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¿Te convenció eso, el hecho de considerarme una de los tuyos?

Por supuesto. A una contable no habría tenido ningún sentido que le contase mi historia. Me consta que no la habría entendido.

Es posible que no.

Y está en su derecho, además. No somos mejores que ellos. Podemos cosas que ellos no pueden, del mismo modo que ellos pueden cosas que nosotros no podemos. Lo único que hay que hacer es tener cuidado, antes de mezclarse más de la cuenta. No hay nada escrito, ni regla sin excepción: existen situaciones, momentos, incluso se dan a veces circunstancias duraderas en que un pródigo y un contable pueden complementarse, prestarse sus respectivos talentos y suplirse sus respectivas carencias. Pero en ciertos órdenes delicados de la vida, a la larga, tienen muchas probabilidades de no hacer buena pareja.

¿Ciertos órdenes delicados de la vida?

Allí donde se cala en lo profundo. Donde inevitablemente surgen cuestiones que unos y otros no vemos ni sentimos del mismo modo.

Esta noche me estás diciendo muchas cosas, Inquisidor.

Te he dicho muchas cosas ya, antes de esta noche.

Bueno. Nunca una como la que se desprende de tu teoría.

¿Es decir?

Que tú y yo sí podríamos formar buena pareja.

¿He dicho yo eso?

No lo has descartado, como habrías hecho si me hubieras declarado una integrante del bando de los contables.

Compruebo que en adelante tendré que medir mucho mis palabras.

No. No las midas. Te prefiero pródigo. Ahora que empiezas a serlo de una vez. Porque lo que es hasta ahora, conmigo…

Tenía que conocerte mejor. Soy un pródigo trasquilado.

¿Por eso te empeñas en ser un lobo solitario?

¿De dónde sacas esa conclusión?

Leí tu confesión con la esperanza de que en algún momento me hablaras de cómo llegó alguna mujer a consolarte y a sacarte del pozo. En mi caso, ya ves, siempre he recurrido a un hombre para superar mis crisis. Pero no. El austero Inquisidor (no el de tu novela, sino tú) aguantó el tirón solo y solo se levantó…

Así fue. Hubo alguna mujer, pero no me salvaba precisamente. Lo que tampoco le recrimino. Me ayudó a comprender que era cosa mía.

Y ahora, ¿sigues solo? Uy, perdona, quizá no he debido…

Ya, ya. Veo que esta noche estás algo traviesa.

¿Yo?

No veo a nadie más por aquí.

Y tú, ¿estás siendo travieso al llamarme traviesa? *

Conscientemente, no. Pero quién sabe.

Me vas a contestar a lo que acabo de preguntarte?

Sí.

Así que…

Que sí. Que sigo solo. ¿Te parece una información interesante?

Claro. Hasta cierto punto, de momento. Pero sí.

¿Hasta qué punto?

¿Por qué?

Quién responde a quién…

¿Por qué sigues solo?

La respuesta más obvia sería porque no he encontrado a nadie que me convenza de la necesidad de cambiar eso.

Pero tú nunca eres obvio.

Por supuesto, tengo otra teoría.

Debí haberlo imaginado. ¿De qué va esta vez?

Clases de personas, de nuevo.

Ah, ¿hay más?

Ajá. Pero se trata de otra clasificación. Simple, también.

A ver dónde caigo esta vez. ¿Tú ya me has colocado?

No. No te conozco todavía lo suficiente, en este caso. Pero sí me puedo colocar a mí mismo. Ahí está la respuesta a tu pregunta.

¿Y las clases de personas en cuestión son…?

Dos, otra vez. En nuestra relación con otros, las personas somos de dos clases. Las que curan y las que dañan. Creo que tu fina inteligencia me excusa de precisar de cuáles me considero yo. Y a partir de ahí, no hace falta tampoco que te diga por qué prefiero estar solo.

… (Sin palabras).

¿He sido demasiado franco?

Me gustaría saber por qué piensas eso.

Tengo testimonios que lo respaldan. Y mi propia apreciación.

No creo en esta clasificación tuya. Eso depende. Podemos ser dañinos para unas personas y curativos para otras.

Quizá tú. Y eso te haría del otro grupo. Si puedes curar…

¿Tanto has dañado?

Eso dicen. Pero ya no. Me he jubilado.

Eso es una estupidez. Una reacción inmadura. Tendrías que haber oído lo que me dijo el Redentor cuando me pilló. Y qué. Pude ser una calamidad para él, no lo dudo. Pero no soy una calamidad absoluta. Me niego a que nadie me haga creer eso.

Bien por ti.

Pero, vamos a ver, cómo que jubilado… ¿Qué edad tienes?

Qué más da eso, Theresa. La suficiente como para empezar a estar algo cansado. Creo que me voy a ir a dormir, con tu permiso.

Espera. Prométeme algo.

Qué.

Prométeme que mañana seguiremos hablando de esto.

Vale.

2 de diciembre

¿El amor?

Theresa y el Inquisidor. 27 de agosto de 2007.

Aleluya, apareciste.

¿Te cabía alguna duda?

Alguna. Imagino que puedes entenderlo.

Prometí estar aquí hoy. Y ya sabes lo que opino de las promesas.

Antes no hacerlas que incumplirlas.

Exacto.

Pero ésta la hiciste muy rápido. Podías no haber tenido el tiempo necesario para pensártela bien.

Lo tuve.

¿Estás dispuesto a continuar con la conversación de ayer?

Por qué no.

Comprende que me sorprenda. Me tienes acostumbrada a que ciertas cosas haya que sacártelas con sacacorchos.

Bueno, dependerá de por dónde quieras continuar la conversación.

No volveré a preguntarte tu edad, si es eso lo que temes.

No lo temo. Sólo que es algo irrelevante, entre tú y yo. Imagina que tengo 25, o 38, o 54, o 63. ¿Qué cambiaría entre nosotros?

Sé que 25 no tienes.

Querrás decir que es improbable que los tenga. Saberlo no lo sabes, y si crees saberlo es que te dejas llevar por tus prejuicios. Que tienes una idea limitada de lo que puede caber en una vida de 25 años.

Ya… Me llama la atención que en esa lista de edades que me acabas de hacer te hayas saltado la década de los 40.

La hice sin pensar.

Con mayor motivo. He leído a Freud.

¿Y te lo creíste todo?

Está bien, hombre sin edad. Quisiera saber qué te lleva a pensar que eres dañino para los demás.

Cosas que sucedieron. Cosas que me dijeron. Cosas que yo sentí.

Qué sucedió.

Es largo de contar. Lamentablemente, recuerdo haber hecho daño más de una vez. En alguna ocasión, por necesidad. En alguna otra, por torpeza. También por miedo. Por negligencia. Y en fin, por placer. No por el placer de dañar, en sí mismo, sino porque otros placeres implicaban causar ese daño y no supe renunciar a ellos.

Bueno, también yo podría suscribir eso.

A lo mejor es que también eres de los míos… Lo que sí puedo decir es que nunca he hecho daño por odio, ni por codicia, ni por venganza. Aunque no sé si eso tiene alguna trascendencia. Al que sufre el daño le duele igual, sea cual sea el motivo del que se lo causa.

Pero ¿de qué clase de daño hablas? ¿Grave?

No leve.

Cuéntame más. Si puedes. Quiero decir, si no se trata de algo por lo que te persiga la ley. Con tu manía de ser tan enigmático ya no sé lo que has podido hacer y lo que no…

¿Crees que pude cometer un crimen?

No sé. ¿Lo cometiste?

Tengo derecho a no responder a eso. Bajo la ley española y bajo la británica. Y también bajo la del país que ahora me acoge.

Vaya. Estoy hablando con un abogado.

Fui a una facultad de Derecho. Perdona la deformación.

Bueno, al fin una pista sobre tu profesión secreta. Esto sí que es toda una novedad.

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*Naughty, en el original. En inglés, sinónimo habitual de pícaro/a. (N. del e./t.)

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