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– Amén -concluyo, dando gracias al Señor por haber permitido, una vez más, que el más ruin de sus ministros se enaltezca en su servicio.

15 de noviembre

Cuaderno del Inquisidor (2)

Después de repasar las actas de los interrogatorios, y de constatar que me encuentro apenas a un paso de cerrar esta instrucción de la forma más satisfactoria para restaurar el orden y atajar de raíz el trastorno que lo ha alterado, he salido a dar un paseo por la ciudad. Me gustan sus desniveles y sus callejas, los rincones oscuros y las perspectivas súbitas que se ofrecen al paso al transeúnte. Por aquí caminaron y aquí vivieron durante siglos los más abominables infieles: sarracenos y judíos. Pero el celo de los inquisidores que me precedieron en el oficio, a lo largo de una centuria larga de trabajos y desvelos, extirpó de esta tierra su simiente, y ahora en Toledo sólo se celebra el culto y la indisputada gloria de la religión verdadera.

Sopla limpio el viento que viene del otro lado del río. Los rufianes buscan el amparo de las sombras y se cuidan de asomar el hocico fuera de ellas, como a su naturaleza corresponde, y las buenas gentes llevan adelante su vida y sus asuntos con modestia y temor de Dios, como también debe ser. Los veo doblar la cerviz cuando se cruzan conmigo, sabedores de que por mi mano se administra la siempre justa y medida, pero terrible cólera de la Iglesia. Éste es el corazón de la Castilla católica, puntal de la fe en tiempos convulsos, y me enorgullece estar aquí y ser parte de sus huestes.

Dentro de trescientos años, un extravagante poeta de allende el océano, deudor a partes iguales de Castilla y de su mayor enemiga, la hereje Inglaterra, dará en escribir sobre los hombres como yo estos aturdidos versos:

España de los inquisidores,
que padecieron el destino de ser verdugos
y hubieran podido ser mártires. *

Desorientada aserción, que atestigua la ferocidad con que el tiempo desdibuja los contornos de las acciones humanas. No me considero en absoluto un verdugo, y no necesito, para rehusar esa condición, desfigurar en lo más mínimo la verdad. No consiste mi tarea en acabar la vida de nadie, sino al contrario, en ofrecer la única posibilidad cabal de proseguirla a aquellos que han acogido dentro de sí el hálito mortal que infunde el extravío del alma, y que no es otra que el arrepentimiento y la sumisión a Dios. Cuando me topo con alguno que prefiere perseverar a todo trance en la muerte eterna del pecado, en ese atestado termina mi misión, pues no se me concedió el poder de castigar las faltas, que sólo compete a Dios y al Rey, sino únicamente el de perdonarlas. Es la justicia del Rey la que, por la salud espiritual de su reino, toma a su cargo al infeliz y dispone de él conforme mandan las leyes. Y nadie pretenda ver cinismo en mis palabras, porque como lo digo lo siento: es el hereje contumaz quien se condena a sí mismo a la hoguera, y la justicia secular quien tiene a bien prenderla. Yo sólo trato de impedir el encuentro de las almas y el fuego. Pero no siempre cabe evitarlo.

Yerra también el poeta al suponer que mi destino, o el de los hombres como yo, bien hubiera podido ser el martirio. Ésa es suerte reservada a las almas ingenuas y desprendidas, vehementes y un punto iluminadas, que son las que buscan el pretexto y la ocasión de perecer por la fe y aciertan a convencerse de que ésa es la mejor manera que tienen de servirla. Por ahí andan, de misioneros en las Indias Occidentales u Orientales, tratando con los salvajes que pueden sellarles el pasaporte a la santidad. Los hombres como yo, en cambio, hemos renunciado a tan sublime senda, porque hay quien debe prestar a la Iglesia el ingrato servicio de asumir labores que en nada predisponen ni contribuyen a alcanzar los altares. Nosotros sabemos, además, que no somos ni seremos nunca santos, y que por tanto no debemos malgastar nuestras vidas en la vana persecución de esa meta. Al contrario que los mártires, somos taimados, escépticos y si es preciso malévolos. Al final, todo soldado acaba pareciéndose, en el roce del combate, al soldado enemigo con el que cruza su acero, y nosotros contendemos a diario con aquel que es la fuente y la culminación de toda malevolencia.

Debo decir algo más, incluso, en lo que a mí respecta en particular. Algo que puede sobrecoger a quien lo lea, como me sobrecogió a mí mismo cuando lo comprendí. sé que el mal es consustancial a mi alma, y que haga lo que haga, de ella no lograré arrancarlo. Mis flaquezas son más fuertes que yo, y sé desde hace tiempo que estoy condenado a integrarme, escarnecido y humillado como el que más, en las legiones de ese príncipe al que cada día trato de hurtar súbditos. No espero su piedad, como tampoco espero recompensa de Aquel Cuya causa defiendo, porque sé que no es del modo incompleto en que lo hago como se le puede complacer y ganar Su misericordia. Pero aunque no sepa enmendarse y por tanto ganar la absolución, mi espíritu se resiste a dejar de ver que la luz es la luz y la noche es la noche. Y ya que mis actos como hombre me ensucian y denigran, me queda al menos el consuelo de que como ministro de la Iglesia persigo su grandeza y le ofrendo un sacrificio que otros, los justos, nunca podrán hacer.

Por eso no temo el juicio de los simples, y no me tiembla el pulso al enfrentarme a las arduas y espinosas rutinas que conlleva mi cometido. Soy quien debe estar aquí, desempeñándolo, y no atormenta mi conciencia ninguna de las diligencias que he realizado u ordenado a lo largo de todos estos años. Me aflige mi vileza; no el haber acertado a dirigir las potencias que de ella brotan contra aquellos que caen bajo mi jurisdicción. Todas las añagazas, las insidias y aun las crueldades cometidas en el ejercicio de mi cargo y para cumplir sus fines son un triunfo sobre mi propia naturaleza, que me encaminaba a realizarlas sin provecho. Todo el mal que aquí hago, es por la causa del bien. No incrementa, sino que minora mi deuda.

Muy otro es el caso de mis faltas privadas. A menudo me invade la desazón, incluso llego a sentir envidia por aquellos a los que proceso, cuando se derrumban e imploran y obtienen, por alto que sea el precio, el perdón que a mí no me cabe esperar. No puedo acudir al confesor para descargar mi conciencia, porque me consta que significaría el final de todo lo que ahora soy y tengo un miedo insoportable a verme obligado a vivir de otra manera, despojado de mis actuales atribuciones y sometido a impredecibles penurias. Sé que en esa menguada circunstancia terminaría quitándome la vida, y asegurando así mi condenación. En ésta no son mucho mayores mis esperanzas de salvarme, pero queda un resquicio para la duda. Mientras continúe aquí, puedo soñar con que encontraré la manera de agradar a Dios lo bastante como para que me perdone, aun impenitente, o bien para que me ilumine y me ayude a vencer al fin la congénita maldad de mi ser.

Pero queden aquí estas miserias. Estoy impaciente por lo que se avecina, y ya empiezo a saborearlo. Ese necio quiso acomodar la fe a su debilidad. Ahora voy a enseñarle que no es tan fácil el camino del hombre.

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* Jorge Luis Borges, A España. (N. del e./t.)

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