Boadicea no volvía y Cato empezó a preguntarse si les habría pasado algo a los dos Britanos. Aunque no hubiese ocurrido nada, ¿sería capaz Boadicea de encontrar el camino de vuelta en la oscuridad? ¿Y si los habían capturado los Durotriges? ¿Los torturarían para sonsacarles información sobre sus cómplices? ¿Acaso los Durotriges estarían ya buscándoles a él y a su centurión?
– ¿Señor? Macro se volvió, apartando la mirada del oscuro bosque.
– ¿Qué?
– ¿Cree que les ha ocurrido algo?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Macro con brusquedad-. Por lo que sé puede que hayan ido a negociar con los lugareños el precio de nuestras cabezas.
Era una estupidez y casi inmediatamente Macro lamentó haberlo dicho. Era la inquietud por Boadicea lo que le había hecho hablar así, y la preocupación por lo que les sucedería si Prasutago no regresaba. Las perspectivas no eran muy esperanzadoras para dos legionarios abandonados en un bosque oscuro en medio de territorio enemigo.
– A mí me pareció una persona bastante de fiar -dijo Cato, angustiado-. ¿Usted no confía en él, señor?
– Es Britano. Esos Durotriges puede que sean de una tribu distinta a la suya, pero tienen muchas más cosas en común con ellos que con nosotros. -Macro hizo una pausa-. He visto a gente que vendía a sus compatriotas a Roma en casi todas las fronteras en las que he estado de servicio. Te lo digo yo, Cato, no has visto nada hasta que no has servido en Judea. Aquellos venderían a sus propias madres si creyeran que eso podría ayudarles a superar en lo más mínimo a otro rival. Éstos no son mucho mejores. Mira cuántos de esos nobles Britanos exiliados han hecho un trato con Roma para recuperar sus reinos. Se prostituirían con cualquiera a cambio de un poco de poder e influencia. Prasutago y Boadicea no son distintos. Permanecerán leales a Roma siempre y cuando les interese hacerlo. Entonces te darás cuenta de su verdadero valor como amigos y aliados. Ya lo verás.
Cato frunció el ceño.
– ¿De verdad lo piensa?
– Quizá. -De pronto el curtido rostro de Macro rompió en una sonrisa jovial-. ¡Pero me alegraría mucho estar equivocado!
Una ramita se rompió por allí cerca. En un instante los Romanos se pusieron en pie con las espadas desenvainadas.
– ¿Quién anda ahí? -dijo Macro-. ¿Boadicea? Con un susurro de hojas muertas y más crujidos de las chascas, dos figuras salieron de las negras sombras al titilante resplandor ámbar de la hoguera. Macro se relajó y bajó la espada.
– ¿Dónde diablos habéis estado?
Prasutago sonreía y hablaba con excitación al tiempo que se acercaba al fuego a grandes zancadas y le daba una palmada en el hombro a Macro. Como siempre, había traído consigo un poco de carne, un lechón ya abierto colgaba de una correa de su cinturón. Prasutago dejó el cuerpo del animal junto al fuego y continuó hablando. Boadicea lo tradujo lo más rápidamente que pudo.
– ¡Dice que los ha encontrado… a la familia del general!
– ¿Cómo? ¿Está seguro? Ella asintió con la cabeza.
– Ha estado hablando con el cabecilla local. Se encuentran retenidos en otro pueblo a unas pocas millas de distancia. El jefe de esa aldea es uno de los seguidores más leales de los Druidas. Es él quien adiestra a su escolta personal. Recluta a los jóvenes más prometedores de todos los poblados de la periferia y los forma para que sean fanáticamente fieles a sus nuevos señores. Cuando terminan su instrucción prefieren morir antes que decepcionar al jefe. Hace unos cuantos días estuvo en la aldea que Prasutago acaba de visitar. Vino a reclamar su cupo de nuevos reclutas. Estaba bebiendo con los guerreros del pueblo y fue entonces cuando se le escapó que tenía bajo custodia a unos rehenes importantes.
Prasutago movió la cabeza en señal de asentimiento y los ojos le brillaban de entusiasmo ante la perspectiva de entrar en acción. Puso una de sus anchas manos en el hombro de Macro.
– ¡Es estupendo, Romano! ¿Sí? Macro se quedó mirando un momento el rostro radiante del guerrero Iceni y todo el desasosiego de los últimos días desapareció bajo una oleada de alivio, pues su misión había alcanzado su primer objetivo. El próximo paso sería mucho más peligroso. Pero por el momento Macro estaba satisfecho y correspondió a la excitada expresión de Prasutago con una afectuosa sonrisa.
– ¡Es estupendo!
CAPÍTULO XXIV
Cato apartó suavemente los altos juncos y avanzó con sigilo, camino al bajo montículo donde horas antes había dejado a Macro. En torno a él, el denso olor de la vegetación putrefacta impregnaba la fría y húmeda atmósfera. Sus pies chapoteaban por el barro que le manchaba de negro las pantorrillas a medida que avanzaba haciendo el menor ruido posible, arrastrando tras de sí una rama de acebo que había cortado. Al final el suelo se volvió firme y Cato se agachó, subiendo con cautela por el altozano y agudizando la vista y el oído para intentar captar alguna señal de su centurión.
– ¡Pssst! Aquí. Una mano salió de entre los juncos que había en lo alto del montículo y le hizo señas. Cato avanzó con cuidado, procurando no agitar los juncos, no fuera que alguien en el pueblo estuviera mirando en su dirección. justo debajo se hallaba la pequeña zona que habían despejado en silencio antes del amanecer. Macro estaba tumbado sobre un lecho de carrizos y atisbaba por entre los secos restos pardos de las plantas crecidas el verano anterior. Cato soltó el extremo de la rama de acebo y se estiró en el suelo junto a su centurión. Al otro lado del altozano, los juncos se extendían por las riberas de un río de lenta corriente que serpenteaba alrededor de una aldea Durotrige y le proporcionaba una defensa natural. Al otro extremo del pueblo se alzaba un elevado terraplén rematado con una sólida empalizada que se podía franquear a través de una estrecha puerta. La aldea en sí consistía en uno de esos habituales lugares sombríos que al parecer eran lo mejor que podían construir los celtas más rústicos. Una revuelta maraña de chozas redondas de adobe y cañas coronadas por un techo de juncos cortados provenientes de la orilla del río. Desde la ligera elevación del montículo, Cato y Macro tenían una buena vista del pueblo.
La choza más grande estaba situada junto a la orilla que Cato y Macro tenían enfrente y poseía su propia empalizada. Unas chozas más pequeñas bordeaban el círculo de estacas por la parte interior. Unos cuantos postes gruesos se erguían a un lado del complejo. Les eran muy familiares a los Romanos: postes para practicar el manejo de la espada. En ese preciso momento, mientras observaban, un pequeño grupo de hombres con capas negras salió de una de las chozas más pequeñas, se despojaron de las capas y desenvainaron sus largas espadas. Cada uno de ellos eligió un poste y empezaron a arremeter contra él con unos golpes bien ejecutados. Los secos chasquidos y ruidos sordos se oían con claridad desde el otro lado de la vítrea superficie del río. La mirada de Cato se posó en una peculiar estructura construida a un lado de la choza grande. Tenía aspecto de ser algún tipo de pequeña cabaña. Pero no tenía ventanas, y la única abertura visible la tapaba una portezuela de madera asegurada por fuera con una sólida tranca. Otra figura con capa negra montaba guardia en la entrada con una lanza de guerra en una mano y la otra descansando en el borde de un escudo en forma de cometa que tenía apoyado en el suelo.
– ¿Alguna señal de los rehenes, señor?
– No. Pero si están en algún lugar de la aldea, apuesto a que es en esa cabaña. Hace un rato vi que alguien entraba ahí con una jarra y un poco de pan.
Macro apartó la mirada del pueblo y se volvió a tumbar con cuidado sobre la crujiente masa de juncos cortados.
– ¿Ya está todo dispuesto? -Sí, señor. Nuestros caballos se hallan a salvo en la hondonada que Prasutago nos enseñó. He acordado una señal con Boadicea en caso de que haya algún problema. -Cato señaló la rama de acebo.