– ¡Honderos! -exclamó no se supo quién, por entre las filas Romanas.
El centurión Hortensio reaccionó enseguida. -¡Las primeras dos filas! ¡Los escudos en alto y agachados! Cato cambió la forma en que agarraba el escudo y se agachó un poco de manera que el borde inferior le protegiera las espinillas. El legionario que tenía justo detrás alzó su escudo por encima de Cato. Dicha acción se repitió a todo lo largo de las primeras dos filas de manera que el frente de la formación Romana quedó resguardado de la descarga que se avecinaba.
Al cabo de un momento el zumbido subió bruscamente de tono y fue acompañado de un sonido semejante al de un látigo. Un golpeteo ensordecedor inundó el aire cuando la mortífera descarga de proyectiles alcanzó los escudos Romanos. Cato se estremeció cuando uno de aquellos proyectiles de plomo golpeó contra una esquina de su escudo. Pero la línea Romana no flaqueó y avanzó implacablemente mientras los disparos de honda continuaban rebotando estrepitosamente en los escudos con un sonido igual al de mil martillazos. No obstante, unos cuantos gritos pusieron de manifiesto que algunos proyectiles habían alcanzado su objetivo. Aquellos que cayeron y rompieron la formación fueron rápidamente reemplazados por los legionarios de la siguiente fila y sus retorcidas figuras quedaron atrás para ser recogidas por un puñado de soldados que se encargaban de transportar las bajas y depositarlas en una de las carretas de la cohorte que también iba avanzando entre traqueteos en el interior del cuadro.
A poca distancia del hormiguero de la línea enemiga, Hortensio ordenó a la cohorte que se detuviera.
– ¡Filas delanteras! Jabalinas en ristre! -Aquellos que todavía tenían una jabalina que lanzar después del combate en la aldea echaron los brazos hacia atrás al tiempo que plantaban los pies separados en el suelo y se preparaban para la próxima orden-. ¡Lanzad las jabalinas!
Bajo la luz mortecina pareció como si un fino velo negro se lanzara de las filas Romanas y describiera un arco para descender sobre el remolino de Durotriges. Un traqueteo y estrépito tremendos fueron rápidamente seguidos de gritos cuando las pesadas puntas de hierro de las jabalinas atravesaron escudos, armaduras y carne.
– ¡Desenvainad las espadas! -bramó Hortensio por encima de aquel estruendo. Un áspero ruido metálico resonó en todos los lados del cuadro cuando los legionarios desenfundaron sus cortos estoques y mostraron sus puntas al enemigo. Casi al instante el discordante fragor de los cuernos de guerra sonó por detrás de los Durotriges que, con un enorme rugido de bélica furia, se precipitaron hacia delante.
– ¡Al ataque! -gritó Hortensio y, con los escudos firmemente sujetos al frente y las espadas a la altura de la cintura, las primeras líneas Romanas se lanzaron contra el enemigo. Cato sintió su corazón golpeando contra las costillas y el tiempo pareció ralentizarse, lo suficiente para que pudiera imaginarse que lo mataban o que caía gravemente herido a manos de uno de los hombres cuyos salvajes rostros se encontraban a tan sólo unos pasos de distancia. Una gélida sensación le recorrió las tripas antes de que se llenara de aire los pulmones y diera salida a un desaforado grito, decidido a destruir todo lo que encontrara a su paso.
Las dos líneas se precipitaron una contra otra con un vibrante traqueteo de lanzas, espadas y escudos que sonó como si una ola enorme batiera una orilla pedregosa. Cato notó la sacudida del escudo al golpear la carne. Un hombre dejó escapar un jadeo al quedarse sin aire en los pulmones y luego un estertor cuando el legionario que había junto a Cato le clavó la espada en la axila al Britano. Cuando se desplomó, Cato lo echó a un lado de un puntapié al tiempo que arremetía a su vez contra el pecho desprotegido de un Britano que empuñaba su hacha por encima de la cabeza de Macro. El Britano vio venir el golpe y retrocedió para apartarse de la punta de la espada de Cato que únicamente le rajó el hombro en lugar de causarle una puñalada mortal. No gritó cuando la sangre empezó a caerle por el pecho. Ni tampoco cuando Macro hincó su espada con tanta ferocidad que ésta atravesó al Britano y le salió, ensangrentada, por la parte baja de la espalda. Una expresión asustada cruzó su rostro desencajado y luego cayó entre los demás muertos y heridos que había tirados en la nieve revuelta y manchada de sangre.
– ¡Seguid avanzando, muchachos! -gritó Cato-. ¡No os separéis y dadles duro!
A su lado, Macro sonrió con aprobación. Por fin el optio se comportaba como un soldado en batalla. Ya no le turbaba dar voces de ánimo a unos hombres mayores y con más experiencia que él, y se mantenía lo bastante sereno para saber cómo tenía que luchar la cohorte para poder sobrevivir.
Los fuertemente armados Britanos se lanzaron contra la pared de escudos Romanos con una violencia fanática que horrorizó a Cato. A cada lado de la formación de cuadro, los nativos más ligeramente armados se fueron aproximando a los flancos, profiriendo sus gritos de guerra y siendo alentados por los Druidas. Los sacerdotes de la Luna Oscura permanecían un poco más atrás de la línea de combate, dejando caer una lluvia de maldiciones sobre los invasores y exhortando a los miembros de la tribu a expulsar a aquel puñado de Romanos del suelo Britano profanado por sus estandartes del águila. Pero el fervor religioso y el valor ciego no les proporcionaban ninguna protección a sus pechos desprovistos de armadura. Muchos sucumbieron a las mortíferas arremetidas de unas espadas diseñadas para acabar en un santiamén con los actos heroicos estúpidos como aquél.
Finalmente la infantería pesada britana se dio cuenta de la gran cantidad de bajas que se apilaban frente al cuadro acorazado, mientras que la línea Romana seguía intacta y firme. Los Durotriges empezaron a retroceder ante las terribles hojas que los acuchillaban por entre los escudos que casi no les dejaban ver a sus enemigos.
– ¡Ya los tenemos! -bramó Macro-. ¡Adelante! ¡Obligadlos a retroceder!
Los Durotriges, valientes como eran, nunca se habían topado con un rival tan implacable y eficiente. Era como luchar contra una enorme máquina de hierro, diseñada y construida únicamente para la guerra. Avanzaba sin piedad, demostrando a todo el que se encontraba a su paso que sólo podía haber un único desenlace para aquellos que osaran desafiarla.
Un grito de angustia y miedo se formó en las gargantas de los Durotriges y recorrió sus arremolinadas filas cuando se dieron cuenta de que los Romanos se estaban imponiendo. Los hombres ya no estaban dispuestos a lanzarse inútilmente contra aquel cuadro de escudos en movimiento que se abría camino a través de las hileras de espadas y lanzas. Cuando los Durotriges que había al frente retrocedieron, los hombres situados en la retaguardia empezaron también a echarse atrás, al principio sólo para mantener el equilibrio, pero luego sus pies fueron adquiriendo más velocidad, como si tuvieran voluntad propia y los quisieran alejar del enemigo. Les siguieron más hombres, veintenas y luego cientos de Britanos que se separaron de la densa concentración de sus compañeros y se dieron a la fuga camino abajo.
– ¡No os detengáis, maldita sea! -rugió Hortensio desde la primera fila de la primera centuria-. Seguid avanzando. ¡Si nos detenemos estamos muertos! ¡Adelante!
Un ejército menos experimentado se hubiese parado justo allí, exaltado por haber superado al enemigo, temblando con la emoción de haber sobrevivido y sobrecogido por la carnicería que había llevado a cabo. Pero los soldados de las legiones continuaron su avance tras una sólida pared de escudos, con las espadas preparadas y listas para atacar. Casi todos ellos habían llegado a adultos bajo la férrea voluntad de una disciplina militar que los había despojado del blando y maleable material de la humanidad y los había convertido en luchadores mortíferos, totalmente subordinados a los deseos y las palabras de mando. Tras una mínima pausa necesaria para alinearse, los hombres de la cuarta cohorte siguieron avanzando por el camino que atravesaba el valle.