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Y, finalmente, llamaba inicuo e injusto al Tribunal de la Fe. Por más que Fr. Francisco negó lo de ser alumbrado ni hereje y dijo que en los actos libidinosos había procedido «como flaco y miserable», sin pensar ni dogmatizar que fuesen buenos, se le condenó a abjuración de vehementi, a sufrir ciertos disciplinazos y a reclusión perpetua en una celda de su convento, «con obligación de ayunar tres días a la semana y no comulgar sino en las tres Pascuas». Las monjas abjuraron de levi * y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias. La abadesa quedó privada de voto activo y pasivo en la comunidad por ocho años. Y, sin embargo (¡ejemplo singular de lo falible de la justicia humana aun en los tribunales más santos y calificados!) fue inicua la sentencia, a lo menos en lo relativo a las monjas, y el mismo Tribunal vino a reconocerlo por nueva sentencia diez años adelante. Y las cosas acaecieron de este modo: tales muestras de fervor, buena vida y humildad cristiana daba en su penitencia la priora, que, convencidos de su inocencia los prelados de su religión, lograron de ella, no sin dificultad, que apelase al Consejo de la Suprema contra la sentencia de la Inquisición toledana, moviéndola a este paso no tanto el cuidado de su buen nombre como la honra de todo el instituto benedictino, comprometido al parecer por aquel escandaloso proceso. Doña Teresa hizo constar que todo había sido maraña urdida por Fr. Alonso de León, enemigo acérrimo del confesor, y por el comisionado de la Inquisición, Diego Serrano, que aturdió a las monjas, y falsificó sus declaraciones, y les hizo firmar cuanto él quiso, minis et terroribus. Probó hasta la evidencia que jamás había penetrado en su monasterio la herejía de los alumbrados ni otra alguna y que eran atroces calumnias las torpezas que se imputaban a las religiosas. Dijo que realmente ella y las demás se habían creído endemoniadas y que el confesor las exorcizaba de buena fe, pero que quizá hubiera sido todo efecto de causas naturales (fenómenos nerviosos que hoy diríamos). «Sólo Dios sabe -añade la priora- cuán lejos estuve de los cargos que me hicieron, los cuales fueron puestos con tal unión, enlace y malicia, que, siendo verdaderas todas las partes de que se componían en cuanto a mis hechos y dichos, resultaba un conjunto falso y tan maligno, que no bastaba decir la verdad sencilla de lo sucedido para que pareciese la inocencia…, y así, con la verdad misma me hice daño, por las malas y falsas consecuencias que se sacaban contra mi.» Hay tal sinceridad y candor en todas las declaraciones de la priora, hasta en lo que dice del demonio Peregrino, de quien se juzgaba poseída, que ni por un momento puede dudarse de su culpabilidad. No así de la del confesor, que parece hombre liviano y enredador, aunque no fuera hereje. Él confesó tratos deshonestos, pero con cierta beata, nunca con las monjas. La Inquisición mandó revisar los autos, hizo calificar de nuevo las proposiciones por los más famosos teólogos de varias órdenes y por sentencia de 5 de octubre de 1638 restituyó a las monjas en su buen nombre, crédito y opinión, dándoles testimonio público de esta absolución, de la cual se envió un traslado al Papa y otro al Rey. Del confesor nada se dice, lo cual prueba que no le alcanzó el desagravio.

Así lo contaba el que pasaba por mejor conocedor de las desviaciones habidas en la larga y accidentada historia del catolicismo español. Citaba como apoyo manuscritos y relaciones de la época, entre ellos el alegato exculpatorio redactado por la propia priora para la revisión de su proceso ante el Consejo de la Suprema Inquisición, y que tan eficaz había resultado según contaba don Marcelino. Cotejando la versión de éste con el cuaderno del Inquisidor, apreciaba no pocas coincidencias, incluso sospeché que era una de las fuentes que el misterioso blogger había utilizado. Pero también advertía algunas discrepancias, sobre todo en la severidad con que se presentaba a doña Teresa, finalmente absuelta no sólo por el tribunal del Santo Oficio sino también por el célebre historiador. El inquisidor de la ficción, en cambio, la juzgaba digna de castigo, así fuera más leve, y además lograba que confesara las faltas que le imputaba.

También parecía que en el retrato del Inquisidor, que sólo podía ser trasunto de aquel Diego Serrano, comisionado que instruyera la primera causa, se había tomado no pocas libertades el autor de la novela. No en cuanto a su empeño en inculpar a la priora y destruir al confesor, cuestión que, ya fuera cierta o no, había alegado la religiosa; pero sí en todas las interioridades de su carácter, que muy dudosamente aparecerían recogidas en documento alguno.

Podía equivocarme, pero pensé que en esas «manipulaciones» de la historia estaba la clave. Y eso aumentó mi curiosidad y mis deseos de entrar en contacto con el autor de aquel extravagante blog.

20 de noviembre

Mi comentario

¿Cómo hacer para comunicarse con alguien como el Inquisidor, es decir, un tipo que abre un blog para colgar tres capítulos de una insólita novela inspirada en un olvidado episodio del siglo XVII, con la que trata de ilustrar no se sabe qué trauma personal? ¿Y con qué esperanza intentarlo, cuando el blog lleva semanas sin actualizarse y todo hace pensar que sólo ha sido un antojo pasajero?

Supongo que la mayoría de la gente ni siquiera se plantearía la cuestión, y que aquellos que tuvieran tanto tiempo libre como para hacerlo la descartarían ante la notoria improbabilidad de obtener algún resultado. Pero yo estaba picada, y me aburría, y en el fondo tampoco me importaba tanto si conseguía algo o no. A aquellas alturas, todavía se trataba de un pasatiempo: algo en lo que me había metido porque me llamaba la atención, sí, porque me intrigaba, también, y porque en cierto modo sentía que podía entender aquel mensaje arrojado al ciberespacio más y mejor que cualquier otro; pero ni mucho menos tenía para mí la trascendencia que tendría luego. Aunque entonces no lo sabía, me hallaba ante la línea divisoria que separaba lo trivial de lo que no lo era: si hubiera permanecido del otro lado, el Inquisidor no habría dejado huella en mí. Pero hice por cruzarla, y así me gané este desasosiego que siento ahora.

Tuve una idea. Debía hacerle ver que yo no era una lectora cualquiera. Que no deseaba hablar con él porque sí, sino porque sabía, y que entrar en contacto conmigo tendría un aliciente especial. Presumí que se trataba de un hombre, y también presumí que lo iba a atraer más si dejaba constancia de mi condición femenina. Podía parecer un recurso barato, pero por qué no emplearlo, si era eficaz. Me inclinaba a pensar que lo sería, por lo pronto, el modo en que el Inquisidor retrataba a doña Teresa en su novela. La mujer como portadora de una fuerza instintiva y espiritual inasequible al hombre. Así que redacté y envié a su blog el siguiente comentario:

teresa dice: Me ha dejado intrigada tu novela, Inquisidor. ¿Por qué no la continúas? ¿Por qué eres tan duro con Teresa? ¿Por qué eres tan duro contigo mismo? ¿Por qué no crees en el perdón? ¿O a lo mejor sí crees, pero no te ha dado tiempo a contarlo? Me gustaría saber cómo termina tu historia (la real, ya lo sé). Y me encantaría que me lo contaras sólo a mí. Anímate a hacerlo, anda. Mi dirección es el apellido de Teresa precedido y seguido del año de su absolución. Agrégame.

Di de alta la dirección «1638silva1638» en todos los proveedores de correo y mensajería. Durante un mes, no pasó nada.

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* Abjuración de levi: era la condena que aplicaba el tribunal de la Inquisición en los casos en los que se consideraba que había indicios leves de herejía. Abjuración de vehementi: procedía cuando los indicios de herejía eran graves, y exponía al así sentenciado a ser relajado al brazo secular (es decir, a la muerte en la hoguera) en caso de reincidencia. (N. del e./t.)

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