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– ¡Vamos, cabrones! -gruñó Macro, y presentó la punta de su espada al enemigo más cercano-. ¡Vamos, he dicho! ¿A quién le toca? ¡Venga! ¿A qué estáis esperando, mariquitas de mierda?

Cato soltó una carcajada que detuvo de golpe cuando oyó el dejo de histeria que había en su risa. Sacudió la cabeza para tratar de desprenderse de una súbita sensación de mareo y se dispuso a seguir luchando.

Pero no hacía falta. Las filas de los Durotriges se estaban reduciendo visiblemente ante sus ojos. Ya no proferían sus gritos de guerra, ya no blandían sus armas. Simplemente se esfumaron, alejándose de los escudos Romanos hasta que quedó un espacio de unos treinta pasos entre los dos bandos, cubierto de cuerpos desparramados y armas abandonadas o rotas. Aquí y allá los heridos gemían y se retorcían lastimeramente. Los legionarios guardaron silencio, a la espera del próximo movimiento de los Britanos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Cato con voz queda en medio de aquella mudez repentina-. ¿Qué están tramando ahora?

– No tengo ni puñetera idea -contestó Macro. Se oyó un súbito sonido de pasos apresurados y los honderos y arqueros tomaron posiciones en la línea enemiga. Entonces hubo un momento de pausa, tras el cual se gritó una orden desde detrás de las tropas Durotriges.

– Ahora sí que estamos listos -dijo Macro entre dientes, y entonces se volvió rápidamente hacia el resto de la cohorte para lanzar una advertencia-. ¡Cubríos!

Los legionarios se agacharon y se resguardaron bajo sus astillados escudos. Los heridos no podían hacer otra cosa que apretarse contra el fondo de las carretas y rogar a los dioses que les salvaran de la inminente descarga. Arriesgándose a mirar por el espacio que quedaba entre su escudo y el de Fígulo, Cato vio que los arqueros estiraban las cuerdas de sus arcos, acompañados por el zumbido creciente de las hondas. Se dio una segunda orden y los Durotriges desataron su descarga a bocajarro. Las flechas y los proyectiles de honda salieron volando hacia las apiñadas tropas de la cohorte junto con lanzas y espadas recogidas del campo de batalla, e incluso piedras, tal era el ardiente deseo de los Durotriges de destruir a los Romanos.

Cato se agachó cuanto pudo bajo su maltrecho broquel, estremeciéndose ante el increíble estrépito causado por aquel aluvión de proyectiles que caían y golpeaban contra cuerpos y escudos. Volvió la vista atrás y cruzó la mirada con la de Macro bajo la sombra de su propio escudo.

– ¡Siempre llueve sobre mojado! -exclamó Macro con una sonrisa forzada.

– Hasta ahora esa es la historia de mi vida en el ejército, señor -replicó Cato al tiempo que trataba de esbozar una sonrisa que se correspondiera con la aparente intrepidez de su centurión.

– No te preocupes, muchacho, me parece que ya se termina.

Pero de pronto los disparos renovaron su intensidad y Cato se encogió mientras esperaba lo inevitable: el agudo martirio de una herida de flecha o de honda. Cada momento que permanecía ileso le parecía un auténtico milagro. Entonces, de golpe y porrazo, la descarga cesó. La atmósfera se calmó extrañamente. Sonaron los cuernos de guerra enemigos y Cato fue consciente de algún movimiento, pero no se atrevió a mirar, por si había más proyectiles dirigiéndose hacia ellos.

– ¡Preparaos, muchachos! -exclamó la lastimera y ronca voz de Hortensio muy cerca de allí-. Va a haber un último intento de ataque. En cualquier momento. ¡Cuando yo lo diga, poneos en pie y preparaos para recibir la carga!

No hubo ninguna carga, sólo el tintineo del equipo y el repiqueteo de los extremos de las lanzas mientras los Durotriges se alejaban del anillo de escudos Romanos y se marchaban en dirección opuesta al campamento de la segunda legión. El enemigo fue adquiriendo velocidad paulatinamente hasta que acabó marchándose a paso rápido. Una delgada cortina de tiradores formó en la retaguardia de la columna y se apresuraron a seguirla al tiempo que iban lanzando frecuentes miradas nerviosas hacia atrás.

Macro se puso en pie con cautela y empezó a seguir al enemigo que se retiraba.

– ¡Bueno, que me…! -Rápidamente enfundó su espada y se llevó la mano a la boca haciendo bocina-. ¡Eh! ¿Adónde vais gilipollas?

Cato dio un respingo, alarmado.

– ¡Señor! ¿Qué cree que está haciendo? Los demás legionarios retomaron los gritos de Macro y todo un coro de burlas y abucheos persiguió a los Durotriges mientras éstos caminaban por la cima de la poco elevada colina en dirección al valle que había al otro lado. La pulla de los Romanos continuó unos momentos más antes de convertirse en gritos de júbilo y triunfo. Cato miró hacia atrás y vio el frente de la columna de refuerzo que ascendía por el sendero hacia ellos. Sintió náuseas al mismo tiempo que una oleada de delirante felicidad lo inundaba. Se dejó caer al suelo, soltó la espada y el escudo y apoyó la cabeza pesadamente en sus manos. Cato cerró los ojos y respiró profundamente unas cuantas veces antes de abrirlos de nuevo con gran esfuerzo y levantar la mirada. Una figura se separó de la cabecera de la columna y subió al trote por el camino para acercarse a ellos. Al aproximarse, Cato reconoció en aquel hombre las marcadas facciones del prefecto del campamento. Cuando Sexto se acercó a los supervivientes de la cohorte, aflojó el paso y sacudió la cabeza ante la espantosa escena que tenía delante.

Había montones de cuerpos desparramados por el suelo y apilados en torno a la cohorte. Había cientos de astas de flecha clavadas en el suelo y sobresaliendo de los cadáveres y de los escudos, los cuales en su gran mayoría estaban tan destrozados y astillados que ya no tenían arreglo. Por detrás de los escudos se alzaban las mugrientas y ensangrentadas formas de los legionarios exhaustos. El centurión Hortensio se abrió camino por entre sus hombres y se dirigió a grandes zancadas hacia el prefecto del campamento, con el brazo levantado a modo de saludo.

– ¡Buenos días, señor! -A pesar de todos sus esfuerzos, se notó que tenía que forzar la voz--. Sí que habéis tardado, carajo.

Sexto le estrechó la mano sin hacer caso de la sangre que se coagulaba en una herida que el centurión tenía en la palma. El prefecto del campamento se quedó ahí parado, con las manos en las caderas, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a los supervivientes de la cuarta cohorte.

– ¿Y qué es todo este maldito desquicio? ¡Tendría que poneros a todos a hacer faenas durante un mes!

junto a Cato, Fígulo observó cómo el centurión y el prefecto del campamento intercambiaban sus saludos. Se quedó callado un momento antes de escupir en el suelo.

– ¡Malditos oficiales! joder! ¿Vosotros no los odiáis?

CAPÍTULO XVIII

El general se sentó con cuidado sobre el cojín de una silla con una momentánea mueca de dolor. Varios días de viaje a caballo no le habían ido muy bien a su trasero y la más mínima presión era dolorosa. Su expresión se fue relajando paulatinamente y aceptó la copa de vino caliente que Vespasiano le ofrecía. Quemaba quizás demasiado para su gusto, pero Plautio necesitaba una copa y algo caliente en el estómago para contrarrestar el entumecimiento del resto de su cuerpo. Así que apuró el vaso e hizo un gesto para que se lo volvieran a llenar.

– ¿Hay alguna otra noticia? -preguntó. -Ninguna, señor -respondió Vespasiano al tiempo que servía más vino-. Sólo los detalles que le mandé a Camuloduno.

– Bueno, ¿y algún tipo de información que sea de utilidad? -continuó diciendo Plautio, esperanzado.

– Todavía no, pero tengo una cohorte a punto de regresar de patrulla por la frontera con los Durotriges. Tal vez ellos hayan reunido alguna información útil. Por lo visto se han topado con un pequeño problema cuando regresaban. He mandado a unas cuantas cohortes para que se ocupen de que vuelvan a casa sin ningún percance.

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