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Fue poco después de llegar a este convencimiento cuando me encontré con la historia de Teresa, fray Francisco y el inquisidor. Ahora creo que puedes entender por qué me interesó hasta el punto de investigarla, conseguir el manuscrito e ingeniar una novela que la contase. Y por qué elegí que el narrador fuera el inquisidor y comenzara en el momento en que cree haberlos doblegado a ambos, a Teresa y al fraile. Si la hubiera terminado, habría llegado a un momento muy distinto: cuando la priora logra su absolución, y el inquisidor ha de contemplar impotente cómo se le escurre la presa. Porque pudo triturar al confesor, que se somete a su poder, pero no a esa mujer que a pesar de la ignominia que le ha echado encima se niega a derrumbarse. Que tiene la desfachatez, incluso, de acusarlo de falsario y de prevaricador, sin que el tribunal al que presenta su alegato, y que la absuelve, considere necesario defender el buen nombre de su representante. Y ése habría sido el final de mi libro: el triunfo de Teresa, la derrota de los otros dos. No se trataba, como interpretabas en el comentario que dejaste en el blog, de un relato expiatorio. Sino de un ajuste de cuentas.

Hay, eso sí, un límite que no he traspasado. Como tú, no he querido convertirme en un cínico. Sigo creyendo que en la vida uno debe comportarse, siempre que esté en su mano (y mala señal será si no lo está con frecuencia), con arreglo a lo que considera que es moralmente justo. Y creo, también, que de eso, al menos en la mayoría de las personas, se nutre la fortaleza que llegado el caso podemos demostrar frente a la desgracia o frente a la incomprensión ajena. La fortaleza de Teresa Valle se asienta sobre el hecho de que en el fondo su alma es noble y generosa. Y sea cual sea su culpa, por eso es capaz de superarla y a la postre librarse de ella. Y al revés, tanto la debilidad del fraile, como el fracaso final del inquisidor, tienen que ver con sus respectivas ruindades, que desvirtúan sus dotes y sus recursos.

Pero tampoco, aunque los convierta en los perdedores de mi historia, dejo de identificarme con ellos y entender su actitud. No puedo ensañarme con el pobre fraile acorralado, ni tampoco negarle al inquisidor que tenía motivos para proceder como procedió, de acuerdo con el encargo que había recibido y con lo que en aquel convento se encontró cuando empezó a hurgar. Por eso, no me atormento más de la cuenta a propósito de aquellas reacciones que en su día tuve, y que me recuerdan la endeblez de fray Francisco, frente a sí mismo y frente a sus acusadores. Ni me permito odiar a aquellos que me hicieron objeto de su odio. No creo que los llevase a ello una naturaleza perversa, sino la necesidad de encontrar un culpable para sus males. Una reacción humana, que tampoco soy quién para juzgar. Me limito a negarles el derecho de imponerme su visión y cobrarse mi cabeza.

Esto es lo que puedo contarte. Quizá te defrauda. Quizá lo encuentras demasiado inconcreto, y crees que debería decirte quién o qué está detrás de cada metáfora. Créeme si te digo que en lo que te he contado hay algo mucho más importante. Aunque como sé que eres porfiada, igual que nuestra Teresa, casi puedo imaginarme tu réplica mental, al leer esto: qué sentido tiene entonces ocultar lo accesorio. Pero lo tiene, te lo aseguro.

En fin, si esta confesión no cubre tus expectativas, o consideras que no corresponde a lo que tú me contaste, te pido que me perdones. Como te pido que me perdones, otra vez, por haber desaparecido así. Y si no lo haces, pues ya sabes… Me perdonaré yo mismo. Pero no creo que haga falta. Tú tampoco ignoras que perdonar es el acto que nos hace más grandes. Y al revés. Que pocas cosas resultan más mezquinas que perpetuar un mal, como es la culpa de un semejante, cuando uno tiene en su mano borrarlo.

Tu Inquisidor

1 de diciembre

Clases de personas

Creo que nunca antes, hasta donde alcanzaba mi memoria, había leído algo que me dejara tan desconcertada. Lo que no podía decir, desde luego, era que mi misterioso interlocutor no se hubiera tomado ninguna molestia para intentar satisfacerme. Por lo pronto, había destinado unas cuantas horas de su vida a escribir aquello, que no debía de haberle resultado nada fácil. Mientras avanzaba entre sus frases, pensaba una y otra vez cuánto menos le habría costado llamar a las cosas por su nombre, sin más, en vez de empeñarse en esconderlas bajo aquella espesa cortina de alusiones simbólicas. Por vergonzosa que fuera su conducta, por degradantes que fueran las consecuencias que le había traído, dudaba que tuviera sentido la tarea que se había echado a las espaldas. A fin de cuentas yo no era nadie, ignoraba su nombre y hasta el país donde vivía. No tenía gran cosa que temer, aunque me contara el crimen más espantoso o exhibiera ante mí la más sórdida depravación. A menos que yo hubiera empezado a importarle. ¿Era eso, quizá?

Si era eso, tenía una forma muy particular de demostrarlo. O cuando menos, un raro sentido de lo que era abrirle tu alma a otro. Ante los que me conocen, paso por una persona cerebral. Algo que siempre te dicen como si fuera reprobable, y que tal vez lo sea. Si uno no es capaz de dejar de analizar a partir de un cierto momento, la vida se vuelve fastidiosa, o directamente insufrible. Pero al lado del Inquisidor, yo era tan cerebral como el Pato Lucas. En aquel relato de su vida, si es que lo era, me costaba encontrar algún desliz sentimental. Párrafo a párrafo, parecía escrito con bisturí.

Y sin embargo… Volví a leer un par de veces su confesión y entre líneas localicé, aquí y allá, indicios de que no sólo no había intentado eludir el compromiso que había contraído conmigo, sino que a su modo había hecho por mojarse para darme respuesta. Si uno apartaba toda la hojarasca, quedaban tres o cuatro revelaciones que habría sido injusto calificar de intrascendentes. Aquel hombre había faltado de alguna forma a su deber. Del que respondía ante otros, pero también ante sí mismo. Había sufrido un severo castigo por ello y durante un tiempo había quedado anulado. Luego había conseguido rehacerse, trabajosamente. Y lo que ahora era, en buena medida, se lo debía a su hundimiento y a su resurrección.

No sabía qué había hecho, ni qué le habían hecho, exactamente. Pero si había de creerle, lo que sí sabía, ahora, era lo que a raíz de aquellos acontecimientos había sucedido dentro de él. Y eso me permitía al fin darle un sentido, por cierto insospechado, a su proyecto de escribir la historia de Teresa y el Inquisidor. Me decepcionaba no conocer los detalles que había detrás, inevitablemente. Pero ¿podía decir que no había correspondido a mis confidencias? ¿Había llegado yo, con todos los detalles que le había suministrado, a desnudarme tanto como él en aquella críptica confesión?

Lo que en cualquier caso decidí fue perdonarle su espantada de tres semanas atrás. Aunque no pudiera o no quisiera darme una excusa. En las últimas líneas de su mensaje había tenido la malévola habilidad de ponerme en la disyuntiva de perdonarle o quedar mal. Se había pasado tres semanas sin dar señales de vida, y su forma de reaparecer me había dejado sumida en un mar de dudas. Pero, pese a todo, me seguía importando lo que pensara de mí.

Volvió a entrar en línea dos días después de enviarme el mensaje. Se conectó y aguardó, prudente. Hablé yo primero.

Hola de nuevo, Inquisidor. ¿O debo decir… Teresa?

Mejor Inquisidor, que ya me he hecho a ello. Además, lo otro sería demasiado raro. ¿No te parece?

No sé. Desde que trato contigo ya no sé lo que es raro.

Bueno, no toda la rareza la pongo yo.

Pero sí la mayor parte.

Tampoco es tan malo, ¿no crees? ¿No te cansas a veces de que todo sea igual y te lo cuenten siempre de la misma forma?

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