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Lo peor de enfrentarse a la acusación sostenida por uno mismo, y de tener a uno mismo como verdugo, es que nadie conoce mejor nuestros rincones oscuros y nuestros puntos débiles. A otro puede escapársele alguna infracción, o podemos confiar en que fallará algún golpe. Pero cuando el oponente está dentro, todos nuestros yerros quedan a la vista y todas las cuchilladas hacen carne. La desnudez es tan absoluta que uno comprende la esterilidad de la resistencia. Como le ocurre a fray Francisco en el potro. Como me ocurrió a mí, mientras ordenaba al alguacil que le diera vueltas al torno con el que estiraba mis propios miembros y aumentaba mi propio dolor. Desdoblado en juez y reo, exterminaba en mí toda esperanza.

Fue entonces, en el momento en que mi propia alma tomó la forma de aquel implacable acusador que todo lo veía y todo lo castigaba, cuando supe que estaba acabado. No tenía ningún sentido perseverar en una vida normal, hacer proyectos o pensar en el futuro, cuando había quedado establecida, por sentencia de un juez al que nunca podría sustraerme, mi completa e irrevocable culpabilidad. Dejé de pelear y a partir de ahí me limité a realizar los actos indispensables para mantener mi supervivencia física.

En algún momento, la lógica me llevó a explorar la idea de añadir a la muerte de mi espíritu la muerte de mi cuerpo. En cierto modo, carecía de sentido seguir alimentando y sosteniendo una carcasa cuyo motor y cuyos circuitos esenciales habían quedado inutilizados. Pero cuando me puse a pensar en la mecánica del asunto, me pareció tan ridícula como innecesaria. Si se analiza bien, el suicidio es un acto de voluntad, de una voluntad tan intensa y extrema que obliga a generar la fuerza suficiente para provocar que deje de funcionar una máquina que aún tiene energía para seguir funcionando. Yo no tenía esa voluntad, y tampoco me veía en la tesitura de tener que provocar un desenlace tan aparatoso y tan desagradable para los que le sobreviven a uno. Ni siquiera para acabar con mi sufrimiento. El sufrimiento, a partir de un cierto punto, genera su propia conformidad. En mi caso, había llegado a persuadirme de que aquella extraña dicotomía, entre un cuerpo que alentaba y un espíritu inerte, no tardaría mucho en resolverse por sí sola. No tenía más que esperar, con paciencia y sin miedo. Qué puede temer, en fin, aquel a quien lo peor le ha sucedido ya.

No podría precisarte ahora cuánto duró el triunfo del inquisidor. Sé que fueron muchos meses. Durante ese tiempo, mi otro yo, el del fraile pisoteado y prisionero, no intentó rebelarse: aceptó su suerte, mientras se desconectaba paulatinamente del mundo. En su celda tenía muy poco, pero aun de ese poco que no le habían requisado dejó de servirse. Descubrí así el verdadero ascetismo, que no es el de quien se mortifica o se priva para lograr recompensa, sino el de quien acaba encontrando, en la renuncia a todo, su propia forma de ser y existir. Desde entonces sé que un hombre puede arreglarse con la mitad de la mitad de la mitad de lo que tuvo. Y que en ello puede fundar su equilibrio, cuando no encuentra otro punto de apoyo.

Podría haber seguido así indefinidamente. El inquisidor era fuerte, y fray Francisco no. Uno tenía el poder de imponer sus designios, y el otro estaba incapacitado, no ya para oponerse a ellos, sino incluso para luchar por su propia causa. Pero si estoy aquí escribiéndote, Theresa, es porque al final logré desembarazarme de ambos. Y cuando digo esto, no quiero decir que hayan desaparecido por completo de la escena. Sé, como antes te dije, que siguen ahí. No me he librado del todo (nunca me libraré del todo) de las flaquezas y el masoquismo del fraile, ni del rigor y la saña del inquisidor. Pero ahora, tanto el uno como el otro forman parte de mi compañía de muertos. Encontré quien acabara con ellos, y me devolviera a mía la vida.

Y de eso trata el tercer y último acto. El que habría dado sentido a mi abortada novela, si hubiera tenido la constancia para escribirla hasta el final. Porque bien puede haberte parecido otra cosa, a juzgar por el fragmento que leíste, pero lo que con ella intentaba era hacer un canto a lo que nos permite vivir, a pesar de nuestros errores, y resucitar, a pesar de nuestros desfallecimientos. Esto fue lo que encontré en la personalidad de Teresa Valle, pero también fue lo que un día, cuando ya no contaba con ello, me tropecé en mi propio interior. Quizá deba aclarar, de todos modos, que mi intención al escribir una historia sobre esta cuestión no era ofrecer a los afligidos alivio para sus males. De la clase de mal que nos ocupa no hay que aliviarse. Hay que hacerle sitio. Conocerlo. Y adueñarse de él.

Hemos hablado mucho sobre Teresa Valle, en los últimos días. Es gracioso que siempre me ha dado la impresión de que te sentías obligada a defenderla contra lo que interpretabas que eran ataques hacia ella por mi parte. En el fondo, no sé si lo sabes (y espero que no te moleste que te lo diga, porque lo hago con cariño), eres una moralista. Cuando yo sugería que nuestra priora no era inocente, o que no decía siempre la verdad ante sus jueces, o que trasladaba sus culpas a aquellos demonios imaginarios y al confesor, o que se había aprovechado de la protección de sus amigos poderosos para salvarse, o que hacía gala de una memoria y una desmemoria selectivas, tu lectura era que todo aquello la desacreditaba, y tu simpatía por ella te abocaba a rebatirme. No te dabas cuenta de que mi simpatía por ella es mayor que la tuya, porque me lleva a estar de su lado no sólo en aquello que resulta irreprochable desde el punto de vista moral, sino también en todas esas circunstancias y acciones que a ti, después de todo, no dejan de resultarte censurables. Para mí, Teresa estaba en su derecho de recordar sólo lo que le interesara, de mentir para negar aquello que la comprometía, de cargar a los demonios y al confesor y a quien pasara por allí todo lo que pudiera y de aprovechar para su causa cualquier recurso espurio, ya fueran sus amistades, sus influencias, o el interés de quienes la iban a juzgar. Es más, era su obligación. Porque ante todo debía preservarse, frente a quienes se habían arrogado la odiosa potestad de destruirla. Aunque no fuera inocente, lo que tampoco, dicho sea de paso, la desacredita ante mí. Nadie es inocente, y sólo los imbéciles y los canallas pretenden serlo. La humanidad es incompatible con la inocencia, y pese a ello, todos los humanos merecemos vivir. La culpa no nos hace inferiores: es la que da testimonio de nuestra condición. Por eso no debemos dejar que nos aplasten con ella, y tampoco rehuirla. Se puede ser culpable y salvarse. Lo que nos condena, Theresa, es la debilidad.

Hay algo que hasta aquí no he mencionado, y que sería ingrato por mi parte omitir. Después de mi caída en desgracia, vine a conocer en mis carnes aquello que advirtiera hace siglos Ovidio, y que Cervantes cita en el prólogo a la primera del Quijote: en tanto repartas dicha, contarás muchos amigos; cuando el horizonte se nuble, estarás solo. Miré a mi alrededor y vi que muchos de los que hasta allí me acompañaban habían desaparecido. Sin embargo, no todos se fueron, y aun aparecieron algunos con los que no contaba (lo que daría para otro aforismo, más alentador que el clásico: cuando el horizonte se nuble, discernirás los verdaderos). Con esto quiero decir que no quedé en ningún momento totalmente desprovisto de calor de mis semejantes. Pero mi experiencia es que esa solidaridad con el caído sólo le ayuda a no terminar de despeñarse por el barranco. La tarea de volver a ponerse en pie es siempre solitaria. Y sólo cuando uno mismo encuentra dentro de sí la fuerza que le pertenece y que le es propia, puede aspirar a recuperar el terreno y reintegrarse al combate.

No sé cómo lo hizo Teresa, o cómo le sucedió. Igual que hice con fray Francisco, muchas veces me la imaginé a ella, primero en la cárcel secreta de la Inquisición de Toledo, y luego en su propio convento, encerrada y degradada de su antiguo rango. Mi intuición es que optó por robustecer su carácter a través de la oración y de la virtud, para demostrarse a sí misma que podía curarse de la liviandad y el atolondramiento en que había caído bajo la funesta influencia del confesor. Una vez hecho esto, acometió la purga de su memoria, en la que no tenía sentido mantener el vestigio de unos deslices y unos desvaríos que nunca más se volverían a repetir.

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