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– ¡Romanos! ¡Quisiera hablar con vuestro jefe! -El druida tenía un marcado acento que delataba sus orígenes galos. Su voz grave resonó cansinamente en las laderas cubiertas de nieve del valle-. ¡Que venga aquí!

Macro y Cato se volvieron para mirar a Hortensio. Éste frunció los labios con desprecio un instante antes de que la conciencia del peligro que corría la cohorte le devolviera el dominio de sí mismo. El soldado más próximo a él lo vio tragar saliva, tensar la espalda y luego dejar las filas de la cohorte y dirigirse confiado hacia los Druidas. Al observarlo, Cato sintió un cosquilleo de temor en la nuca. No podía ser que Hortensio fuera tan tonto de arriesgarse a acabar como Maxentio. Cato se inclinó hacia delante, mordiéndose el labio.

– Tranquilo, chico -le dijo Macro con un quedo gruñido-. Hortensio sabe lo que hace. Así que no demuestres lo que sientes, o pondrás nerviosas a las mujeres. -Con un gesto de la cabeza señaló a los soldados de la sexta centuria que estaban más cerca y aquellos que lo oyeron esbozaron una sonrisa burlona. Cato se ruborizó y se quedó quieto, obligándose a evitar cualquier movimiento de sus facciones mientras miraba cómo Hortensio se acercaba a los Druidas.

El centurión superior se detuvo a una corta distancia de los jinetes y se quedó ahí con los pies separados y la mano en el pomo de su espada. Ambas partes conversaron, pero las palabras eran apenas perceptibles y no se podían entender. La conversación fue breve. Los jinetes permanecieron donde estaban en tanto que Hortensio retrocedió unos cuantos pasos antes de darse la vuelta poco a poco y regresar a la seguridad de la cohorte. En cuanto estuvo dentro de la pared de escudos, llamó a sus oficiales. Macro y Cato acudieron al trote para unirse con los demás, todos ellos ardiendo en deseos de saber lo que había pasado entre Hortensio y los siniestros Druidas.

– Dicen que nos dejarán proseguir la marcha sin trabas -Hortensio hizo una pausa y les ofreció una sonrisa irónica a sus oficiales-, siempre y cuando dejemos libres a nuestros prisioneros.

– ¡Y una mierda! -Macro escupió en el suelo-. Deben de creer que nacimos ayer.

– Eso es exactamente lo que pienso yo. Les dije que sólo soltaría a sus compañeros cuando estuviésemos tras las paredes del campamento de la segunda legión. La propuesta no les convenció y sugirieron un compromiso. Que liberáramos a los prisioneros en cuanto divisáramos el campamento.

Los oficiales consideraron la oferta, ponderando todos ellos la probabilidad de que la cohorte pudiera llegar al campamento, sin cargar con los cautivos, antes de que los Britanos incumplieran el pacto y trataran de hacerlos pedazos.

– Habrá muchas más oportunidades de hacer prisioneros más adelante durante la campaña -sugirió uno de los centuriones, que se calló cuando Hortensio rompió a reír y sacudió la cabeza.

– ¡Ese cabrón de Diomedes nos la ha jugado bien! -¿Señor? -¡No quieren a esos desgraciados de ahí! -Hortensio señaló con el dedo a los Britanos que estaban en cuclillas-. Están hablando de los Druidas que capturamos en el poblado. Los que mató ese mierdoso de Diomedes.

CAPÍTULO XV

– Volved a vuestras unidades. -Hortensio dio la orden en voz baja-. Decidles que se preparen para avanzar En cuanto yo dé la señal.

Los oficiales se dirigieron a paso rápido hacia sus centurias. Cato echó un vistazo a los Druidas que esperaban la respuesta de Hortensio a su oferta. Muy pronto obtendrían contestación, reflexionó él, y se encontró esperando con desesperación que la cohorte pudiera arreglárselas para matarlos antes de que pudieran dar la vuelta a sus monturas y escapar.

Los hombres de la sexta centuria se habían olvidado de su agotamiento y escucharon atentamente cuando Macro y su optio recorrieron la columna, preparando en voz baja a los soldados para la orden de avance. Incluso con aquella luz mortecina Cato pudo ver un destello de determinación en los ojos de los legionarios mientras comprobaban las correas de los cascos y se aseguraban de tener bien sujetos los escudos y jabalinas. Aquél iba a ser un combate directo, distinto al demencial ataque de la trampa que habían tendido en la aldea destruida.

Ninguno de los dos bandos contaría con la ventaja de la sorpresa. Tampoco influiría para nada la habilidad táctica. Sólo el entrenamiento, el equipo y el mero coraje determinarían el resultado. La cuarta cohorte se abriría camino a cuchilladas entre los Britanos o quedaría hecha pedazos en el intento.

La sexta centuria formaba el lado izquierdo de la cara frontal de la formación de cuadro. A su derecha se encontraba la primera centuria y otras tres formaban los flancos y la retaguardia del cuadro. La última centuria actuaba como reserva y la mitad de sus efectivos vigilaban a los prisioneros. Macro y Cato se dirigieron al centro de la primera línea de su centuria y esperaron a que-Hortensio diera la orden. En el camino, por delante de ellos, los Druidas ya se habían dado cuenta de que algo pasaba. Estiraban el cuello para atisbar por encima de la pared de escudos en busca de sus compañeros. El cabecilla clavó los talones y espoleó a su montura para acercarse a los legionarios. Levantó una mano que se llevó a la boca para que se le oyera mejor.

– ¡Romanos! ¡Dadnos vuestra respuesta! ¡Ahora, o moriréis!

– ¡Cuarta cohorte! -rugió Hortensio-. ¡Adelante! La cohorte avanzó y sus botas hicieron crujir la nieve helada mientras se acercaban a la silenciosa concentración de Durotriges que los aguardaba. Cuando la pared de escudos empezó a avanzar, los Druidas hicieron girar sus monturas y volvieron al galope junto a sus seguidores para ponerse a salvo. Tras el brocal de su escudo, los ojos de Cato escudriñaron las oscuras figuras que bloqueaban el paso de la cohorte y después miraron con ansia más allá, hacia el lugar donde el sendero conducía a la seguridad del campamento de la segunda legión. Su mano izquierda se había asido con más fuerza a la empuñadura de la espada y la hoja se elevó hasta quedar en posición horizontal.

En tanto que la distancia entre los dos bandos iba disminuyendo, los Druidas bramaron unas órdenes a los guerreros Durotriges. Con un chasquido de riendas y el griterío de las instrucciones y el ánimo dirigidos a sus caballos, los aurigas de los flancos empezaron a desplazarse hacia el exterior, dispuestos a lanzarse como una exhalación contra cualquier hueco que se abriera en la formación Romana. Los ejes chirriaron y las pesadas ruedas retumbaron mientras los carros se movían bajo la ansiosa mirada de los legionarios. Cato intentó tranquilizarse diciéndose que poco tenían que temer de aquellas anticuadas armas. Siempre y cuando las líneas Romanas se mantuvieran firmes, las cuadrigas podían considerarse poco más que una desagradable distracción.

Siempre y cuando la formación se mantuviera firme.

– ¡Mantened la alineación! -gritó Macro cuando algunos de los soldados más nerviosos de la centuria empezaron a dejar atrás a sus compañeros. Al ser aleccionados, los hombres ajustaron el paso y las líneas se nivelaron para ofrecer al enemigo una pared de escudos continua. Los Durotriges se encontraban ya a no más de unos cien pasos de distancia y Cato pudo distinguir las facciones individuales de aquellos a los que mataría o a manos de quienes moriría en los momentos siguientes. La mayor parte de la infantería pesada enemiga llevaba puestas cotas de malla encima de sus túnicas y leotardos de vivos colores. Las barbas greñudas y las colas de caballo salían por debajo de los cascos bruñidos y cada uno de aquellos hombres llevaba una lanza de guerra o una espada larga. Aunque estaban organizados en una pequeña unidad, la desigualdad de su línea de escudos dejaba claro que era muy poca la instrucción que habían recibido.

Cato percibió un extraño zumbido que iba subiendo de tono por encima del crujido de la nieve y el tintineo del equipo y dirigió una rápida mirada a la infantería ligera a ambos lados del centro enemigo.

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