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– ¿No crees que podrías prestarme unas cuantas de las tuyas si pierdo esta jugada?

– Sí, señor -respondió Cato al tiempo que apretaba las mandíbulas para evitar que se le escapara un bostezo.

– ¡Bien por ti, muchacho! -Macro sonrió, recogió los dados y los agitó en sus manos ahuecadas-. ¡Vamos! El centurión necesita botas nuevas…

Abrió las manos, los dados cayeron y dieron unas vueltas antes de quedar inmóviles.

– ¡Seis! ¡Paga, Cato!

– ¡Vaya, bien hecho, señor! -Cato sonrió con alivio. Se abrió la puerta y ambos volvieron la vista cuando Vespasiano entró en la habitación con un bulto envuelto en una tela de lana sujeto contra el pecho. El legado los saludó con la mano mientras los dos trataron ridículamente de adoptar una posición parecida a la de firmes.

– Tranquilos. -Vespasiano sonrió-. Se trata de una visita privada. Además, me han apartado de la campaña para solucionar un pequeño problema que Verica tiene con sus súbditos. Traigo conmigo a unas personas para que os vean antes de regresar a su casa.

Se hizo a un lado para permitir la entrada a Boadicea y a Prasutago. El guerrero Iceni tuvo que agacharse bajo el marco de la puerta y dio la impresión de que ocupaba bastante más espacio en la habitación del que era aceptable. Les sonrió de oreja a oreja a los dos Romanos que estaban en la cama.

– ¡Ajá! ¡Dormilones!

– No, Prasutago, hijo -repuso Macro-. Nos han herido. Pero supongo que tú no debes de saber lo que es eso. Lo digo por esa puñetera complexión de roca que tienes.

Cuando Boadicea lo tradujo, Prasutago estalló en carcajadas. En los pequeños límites de la habitación el sonido era ensordecedor y Vespasiano se estremeció. Finalmente Prasutago consiguió dominarse y les dirigió una sonrisa radiante a Cato y Macro. Luego le dijo algo a Boadicea con palabras vacilantes, como si estuviera avergonzado.

– Quiere que sepáis que siente un vínculo fraternal hacia vosotros -tradujo Boadicea-. Si alguna vez queréis entrar a formar parte de nuestra tribu, lo considerará un honor.

Macro y Cato intercambiaron una incómoda mirada antes de que Vespasiano se inclinara hacia ellos y les susurrara con tono preocupado.

– Por Júpiter, tened cuidado con lo que decís. Lo que está sugiriendo este hombre es todo un honor. No queremos ofender a nuestros aliados Iceni. ¿Entendido?

Los dos pacientes movieron la cabeza en señal de asentimiento y luego Macro respondió:

– Dile que eso es… esto… muy amable por su parte. Si alguna vez dejamos las legiones estoy seguro de que iremos a verle.

Prasutago sonrió encantado y Vespasiano deshinchó las mejillas y se relajó.

– Bueno -siguió diciendo Macro-, ¿cuándo os vais?

– En cuanto os dejemos -respondió Boadicea.

– ¿A Camuloduno? -No. Regresaremos con nuestra tribu.

– Boadicea bajó la vista a sus manos-. Tenemos que prepararnos para la boda.

– Sa! -asintió Prasutago con alegría al tiempo que apoyaba su manaza en el hombro de Boadicea.

– Entiendo. -Macro esbozó una sonrisa forzada-. Felicidades. Espero que os vaya bien.

– Gracias -le dijo Boadicea-. Eso significa mucho para mí. Reinó un difícil silencio que se fue haciendo más incómodo hasta que Vespasiano se movió.

– Lo siento. Quería decíroslo enseguida. El general os manda saludos a los cuatro. En realidad lo que dijo fue que confía en que la misión que emprendisteis para rescatar a su familia será un modelo de las relaciones entre Roma y sus aliados Iceni. Plautio piensa que ninguna recompensa que pudiera ofreceros haría honor a la importante hazaña que habéis llevado a cabo… En fin, éste era en esencia su mensaje.

Macro le guiñó un ojo a Cato y sonrió con amargura. -Yo creo que lo decía muy en serio -prosiguió Vespasiano-. Lo creo de verdad. Me da miedo reflexionar sobre lo que habría podido ocurrir si los hubieran matado. Toda la invasión hubiera degenerado en un esfuerzo masivo por infligir la venganza contra los Druidas. No es que él lo vaya a reconocer. Y aunque tal vez él no os haya ofrecido una recompensa, sí que me autorizó para tramitar una condecoración y organizar una pequeña modificación de rango.

Vespasiano dejó el atado que llevaba a los pies de la cama de Macro y deshizo los pliegues con cuidado. Primero salieron dos insignias de ébano con incrustaciones de oro y plata, una para Macro y otra para Cato.

Mientras Cato examinaba el medallón con reverencia, su legado siguió desatando el fardo.

– Una última cosa para ti, optio. -De pronto el legado se irguió, sonriendo para sí mismo.

– ¿Señor?

– Nada. Me acabo de dar cuenta de que es la última vez que puedo llamarte así.

Cato frunció el ceño, sin entender nada todavía. Vespasiano retiró el último pliegue de lana para dejar al descubierto un casco, con una cimera transversal, y un bastón de vid.

– Los he cogido esta mañana de los pertrechos -explicó Vespasiano-. En cuanto Plautio confirmó el ascenso. Los pondré allí en la esquina con el resto de tu equipo, si te parece bien.

– No, señor -replicó Cato-. Tráigalos, por favor, señor. Me gustaría verlos.

El legado sonreía cuando se los alcanzó.

– Claro, cómo no. Cato alzó el casco con ambas manos y se lo quedó mirando fijamente, henchido de orgullo y emoción. Tanto era así que tuvo que limpiarse con la manga una lágrima que le humedeció el rabillo del ojo.

– Espero que sea de tu talla -le dijo Vespasiano-. Si no es así lo devuelves al almacén y pides uno que te vaya bien. Dudo que esos administrativos oficiosos te causen muchos problemas de ahora en adelante, centurión Cato.

NOTA DEL AUTOR

Uno de los símbolos de la Britania pre-Romana que más ha perdurado es el enorme complejo de terraplenes de Maiden Castle en Dorset. Impresiona al visitante y suscita una imaginativa empatía hacia los que tuvieron que asaltar unas defensas en apariencia tan inexpugnables. Pero Maiden Castle y otros muchos poblados fortificados no suponían un obstáculo insalvable para las legiones y fueron tomados por asalto y sometidos en un corto espacio de tiempo. Uno se pregunta por qué los Durotriges siguieron confiando en las cualidades defensivas de los poblados fortificados aun cuando éstos estaban siendo destruidos por los Romanos. No era que carecieran de un método más efectivo de desafiar a las legiones. Carataco disfrutaba de un éxito mucho mayor con su táctica de guerrillas. A pesar de tales evidencias, los Durotriges permanecieron concentrados en sus fortalezas cuando la segunda legión cayó sobre ellos. Tal vez la fe ciega en la promesa de una salvación postrera por parte de sus líderes espirituales fue la que los mantuvo allí.

Comparado con los numerosos testimonios de la historia Romana, poco es lo que se sabe de los antiguos Britanos y sus Druidas. Dada la práctica inexistencia de patrimonio escrito, los conocimientos sobre estas gentes nos han llegado a través de la leyenda, las pruebas arqueológicas y los escritos parciales de razas con más literatura. Lo que se puede conjeturar es que a los Druidas se les tenía un enorme respeto y no menos temor. Dominaban los reinos celtas y con frecuencia la gente acudía a ellos en busca de consejo y para que actuaran como mediadores en disputas tribales. Los Druidas eran los custodios del patrimonio cultural y memorizaban gran cantidad de poesías épicas, folclore y precedentes legales que se iban transmitiendo a través de las sucesivas generaciones duídricas. Constituían una especie de aglutinante social entre los pequeños y rebeldes reinos que, en otros tiempos, se expandieron por toda Europa. No es de extrañar que los Druidas fueran el blanco principal de la propaganda Romana y que se los reprimiera duramente cuando los territorios celtas se agregaron al floreciente Imperio Romano.

No obstante, puede ser que los Druidas tuvieran un lado más oscuro si hemos de creer algunas de las antiguas fuentes. Si los sacrificios humanos tuvieron lugar, fue en el contexto de una cultura que se enorgullecía enormemente de reunir y conservar las cabezas de sus enemigos; una cultura que había concebido unos métodos de tortura y ejecución que repugnaban incluso a los Romanos, cuya afición a las matanzas en la arena del circo está bien documentada.

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