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Primer acto. Fray Francisco. Ya he podido comprobar que de los tres es el personaje que menos parece interesarte. No me sorprende, y supongo que para cualquiera que tenga conocimiento del proceso es el que despierta menos simpatías. Se trata de un hombre en el fondo débil, que se aprovecha del ascendiente que por su condición de confesor tiene sobre las monjas para manipularlas y para satisfacer, nunca sabremos hasta qué punto, su vanidad y sus más primarios instintos. Mientras puede prevalerse de su autoridad, y de la impunidad que le proporciona, se conduce con una osadía que llega a ser temeraria: en sus confianzas físicas y verbales con las monjas, en su continua violación de la clausura, y hasta en las doctrinas heréticas que se permite compartir con la priora, y por las que ya sufrió una vez un escarmiento que debería haberle vuelto más cauto. Pero cuando la maquinaria inquisitorial se le viene encima, se desmorona y admite su incapacidad para resistirse a la tentación, es decir, para gobernarse a sí mismo. Con ello trata, cobardemente, de evitarse un mal mayor. Todo su atrevimiento, toda su heterodoxia, toda su elocuencia, se desvanecen. Se retracta de todo, acepta ser un miserable rijoso y se humilla ante el tribunal. Y la Inquisición le perdona la vida, pero lo aplasta como a una cucaracha.

Yo lo entiendo bien, a fray Francisco. Porque también yo he sido débil y he utilizado la ventaja de una posición para alcanzar mis propios fines, y porque luego, cuando mi comportamiento quedó en evidencia, no supe justificarlo ante otros ni ante mí mismo y no encontré otra salida que rendirme y declararme culpable. Pero debajo de todo eso hay algo más, algo que nos aporta la clave para interpretar las imprudencias del confesor y que también tiene que ver con mi propio caso. Al darse cuenta de que tenía a su merced a aquella treintena de muchachas desprevenidas, fray Francisco debió de experimentar una especie de euforia. No hay que descartar que, dejándose arrastrar por ella, acabara convenciéndose de que no había pecado alguno en su proceder. Dios le había dado la oportunidad de llevar a la práctica, con aquellas mujeres sometidas a su voluntad y en un entorno providencialmente resguardado del mundo exterior, las creencias por las que en otro tiempo había sido condenado. ¿Acaso no tenía ahí un indicio de que esas creencias gozaban del beneplácito divino? Lo que sospecho es que, a partir de cierto momento, fray Francisco llegó a sentirse autorizado a no respetar los límites que la intransigente doctrina de la Iglesia le marcaba. Desde ahí, muy bien pudo ir más allá, hasta creerse llamado a protagonizar, junto a sus hipnotizadas monjas, la reforma de la Iglesia misma.

También yo, mi querida Theresa, llegué a creer que se me permitía lo que para otros, en su visión estrecha y convencional de la vida, estaba prohibido. Cuando infringí las reglas no lo hice con una sensación de torpeza, sino pensando que en mis actos había una suerte de legitimidad, de necesidad incluso. No te diré que no me estorbara la conciencia, o que no cayera en la cuenta de que estaba saltándome unas normas a las que yo mismo me había atenido hasta entonces, pero mi delito me producía una embriaguez tan irresistible, y me hacía sentir dentro de mí una fuerza tan poderosa, que no admitía ninguna posibilidad de contención. Desoír aquella llamada podía ser mi deber ante otros; pero también implicaba traicionarme a mí mismo. Así fue como crucé la raya. Sin titubear. Con entusiasmo.

En algún momento pasó por mi cabeza la idea de que mi infringimiento era una prueba de valor, de singularidad, incluso de grandeza. El mundo está lleno de corderos mansos que obedecen por miedo o por falta de ocasiones y de imaginación para salirse del redil. Yo ya nunca sería como ellos, había tenido el coraje de saltar la valla y arriesgarme a las consecuencias. Pero mi arrogancia duró tanto, o tan poco, como mi impunidad. Cuando me vi expuesto a esas consecuencias, se vino abajo. Como fray Francisco, en vez de sostener ante el tribunal mi herejía, renegué de ella, me sometía la ortodoxia y pedí perdón. No tuve la fortaleza para permanecer impenitente, y esa claudicación echó por tierra todas mis pretensiones anteriores. Los valientes, los singulares, los grandes, no se humillan ante el inquisidor. Se mantienen firmes y se ganan la hoguera. Y con ella el respeto.

Al final no ardí en la hoguera, pero tampoco me perdonaron. Tuve mi castigo y, como el del confesor, no fue benévolo. Me supuso quebrantos considerables, en todos los aspectos. Perdí mis propiedades, mi reputación y, sobre todo, el apoyo de personas que eran importantes para mí. De creerme capaz de cualquier cosa, pasé a no tener la menor seguridad para emprender nada. De un golpe, volaron mi libertad, mi dignidad y mi ilusión de vivir. El deterioro me resultó tan brutal que me quedé en estado de shock, reducido a una impotencia que no había soñado ni en mis peores pesadillas. Hasta ese momento, mi existencia había sido una continua progresión, en todos los sentidos: lo último que había contemplado era que pudiera sufrir un retroceso tan drástico y tan inapelable como aquél. Mi mente no estaba preparada para asumirlo y se bloqueó. Cuando lo recuerdo desde aquí, no puedo evitar pensar que uno no termina de conocerse a sí mismo hasta que tiene que enfrentarse a un revés que le suponga una pérdida realmente trascendental. Por resumirlo en una sola frase: no sabemos quiénes somos hasta que nos llega la hora de ser menos de lo que hemos sido.

He imaginado a menudo lo que debió de sentir fray Francisco en la reclusión a la que fue condenado. Privado para siempre de su dignidad eclesiástica y de la posibilidad de volver a tener bajo su dirección espiritual una manada de dóciles cervatillas. Vejado, despreciado, solo. Sé por experiencia hasta qué punto puede llegar a dolerle a un hombre verse así, despojado a la vez de aquello de lo que un día disfrutó y de la estima de sus semejantes. Pero eso, a fin de cuentas, es sólo una parte del dolor, la más inmediata, y no es la más difícil de soportar. Hay otra parte que resulta mucho más terrible. Tanto, que puede llegar a matarte. Como me mató a mí.

Y aquí da comienzo el segundo acto. Que trata de cómo, sin dejar de ser fray Francisco, me convertí en el inquisidor. Cuando tomé plena conciencia de la catástrofe, y de cómo se me había venido encima, mi primera obsesión fue tratar de entender por qué me había sucedido aquello. Examiné una y otra vez los hechos: las actitudes, las acciones y las omisiones, tanto mías como de otros. En medio del destrozo, creí que ante todo debía ser justo, conmigo y con los demás. A la infelicidad y a la derrota no quería sumar la equivocación. Debía encontrar, pensé, una forma de reivindicarme.

Pero no puede elegir un camino más erróneo para perseguir ese objetivo. El ejercicio de escrutinio al que entonces me entregué se reveló nefasto, por no decir devastador. No logré encontrar ninguna razón sólida en mi conducta, que examinada de forma retrospectiva me parecía tan sólo irreflexiva e insensata. Más que mi posible maldad, me avergonzaba mi incuestionable estupidez, el modo absurdo en que me había expuesto y había perdido. Con la perspectiva del tiempo, me costaba comprender cómo había podido creer en algún momento que de aquello saldría algo diferente del descalabro en que había concluido todo. La única explicación admisible era que mi naturaleza era deficiente, que todo se debía a una tara que me lastraba y a la que nunca me podría sobreponer. El inquisidor, ya instalado dentro de mí, machacaba inmisericorde al inerme fray Francisco, sin ofrecerle un solo resquicio que le permitiera justificarse. En cambio, cuando sopesaba la dureza de mi penitencia, lo que implicaba valorar los actos de aquellos que me la infligían, el inquisidor se mostraba comprensivo. Cualquier atropello del que se me hiciera objeto tenía motivación suficiente en mi falta. Quien abre la caja de Pandora, ha de saber soportar todo lo que contiene.

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