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¿No me lo vas explicar?

¿Necesitas una explicación? Si quieres satisfacer tu curiosidad, relee, piensa, constrúyete una teoría.

Está bien. Respóndeme sólo a una pregunta.

Dispara.

¿Por qué niegas la inocencia de Teresa? La Inquisición la absolvió, al final.

Nadie es inocente, querida. Y los tribunales, sean del tipo que sean, no suelen guiarse prioritariamente por ese criterio para dictar absoluciones. Siento darte la mala noticia.

¿Ése es todo tu argumento? Me decepcionas.

Lo siento, pero no prometí nunca deslumbrarte. Tengo más argumentos. De hecho tengo el mejor.

¿Cuál?

Sus propias palabras. Lo que ella dejó escrito. Cómo justificó unas cosas, y dejó de justificar otras. Siempre he tenido la sensación de que Menéndez Pelayo nunca leyó su alegato, o si lo hizo no quiso leer entre líneas. La priora era inteligente. Pero a veces es nuestra propia inteligencia la que nos inculpa.

¿Y por qué crees que a ella la absolvieron?

No por inocente. Sino por fuerte. Porque no se rindió nunca, y porque otros que también eran fuertes se movilizaron en su favor. Era noble, y estaba en juego el prestigio de su orden. Los de ésta y los de su linaje presionaron para que se lavara su nombre.

¿Y qué es lo que dice o calla Teresa en su alegato que la hace culpable, en tu opinión?

Son cuarenta páginas. Muchas cosas.

Dime alguna.

Fin del tiempo, amiga mía. Otro día, tal vez.

Espera. ¿Eso es un hasta la vista?

No necesariamente. Él dirá. Adiós.

Interrumpió la conversación así, sin el menor protocolo de despedida, y desapareció. No sabría decir el tiempo que duró aquel primer intercambio. Sé que los dos escribíamos deprisa, y que una frase llevaba a otra en una especie de duelo que mantuve entre hipnotizada y temerosa de qué en cualquier momento se acabara, tan abruptamente como al final lo hizo. Guardé la conversación, como haría con todas las demás. La releí varias veces. Me daba pistas nuevas, que no estaban en su blog. Relee, piensa, constrúyete una teoría, me había dicho. No estaba muy clara, pero entre unas cosas y otras, empezaba a atisbar una. Sin embargo, eso no hacía disminuir mi curiosidad. Todo lo contrario. Pensé, con una punzada de inquietud, que bien podía no volver a hablar con él.

Me di cuenta, también, de que él apenas me había preguntado nada sobre mí, salvo allí donde yo misma le había dado pie. Ni mi edad. Ni de dónde era. Ni dónde vivía. Era la primera vez que chateaba con alguien que no se interesaba por esas cosas.

22 de noviembre

El manuscrito

Esperé que volviera a dar señales de vida en los días siguientes. Pero fueron transcurriendo sin que se conectara o, mejor dicho, sin que me fuera visible su conexión. Hace tiempo me descargué una utilidad que me permite averiguar cuáles de los contactos que tengo agregados en mi programa de mensajería instantánea han optado por ocultarse de mí aun cuando estén en línea. Como es natural, no pude resistirme a hacer la comprobación con el Inquisidor, y no me sorprendió descubrir que se había tomado la molestia de ponerse a salvo de mi curiosidad, al menos temporalmente. No me había eliminado como contacto, pero me tenía como no admitida: de este modo, él podía verme a mí sin que yo pudiera verle a él. El «no conectado» que me indicaba el programa, por tanto, bien podía obedecer a la realidad o bien significar que estaba allí agazapado, aguardando quién sabía a qué.

Por mi parte, de todas maneras, no perdí el tiempo durante esos días. El Inquisidor me había proporcionado un dato importante: tenía en su poder un facsímil del manuscrito que contenía el pliego de descargos de Teresa Valle (que no Silva) de la Cerda. En ese documento, decía, había encontrado las claves para su personal interpretación del carácter de la priora y del sentido de la historia, y se había complacido en jugar conmigo aprovechando mi ignorancia del texto, con esa odiosa superioridad del que se jacta de disponer de una información de la que su interlocutor carece. No voy a ocultar que con ello me había golpeado en mi amor propio. Pero lo que el Inquisidor no sabía era que no se hallaba ante un rival que se dejara burlar ni subestimar impunemente. No por casualidad obtuve con la calificación de summa cum laude el diploma universitario que me acredita como historiadora, y aunque llevara años apartada de los archivos, no había perdido el instinto.

El facsímil de un manuscrito español del siglo XVII… El primer lugar donde la lógica invitaba a mirar era la Biblioteca Nacional de Madrid. En otro tiempo, una contrariedad, porque vivo a dos mil kilómetros de Madrid, con un mar de por medio. Pero esa distancia es nada en la era de Internet. Entré en la página web de la Biblioteca Nacional. Escribí en su buscador, razonablemente potente, las palabras «san plácido teresa valle de la cerda descargos». Y a la primera me escupió el siguiente resultado:

Título: Papeles referentes a los sucesos del Monasterio de la Encarnación o de San Plácido, de Madrid, en el s. XVII [Manuscrito]

Publicación: [ca. 1650]

Descripción física: 28 h.; 21 x 15 cm.

Nota general: V.a. Mss/718, Mss/883, Mss/10901 y Mss/13637

Contiene: Acusación y sentencia de Dña. Teresa Valle de la Cerda, priora del Monasterio de San Plácido de Madrid (h. I-IOV). Memorial de Dña. Teresa Valle de la Cerda al Consejo de la Inquisición dando sus descargos, año de 1637, por el cual se dio sentencia en favor a las monjas del dicho S. Plácido, dándolas por libres, con la sentencia y Auto de tribunal de la Inquisición de Madrid, en 5 octubre 1638 (h. 11-26v).

No cabía ninguna duda. Era el que buscaba. Anoté las referencias y recorrí el menú de la web hasta localizar el servicio de obtención de copias de documentos digitalizados. Rellené el formulario y cursé mi petición. Pensé que tendría que esperar más tiempo, pero dos días después recibí en mi buzón de correo electrónico el facsímil del manuscrito. Al abrir el fichero y encontrarme con aquella alambicada caligrafía del siglo XVII, no pude reprimir una sonrisa de satisfacción. En menos de setenta y dos horas, me las había arreglado para recortarle al Inquisidor buena parte de su ventaja.

No era la letra de Teresa Valle, como había imaginado en un primer momento. Se trataba de la copia realizada por un tercero, probablemente un escribano, de la acusación original contra la priora, la sentencia condenatoria, su pliego de descargos y la sentencia absolutoria dictada a la vista de éste y de las nuevas calificaciones realizadas por diez doctores teólogos con motivo de la apelación.

La acusación era demoledora: proclamaba la culpabilidad de Teresa, en connivencia con el confesor del convento, respecto de una larga retahíla de prácticas heréticas y sacrílegas. Según los inquisidores, ambos habían extendido entre las monjas toda suerte de creencias contrarias al dogma, desde la que sostenía la ausencia de pecado en determinados tratos carnales cuando se hacían con amor a Dios, hasta las que tenían que ver con una reforma de la iglesia de la que el fraile y la priora serían impulsores, tras la muerte del Papa. Ambos la habrían anunciado como una «segunda redención», de la que once monjas serían apóstoles (once, y no doce, para que no hubiera entre ellas un Judas). Junto a las otras veinticinco monjas supuestamente endemoniadas, los dos habrían llevado a cabo reiteradas profanaciones del sacramento de la eucaristía, amén de cometer infracciones del sexto mandamiento tales como caricias, darse la comida masticada en la boca y permitir las religiosas al confesor que les tocase los pechos. Finalmente, a Teresa se la acusaba de fingir un ayuno de treinta días, para revestirse de un falso aroma de santidad, y de inventarse profecías con el objeto de ganarse el favor de personajes poderosos de la Corte. En particular, al conde-duque de Olivares (no se le mencionaba por su nombre, pero una anotación al margen revelaba su identidad), cuya desazón por no tener un hijo que lo sucediera era bien conocida, le habría anunciado que Dios le haría pronto la merced de darle la descendencia que ansiaba. Todo ello, según razonaba el fiscal, venía provocado por el afán de notoriedad y los delirios de grandeza de la priora, que la habían incitado a compartir las herejías del confesor y a prestarse a extenderlas entre sus súbditas. Y en cuanto a los demonios que pretendidamente la poseían, tanto a ella como a la mayoría de las monjas (sólo cinco decían haberse librado), el autor del escrito acusatorio no los consideraba más que una burda fabulación, urdida para tratar de eximirse de la responsabilidad que les tocaba por sus acciones.

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