CAPÍTULO V
El suelo estaba cubierto de una dura capa de hielo cuando la segunda legión atravesó las puertas del extenso campamento. El revuelto barrizal que se había formado al otro lado de los terraplenes de turba durante los lluviosos meses de principios de invierno estaba duro como una piedra, congelado, y en ese momento debajo de una espesa capa de nieve que se había convertido en hielo al paso de los legionarios. Los tocones de los árboles caídos brillaban bajo su centelleante abrigo de escarcha y bordeaban la ruta que salía del campamento y se dirigía hacia el oeste y el distante Támesis. Por encima de la línea del horizonte, que se recortaba nítidamente detrás de la legión, el sol brillaba en un cielo de ese azul intenso que sólo se da en un despejado día de invierno.
El aire era tan frío que una respiración profunda provocaba tos a algunos soldados mientras partían cargados con todo el equipo. La nieve crujía y el hielo se resquebrajaba debajo de sus botas con clavos. En la retaguardia de la columna, los que avanzaban con paso menos firme patinaban y se esforzaban por mantener el equilibrio mientras seguían a la densa concentración de legionarios. Al frente, a lo lejos, los exploradores de la caballería se abrieron en abanico y avanzaron al trote por el ondulante paisaje albo levantando pequeñas rociadas de fulgurante nieve a su paso. Los caballos, vigorizados por el cortante aire y la perspectiva del ejercicio, se mostraban impacientes y juguetones. Las nubecillas de humeante hálito flotaban hasta desaparecer a lo largo de las columnas de hombres y bestias mientras éstos seguían las bien definidas sombras que se inclinaban sobre la nieve por delante de ellos.
Para Cato, el hecho de estar vivo en un momento como aquél suponía un placer inefable. Tras los largos meses enclaustrado en el enorme campamento con las demás legiones, disponiendo tan sólo de las cortas patrullas, la instrucción repetitiva y el adiestramiento en el manejo de las armas para disipar el aburrimiento de la rutina diaria, la marcha de ese día suponía una liberación. Recorrió el paisaje con los ojos, empapándose de la agreste belleza de la campiña britana en las postrimerías del invierno. Con la capa bien ajustada alrededor de su cuerpo y unos mitones de lana en las manos, el paso regular de la marcha enseguida lo hizo entrar en calor. Incluso los pies, que le habían dolido muchísimo mientras la legión se reunía al alba, los sintió relajados después del primer kilómetro y medio de camino. Su buen humor únicamente se veía un poco empañado por la hosca expresión en el rostro de su centurión, que marchaba a su lado a la cabeza de la sexta centuria de la cuarta cohorte. Macro ya echaba de menos las tabernas y los antros de perdición de Camuloduno.
El sentimiento era mutuo. De golpe y porrazo, casi una cuarta parte de la clientela que frecuentaba dichos establecimientos se había ido. Los empresarios que habían acudido en tropel a la ciudad desde los puertos de la Galia pronto empezarían a volver poco a poco al continente en cuanto el resto del ejército iniciara los preparativos para reanudar la guerra contra Carataco y sus aliados. El abatimiento de Macro no estaba provocado del todo por la renuncia a los placeres que ofrecían los proveedores de bebidas alcohólicas y de mujeres. No se había separado de Boadicea de una manera muy cordial.
Después de la noche en que Boadicea y Nessa habían eludido a Prasutago, los familiares de las muchachas habían decidido restringir cualquier otro encuentro con soldados Romanos.
Boadicea y Macro sólo habían podido verse una vez más, y por muy poco tiempo. Un rápido achuchón en la parte trasera de un establo mientras los ponis y el ganado los miraban con curiosidad, masticando su comida de invierno. Macro había intentado aprovecharlo al máximo, demasiado para el gusto de la doncella Iceni. Cuando notó que los dedos del centurión se comportaban de una forma bastante más íntima de lo que ella hubiera preferido, Boadicea se zafó de él retorciéndose, volvió a echarse sobre la paja y le propinó un bofetón.
– ¿Y esto a qué demonios viene? -preguntó un asustado Macro. -¿Qué clase de chica te crees que soy? -espetó ella--. ¡No soy una puta barata!
– Nunca he dicho que lo fueras. Sólo trataba de sacar el mejor provecho posible de la situación. Creí que tú también tenías ganas.
– ¿Que tenía ganas? ¿Qué clase de invitación es ésa?
Macro se encogió de hombros. -Lo hago lo mejor que puedo. -Ya veo. -Boadicea lo fulminó con la mirada un momento y Macro se apartó de ella, enfurruñado y malhumorado. Boadicea se ablandó, alargó la mano y le acarició la mejilla--. Lo lamento, Macro. Es que no creo que pueda con todos estos animales mirando. Es demasiado público para mi gusto. No es que no quiera, pero me imaginaba algo un poco más cariñoso.
– ¿Y qué diablos tiene de poco cariñoso un establo? -refunfuñó Macro.
Y en aquel momento fue cuando las cosas se enfriaron repentinamente. Sin decir una palabra más, Boadicea se arregló la túnica y la capa a toda prisa, volviendo a esconder sus pechos. Con una última mirada llena de enojo hacia Macro, se puso de pie y abandonó el establo como un vendaval. Él estaba furioso de que lo hubiese dejado de aquella manera y se negó, por una cuestión de principios, a salir corriendo tras ella. Ahora lo lamentaba tremendamente. Antes de que Camuloduno desapareciera de la vista, cuando el camino descendía por el lado más alejado de una colina baja, Macro lanzó una compungida mirada hacia atrás. Ella estaba allí, en algún lugar entre los tejados de paja cubiertos de nieve que se extendían bajo la alargada y baja nube de humo de leña. Albergaba unos sentimientos tan profundos por aquella batalladora mujer nativa que la sangre le ardía de deseo a la más mínima evocación de su proximidad física. Se maldijo a sí mismo por ser un tonto enamoradizo, apartó la mirada de la ciudad y la dirigió por encima de los brillantes cascos de su centuria hasta posarla en su optio.
– ¿Por qué demonios sonríes? -¿Sonreír? Yo no sonreía, señor.
Por las filas de la segunda legión corrían innumerables conjeturas sobre su misión. Algunos soldados se preguntaban incluso si iban a retirar la legión de la isla ya que Carataco se había llevado una buena paliza. Los legionarios con más experiencia gruñían su desprecio por semejantes rumores; los ataques a pequeña escala con que los Britanos habían acosado a las fuerzas Romanas desde el otoño demostraban que los nativos aún no estaban vencidos. Los veteranos conocían muy bien la naturaleza de la campaña que les esperaba: un salvaje y agotador período de avance y consolidación frente a un enemigo astuto que estaba muy familiarizado con el terreno que pisaba y que sólo saldría al descubierto para combatir cuando gozara de una ventaja absoluta. Nunca estarían libres de la amenaza de un ataque. Era muy probable que los legionarios condenados a morir en aquella campaña nunca oyeran la flecha que les mataría, que no llegaran a ver la lanza arrojada, o la daga clavada por la espalda mientras patrullaban sus líneas de piquetes. El enemigo no iba a ser otra cosa que sombras rodeando las lentas y pesadas legiones, pocas veces lo verían, pero continuamente notarían su presencia. Esa manera de guerrear era mucho más difícil que una dura marcha y una batalla a la desesperada. Requería una tenacidad que sólo poseían las legiones. La posibilidad de varios años de campaña por los páramos neblinosos de Britania amargaba el pensamiento de los veteranos mientras la segunda legión marchaba hacia su nueva base de operaciones.
El clima glacial del mes de marzo no se suavizó durante dos días, pero al fin los cielos permanecieron despejados. Al término de cada día, Vespasiano se empeñaba en la construcción de un «campamento de marcha frente al enemigo», lo cual conllevaba la excavación de una zanja exterior de más de tres metros y medio de profundidad y un terraplén interior de tierra, de tres metros, que rodearan la legión y su tren de bagaje. Al finalizar la marcha diaria, los cansados legionarios tenían que trabajar sin descanso hasta bien caída la noche para romper el suelo helado con sus herramientas de atrincheramiento. únicamente cuando completaban las defensas, los soldados, acurrucados bajo sus capas, podían hacer cola para obtener su humeante ración de gachas de cebada y carne de cerdo salada. Después, tras haber llenado el estómago y entrado en calor junto al resplandor de las hogueras del campamento, los soldados se deslizaban al interior de sus tiendas de piel de cabra y se enroscaban bajo tantas capas de ropa como tuvieran. Volvían a salir a la pálida luz azulada del amanecer para enfrentarse a un mundo cubierto de un hielo que centelleaba a lo largo de los faldones y las cuerdas tensoras de las tiendas. Los hombres intentaban contrarrestar el crudo frío de aquellas mañanas invernales doblándose sobre sí mismos hasta que sus oficiales los empujaban a volver a la vida con órdenes de desmontar las tiendas y prepararse para la marcha diaria.