de tantas facilidades de las que yo carecía. Con el tiempo, sin embargo, hube de aprender a verle sin resentimiento, que es lo mismo que decir sin considerarme inferior a él. A primera vista, él me aventajaba en todo, eso es cierto. Era más joven, más simpático, más brillante, entre otras muchas cosas. Pero ahondando un poco en su peripecia y en la mía, había algo en lo que me iba a la zaga: aquel otro hombre no había dado nunca la cara a la noche, ni había asomado la punta de los pies al abismo. No había tenido que enfrentarse al espejo para hallar día tras día en la mirada de los ojos dibujados en el azogue la espesa bruma del remordimiento. No se había visto solo, derrotado y sin esperanza. Para él, estar vivo tan sólo era una cómoda rutina. Para mí, ha llegado a ser una proeza.

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* En castellano en el original. (N. del e./t.)

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* Los textos transcritos del Inquisidor, en efecto, están en castellano en el original. (N. del e./t.)

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