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Pues sí. Ésa es la mayor contradicción de todas. Para que vuestro Papa haya terminado pidiendo perdón por el asunto…

Aunque estoy bautizado, no lo considero mi Papa.

¿Y eso? ¿Apostataste?

No. No me angustia que me computen como católico. De hecho, dejando aparte la manía de inmiscuirse en los avatares de la entrepierna, es la religión a la que me siento más cercano. Pero rechazo someterme a cualquier forma de autoridad de la que pueda librarme.

Eso es soberbia, ¿no?

No, eso es seguir uno de los dos instintos naturales del hombre.

¿Cuál?

El instinto de libertad. Que para mí pesa más que el otro.

¿Y el otro es?

El de conservación.

Ah… (Pausa para reflexionar.)

No creo que necesites esa pausa. Estoy seguro de que puedes entenderlo sin mucho esfuerzo. Tú no eres diferente de mí.

Ahora que lo dices, es verdad. Cuando alguna vez me he visto en el dilema de tener que escoger entre uno y otro, no he optado por la conservación, precisamente.

Pues eso. Ahí tienes otro motivo para identificarme con el personaje del inquisidor y convertirlo en el narrador de mi cuento.

Perdona, ahora que llegas a lo que me interesa, no sé si te sigo.

El inquisidor es aquel que vive para buscar el mal que no puede ser perdonado. El que lo nombra y lo señala, cuando lo encuentra. El que destina a su infeliz portador a la destrucción por el fuego.

Deja que lo interprete, si soy capaz.

Disculpa si no me explico bien. Ahora me toca entrar en esas razones particulares que decía antes y me resulta mucho más difícil. Aquí dejo de contar la historia de otros para empezara contar la mía.

No importa. Puedo tratar de deducir lo que has escrito entre líneas. Como decías en tu blog, se trata de contar tu historia a través de la historia de otros. Y, si no me equivoco, lo que me estás queriendo decir es que de los tres personajes, el que te representa, y por eso te identificas con él, es el inquisidor.

Sí y no.

Pues a ver, corrígeme.

Me identifico con el inquisidor, ya te lo he dicho, pero…

¿Pero?

Un momento.

¿Sí? ¿Qué pasa?

Dame un momento, por favor.

OK.

Vas a tener que disculparme, Theresa.

¿Por qué?

Me ha surgido un problema.

¿Qué problema?

No te lo puedo decir. No puedo seguir hablando.

Espera, no puedes irte así.

Debo. Lo siento.

No es justo. Voy a pensar mal, al final…

No pienses mal. No tienes por qué.

Ponte en mi lugar.

Lo hago. No era esto lo que tenía previsto, te lo aseguro.

Ya. Y ni siquiera respondes a mi pregunta.

Está bien, la responderé. En mi novela, no soy el inquisidor. No sólo. Soy el inquisidor, y el fraile, y la monja. Soy todos ellos. No te enfades, Theresa. Te lo explicaré algún día, espero. Ahora, adiós.

No te vayas así.

El siguiente mensaje no se entregó al destinatario:

No te vayas así.

28 de noviembre

Theresa en Naxos

Siempre me pareció conmovedor el destino de la pobre Ariadna. Después de traicionar a su padre, y de ayudar a ajusticiar a su medio hermano (eso era, en definitiva, el Minotauro), termina abandonada en Naxos por el inconstante Teseo, al que en mala hora le prestó su hilo para salir del laberinto. Ella representa, como pocas, a la mujer defraudada por la ingratitud del hombre. También a mí, alguna vez, me ha tocado sentirme como Ariadna en Naxos.

Por ejemplo, aquella madrugada, cuando el Inquisidor desapareció de pronto, dejándome con la palabra en la boca (o en la yema de los dedos). No podía dar crédito. No podía entender que su forma de corresponder a mi confianza fuera ésa: marearme con una alambicada disertación histórica (que nadie le había pedido) y esfumarse con una mala excusa en cuanto la conversación empezaba a cobrar algún sentido de confidencia por su parte. Releía sus últimas frases y para mí tenían un lamentable aire de dejà vu: instantáneamente me retrotraían a alguna otra situación en la que alguien me había escrito palabras casi idénticas a través del chat. Aquellos otros corresponsales casi nunca me importaban mucho, y esa tosca manera de escabullirse, y de hacer evidente de paso que en algo, si no en todo, no decían la verdad, no me provocaba, tratándose de ellos, más reacción que una sonrisa condescendiente y su inmediato archivo en las regiones más recónditas de mi disco duro. Pero, tratándose del Inquisidor, la decepción me resultaba tan inesperada como descorazonadora. Venía mezclada, además, con un sentimiento de humillación, por haber creído en algún momento que en nuestra relación, por peculiar que fuera, ambos aceptábamos el compromiso de conducirnos con sinceridad y un mínimo de respeto. No esperaba que desnudara su alma ante mí. Es más, aceptaba como propio de su carácter el afán de mantener un lado oculto. Pero me había permitido creer que no me engañaría ni trataría de confundirme. Y eso era lo que había hecho, incumpliendo su promesa y zafándose de mí de aquella manera tan poco inteligente y tan desprovista de elegancia.

Releía la conversación y me hervía la sangre. A su primera parte no le encontraba mucho más sentido que la exhibición de conocimientos, algo que me parecía impertinente, a aquellas alturas (aunque vista desde aquí, me da la impresión de que me estaba diciendo, a su modo indirecto y oblicuo, más de lo que en ese momento yo era capaz de leer). En cuanto a la despedida, me ponía furiosa, simplemente. Es curioso que ni por un momento contemplé entonces que pudiera haberle surgido de veras algún problema que le impidiera seguir escribiendo. Ahora que lo recuerdo, mientras él sigue sin dar señales de vida, me inclino a creer que sí, y me torturo pensando que el problema pudo ser de una naturaleza determinada, que en aquel momento de ofuscación no imaginé y que tampoco luego, cuando acepté sus excusas, se me pasó por la cabeza. Me doy cuenta de que le disculpé sin creerle del todo, o mejor dicho sin creer que esa noche hubiera tenido más dificultad que su resistencia a ponerme al corriente de aquellas intimidades que había empezado a revelarme y que de pronto, supuse, le hicieron sentir incómodo. A esa misma incomodidad, y a sus dudas sobre si mantener o no nuestra relación, achaqué también, entonces y luego (y acaso volví a ser injusta y torpe al hacerlo), su silencio de los días siguientes.

Los días siguientes… Según mis archivos, fueron exactamente veintiocho. La irritación del primer instante se convirtió en ira, luego en rabia, y después en algo que pretendía ser desprecio pero que escondía una buena dosis de frustración. Porque había sido tan idiota como para contarle mis secretos. Porque lo había hecho en balde. Porque me había quedado con las ganas de saber más.

Por su parte, debió de representarse con no poca aproximación los sucesivos estados de ánimo por los que yo iba pasando. Al menos, fue lo bastante perspicaz como para calcular que no era una buena idea volver a conectarse sin más y tratar de reanudar así nuestra truncada conversación. Encontró otro modo de hacerlo.

El día 24 de agosto de 2007 recibí un correo electrónico. Era suyo. Era largo. Cuando terminé de leerlo, quedé desarmada.

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