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Su obligación era intentar salvarse. Y el fraile ya estaba perdido. No sé si podemos afearle demasiado esta debilidad.

No me entiendes, Theresa. Yo no le afeo nada. No es mi ánimo al indagar en esta historia el juzgar a nadie. Es otra cosa la que trataba de decir. Algo que tiene que ver con la desigualdad en las consecuencias de los actos. Con lo erróneo y lo pueril que resulta nuestro sentido de la culpa y del castigo. ¿Has leído la sentencia que absuelve a Teresa?

Desde luego.

¿Y qué opinas? ¿Por qué la absolvieron?

Esperaba que me lo dijeras tú. Aunque ya sé tu teoría.

Es bastante evidente. A Teresa Valle de la Cerda la condenaron en 1630. Un enojoso revés para el Conde Duque de Olivares y para su hombre de confianza, que entonces se encontraban en la cúspide de su poder, por más que la sentencia fuera relativamente benigna, vistos los cargos. También fue una buena escocedura para la orden benedictina, salpicada de lleno por el escándalo. Les llevó su tiempo, pero unos y otros acabaron moviendo las fichas necesarias para que la Inquisición revisara aquel veredicto. El pliego de descargos de Teresa no fue más que un trámite, formalmente necesario para revocar la primera sentencia. No la absolvieron por lo que allí dice. De hecho, si te fijas, con sus descargos no hizo más que ponérselo difícil…

¿Por qué?

Por insistir en aquella pamplina de los demonios, y acusar de prevaricación y falsedad al comisionado del Santo Oficio. La absolvieron porque sí, porque había que hacerlo para contentar a sus poderosos amigos y a la orden que no podía soportar el descrédito que aquel asunto le había traído. Por eso el tribunal evita entrar en detalles, y se limita a excusar el error que al declarar la inocencia de la priora debe entenderse que se cometió en la primera sentencia. Simplemente, los primeros jueces no tuvieron a la vista todos los hechos pertinentes al caso…

Ya esperaba que le sacaras punta a eso. Pero qué más da. Teresa tenía amigos influyentes. Se movieron en su favor. Lograron que la absolvieran por razones políticas. Eso no excluye que fuera efectivamente inocente. Todos tus argumentos no pasan de ser una lectura suspicaz de sus palabras. A mí me parece una mujer sincera en su fe, que cree de corazón no haber hecho nada reprobable y que se siente una víctima de la malicia ajena.

Quizá llegó a convencerse de ello. Muchos lo consiguen. Lo que no quiere decir necesariamente que sean mejores que los demás. Sólo que disponen de un mecanismo de defensa del que otros carecen.

Discrepo, de nuevo. Yo creo que Teresa fue una mujer honrada y valiente. Y te agradezco que me hayas descubierto su historia. Me parece ejemplar. Quizá porque prefiero fijarme en lo positivo: que una mujer lograse ablandar la dureza de un tribunal implacable, sin otra arma que sus razones y su entereza.

Eres una idealista, Theresa. No fue ella.

Yo apuesto que no les dejó indiferentes. Aun con todas esas inconveniencias que dijo, y con toda la ayuda que pudiera recibir. No siempre acierta quien piensa mal, señor Inquisidor.

Tampoco quien se empeña en pensar bien.

Pero si he de elegir…

Ya. Se ve que eres bondadosa.

Parece que te disguste.

En absoluto. Aprecio la bondad. Y más cuando va acompañada de inteligencia. Y de voluntad. No te has dejado doblegar.

¿Creíste que me dejaría?

Ni por un momento, chica testaruda.

A propósito. Hay algo de lo que todavía no hemos hablado. Hemos desmenuzado la historia de Teresa, pero nos queda otra. Que es la que más me interesa, dicho sea de paso.

¿Cuál?

Ya lo sabes.

Es tarde, y ya hemos escrito mucho por hoy.

Eso quiere decir que puedo abrigar alguna esperanza?

¿De qué?

De que otro día hablemos.

De momento quiere decir lo que he dicho. Nada más.

Vamos, Inquisidor. No te hagas de rogar.

Hay algo que me fascina de ti, Theresa.

Qué.

Tu descaro. No sé por qué crees que voy a contarte a ti lo que no quise contar a nadie. Lo que me he tomado la molestia de esconder tras la historia de Teresa, fray Francisco y el inquisidor que los procesó.

Porque tal vez te sirva de algo. Por lo menos, podrías contarme qué tiene que ver tu historia con la de ellos. Por qué los elegiste.

Tendrás que darme razones para contártelo.

Lo intentaré.

No cuentes con que te sea fácil.

Eso no va a disuadirme. Al revés.

Buenas noches, Theresa. Ya es tarde.

Aquí seguiré, Inquisidor.

Quizá tu tesón sea digno de mejor causa.

Quizá. El caso es que no tengo ninguna otra en perspectiva.

Ya me explicarás eso, si quieres.

Cuando desees. Yo no soy tan pudorosa.

Tomo nota. Hasta la vista.

Y se desconectó. Pero supe que esta vez no iba a tardar tanto en volver a dar señales de vida. El juego empezaba a ir en serio.

26 de noviembre

Toma mi historia

Aquella noche, la de nuestra segunda conversación, tardé en dormirme. Mentalmente reproducía una y otra vez, con intensidad febril, todo lo que habíamos hablado. Teniendo en cuenta las circunstancias, no estaba descontenta de mí misma. Le había aguantado el pulso a un contrincante de cuidado, que además estaba mejor preparado que yo. Y eso me llenaba de satisfacción, entre otras cosas, porque sabía que había sido sometida a una prueba, y que, de no haberla superado, allí habría quedado todo. También él, justo era reconocerlo, había salido airoso de aquella escaramuza. Si hasta allí había llamado mi atención, ahora me interesaba, y mucho. Tenía que afinar mi estrategia para traspasar su coraza. Casi sin darme cuenta, había pasado, de querer, a necesitar saber más. Debería haberlo tomado como una señal de alerta, pero para bien o para mal esa clase de señales estamos programados para ignorarlas, cuando la inclinación o el deseo toman las riendas de nuestros actos.

Sabía que la tercera conversación sería pronto. Y sabía que ahí tendría que emplearme a fondo, para obtener lo que quería. Sobre ese convencimiento, urdí mi plan. Era atrevido y no estaba exento de riesgo, pero nunca he sido timorata. Me hizo sentir bien. Volvió la noche siguiente. Esta vez, simplemente se conectó. Y aguardó a que yo abriera el fuego. Todo un síntoma.

Buenas noches, Inquisidor.

Buenas noches, Theresa.

Te agradezco que no hayas decidido infligirme una semana de morderme las uñas.

¿Por qué me da que tú nunca te has mordido las uñas?

Era una forma de hablar. Me alegra verte.

Gracias. Uno nunca llega a ser lo bastante cínico como para que no le halague ser bienvenido.

Qué tal tu día.

Bien. Me gusta el verano. Y sobre todo aquí. Es un sitio ideal para mí por otras razones, pero la verdad es que tienen un invierno de mierda.

Qué malo eres. Cómo te gusta hacerme sufrir. Sabes que con eso me picas, sin que me sirva para adivinar dónde vives.

Lo sé, perdona.

Aquí llega diciembre y sigue siendo verano. Siempre es verano. Siempre el mismo día, una y otra vez. ¿Has visto esa película, Groundhog Day? No sé cómo la titularían en español…

De forma poco imaginativa. Atrapado en el tiempo. Sí, la vi.

Pues esto es igual, pero con hamacas y motos de agua. A veces me dan ganas de imitar a Bill Murray y decirles burradas a los turistas que entran en la librería. Total, mañana vendrán otros, idénticos, que pedirán los mismos libros y tampoco tendrán pasado ni futuro, al menos en lo que a mí me concierne.

Haz la prueba, seguro que resulta divertido.

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