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Tiene la ventaja de que suelo entenderlo.

Me imagino que eso es una forma de regañarme por mi confesión.

Te equivocas. No voy a regañarte por tu confesión. Debo reconocer que me has impresionado. No me la esperaba.

Ah, creí que te quejabas por la forma de contarte mis desventuras. A lo mejor esperabas otra cosa. Algo más… inteligible.

No. Ya me voy haciendo a tu estilo. Y hasta creo que empiezo a descifrarlo. Lo que tal vez debería preocuparme.

Tal vez.

Por lo que sí voy a regañarte es por otra cosa.

No será lo que imagino…

No. Lo que imaginas te lo perdono. Aceptaré que eres así, y lo que cuenta para mí es que te has disculpado y sobre todo que has tratado de arreglarlo. Tú sabrás qué te pasó esa noche.

Gracias, Theresa, es muy comprensivo por tu parte.

Lo que no te perdono es que me hayas hecho leer un testamento de veinte páginas para al final del rollo dejarme con la intriga que más me reconcomía.

Vaya, lo siento, pero ya te dije que no habría detalles…

Quién habla de detalles, ahora. Tengo la tonta costumbre de guardar y releer nuestras conversaciones. Y repasando la última he recordado que me debes algo.

Sé que esto no va a mejorar precisamente mi imagen ante ti. Pero creo que debo preguntarte a qué te refieres.

Me dijiste que había algo que yo te había dicho que te decidió a confiar en mí. Te pregunté qué era. Y me respondiste que me lo contarías más adelante, cuando yo pudiera entenderlo mejor. ¿Tengo que interpretar que todavía no puedo?

Tienes razón. Te lo debo. Perdona. Se me pasó. Hace muchos días de aquella conversación.

No irás a salirme ahora con que no te acuerdas de lo que dije… Si quieres te envío el archivo con la charla completa.

No había pensado que podías estar guardándolas.

¿Te preocupa? ¿Te molesta? Si es así, las borro.

No, qué más da. Yo no las guardo, pero tampoco necesito que me la envíes. Me apunté la frase en un bloc. Lo tengo aquí.

Me corroe la curiosidad.

¿No has intentado adivinarla? Ya que puedes releer todo el texto…

Lo he intentado, sí. Pero tengo que admitir, aunque me resulta francamente humillante, que no lo he conseguido. Le he dado veinte vueltas y no tengo ni la más remota idea. No me parece que dijera nada tan perturbador.

Y sin embargo, lo hiciste. Al menos lo fue para mí. Ésta es tu frase, si no la copié mal: No me preocupa dar más de lo que recibo. No suelo llevar la cuenta de esas cosas.

¿?

Eso… ¿Tanto te impresionó?

No sé si es ésa la palabra. Más bien diría que diste en el clavo.

¿Qué clavo?

Se trata de otra de mis teorías. De esas que a lo mejor no resultan muy cuerdas, además de no ser nada científicas.

¿Como la de los muertos que llevamos con nosotros?

Más o menos.

Es un poco macabra. Pero también bastante gráfica. Es de lo que me resultó más claro de tu confesión, después de todo.

Entonces, ¿quieres oír esta otra?

Dispara.

Va de clases de personas. Nada menos.

Cuidado. Terreno pantanoso. A ver dónde me clasificas a mí, que si no me gusta, me enfadaré.

No tiene por qué disgustarte. Tú misma te clasificaste ya. Además es muy sencilla, y tampoco diría que hay categorías peores y mejores. De hecho hay sólo dos, y cada una tiene su cara y su cruz.

Así te curas en salud cuando la cuentas, ¿no?

No. Es la conclusión a la que he llegado, nada más. Las personas, según mi teoría, se dividen en dos grandes grupos. Un primer grupo vienen a formarlo los que podemos llamar los contables.

¿Los contables?

Creo que es la palabra que mejor los describe. Son esas personas que siempre llevan la cuenta de todo, tanto en sus actos como en los de los demás. Para ellos todo tiene su contrapartida, y sin ella, carece de sentido. Les gusta que cada peso tenga su contrapeso. Que todo cuadre.

Vale. Deduzco que ése no es mi grupo. Menos mal.

No pienses que se trata de una etiqueta peyorativa. Los contables son personas con rasgos admirables, y capaces de cosas admirables también. Tienen sentido de la justicia, del orden, del equilibrio. Suelen ser fiables, coherentes, eficaces, y esforzarse siempre por corresponder con el bien a los bienes que reciben. No dejarán nunca de pagar una deuda, y nunca se les olvidará lo que te prometieron. Son atentos, detallistas: sus madres saben que siempre las felicitarán por su cumpleaños. Tienen capacidad de anticipación, sentido de la estrategia. Por eso saben organizarse y sirven como nadie para organizar a los demás.

Ya veo… ¿ Y la cruz?

Como la cara, depende de la persona. Pueden ser intransigentes. Pueden ser también avaros, o codiciosos. Y tienen una cierta propensión al resentimiento. Ellos suelen cumplir lo que se espera de ellos, pero no es difícil que otros no cumplan lo que ellos esperan. Y su sentido de la contrapartida entra aquí en juego de forma implacable.

Creo que me alegro de ser lo otro. Sea lo que sea.

Muy pronto lo dices. Espera y no juzgues tan deprisa. Además, en muchas coyunturas de la vida, ayuda tener un contable a mano.

Pero serlo…

También. No te precipites, Theresa. Todavía no te he dicho cómo llamo a los del segundo grupo. Al que pertenecemos tú y yo.

A ver, sorpréndeme.

El otro grupo es el de los que llamaremos los pródigos.

Intuyo que la palabra no está escogida al azar.

No. Los pródigos son aquellos que, al revés que los contables, se despreocupan de llevar la cuenta de lo que hacen, y de lo que les hacen. No es una decisión, simplemente carecen de esa capacidad. Pueden muy bien deslumbrar aquí, y fallar completamente allá. Son malos para calcular, para equilibrar, para corresponder. No es que las cosas no les cuadren. Es que se empeñan en descuadrarlas, una y otra vez.

Vaya, ¿y no hay un término medio?

No. Esto es pura lógica binaria. Uno o cero. En cada uno de nosotros predomina uno de los dos: el contable o el pródigo. Y eso no quiere decir que no tengamos rasgos del opuesto, de los que podemos servirnos frente a las vicisitudes cotidianas. Pero en las verdaderas encrucijadas, en las crisis, y en definitiva, allí donde cuenta lo que somos en lo más profundo, nos manifestamos como lo uno o como lo otro.

Creo que lo capto. Tienes razón. Soy pródiga. Y no me molesta.

Claro. Los pródigos tienen, qué duda cabe, una faceta muy atractiva. Pueden ser brillantes, ocurrentes, creativos. También tienden a ser generosos, apasionados, cálidos. Si les pides un pan no se pararán a contar cuántos otros panes les quedan en la despensa. Nunca miden el afecto, la amistad o la compasión. Y nunca se limitarán a cumplir el plan establecido o a seguir la vía marcada. Siempre mirarán hacia los lados. Y lo que allí encuentran no suelen verlo los contables.

¿Pero?

Pero no llevar la cuenta también juega malas pasadas. Por falta de celo, por descuido, pueden llegar a ser muy desconsiderados. No es difícil que se distraigan, y tampoco que dejen de prever lo que deberían haber previsto, exponiéndose y exponiendo a otros a consecuencias desagradables que habrían podido evitar con un poco mas de cuidado. Pueden arruinarse con facilidad, por sus pocas dotes para administrarse. Y no pocos de ellos (todos los pródigos, en realidad, en algún momento de su vida) se comportan de forma incomprensible y temeraria.

Incomprensible y temeraria para los contables, quieres decir.

Y para los propios pródigos, cuando caen en la piscina sin agua.

Lo que me hace pensar en tu confesión…

Por eso quería esperar a hacerla, para responder a tu pregunta. Ahora puedes valorar mejor por qué me convenciste con esa frase.

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